Tensión alta
Charo Alba


Eran las siete y media
de la mañana y Luis tuvo que volver por el paraguas. Llegaba tarde y me dijo adiós antes de correr a la consulta. La puerta se cerró tras él y me pareció que algo se le caía. Fue entonces cuando descubrí la carta en el suelo. Hubiese sido imposible no verla, tan blanca, tan atrayente, tirada así, como cualquier cosa. La recogí pensando quizá que sería algún recibo del banco, era lo más lógico, desde hace años a nosotros, como al resto del mundo, sólo nos escribe el banco. Sin embargo al tomarla entre mis manos supe que se trataba de algo privado. El sobre era cuadrado, carecía de cualquier tipo de franquicia y se le transparentaba la tinta negra de su interior. La recogí del suelo y mientras apagaba el fuego para evitar que se me desbordara la leche del cazo, la dejé momentáneamente sobre la encimera. Luego me serví el café, tomé la carta de nuevo y me fui al salón. Una vez sentada y, después de saborear el primer trago, abrí la carta, saqué tres folios y leí aquellas palabras que me hicieron sonreír con una pizca de amargura.

“Luis, cariño, no puedo soportar más esta situación. No puedes abandonarme ahora que te necesito tanto. Me paso el día entero pensando en ti, te llamo al móvil continuamente, a la consulta, hablo con tu enfermera y todo es inútil. Te escribo para desahogarme, por favor léela antes de tirarla, concédeme este último deseo, te echo tanto de menos… siete meses, Luis, y todavía no sé por qué.

¿Te acuerdas cuando nos conocimos? Me presenté en tu consultorio, asustada, con 20 de tensión, y tú me endulzaste con palabras suaves y me diste una pastilla. “Toma, te la vas a poner debajo de la lengua, esperaremos veinte minutos y ya verás como te baja”. Así lo hice, esperé un rato en la sala y luego me llamaste otra vez. Me subiste la manga de la camisa como si me estuvieses desnudando entera y me acoplaste la faja del manómetro y la empezaste a hinchar. Mientras mirabas aquel reloj, te sentí respirar muy cerca, estábamos muy juntos. De pronto sonó el teléfono pero ni siquiera pestañeaste. “Tranquila, no te muevas, ese dichoso teléfono siempre está sonando” y por segunda vez inflaste la faja del manómetro para asegurarte y me dijiste “ya tienes 18, pero debes pedir hora al cardiólogo y nada de sal, ni café. Vuelve una vez a la semana. Esto hay que controlarlo”. Y continuaste hablándome del corazón, de las pastillas, de las comidas, pero lo hacías muy bajito, muy suave, tanto que me pareció que estabas hablándome de amor. Y volví otro día, ¡cómo no!, y extendí por tu mesa la ecografía del corazón, el análisis de sangre, el electro, todas mis miserias al descubierto y mi futuro también; aquellos papeles que hablaban de mí, pronosticaban al tiempo mi sentencia de vida o enfermedad, de salud o de muerte, y yo te dije: “te lo traigo todo, échale un vistazo porque estoy cagada”. ¿Recuerdas? Sonreíste al tiempo que abrías aquellos misteriosos sobres y lo examinabas todo en completo silencio, luego dijiste: “A ver… el colesterol, muy bien, el hierro, perfecto, y el corazón… sin estrenar”.

“¡El corazón sin estrenar!”, exclamé, “¡sin estrenar, con lo que he sufrido…!” Y la sonrisa te invadió la cara. Me observaste las manos cuando recogía los sobres de tu mesa. “Estáte tranquila”, me dijiste, “fíjate cómo tienes las uñas de tanto morderlas”. Y me las rozaste y yo necesité tocarte y puse mi mano sobre la tuya y te acaricié. Podía haber estado así todo el día. “No sé por qué te acaricio”, te dije, “sólo sé que no hay nada en este mundo que desee más”. Y sonreímos, luego te acercaste y nos abalanzamos el uno contra el otro, y nos besamos y nos acariciamos sin parar hasta que sonó el teléfono de nuevo. Suspiramos, lo cogiste y colgaste enseguida. Quise besarte de nuevo, pero me lo impediste, me cogiste de la mandíbula y me pronosticaste con la seriedad de un médico: “Vete ahora mismo que te va a subir también la fiebre. "Además”, me dijiste muy bajito, “ya me estás pegando la tensión alta, me lo noto”.

“Eso no se pega”, te contesté rodeándote por la cintura. Y mientras me acariciabas la espalda me dijiste bajito “que te lo has creído. ¡A ver si vas a saber más que el médico!…”

Sonreímos de nuevo y con mucho esfuerzo pudimos separarnos porque estábamos pegados como lapas. Abrí la puerta y delante de la enfermera cambiaste la expresión de placer por la de todos los días y yo me fui arreglando la camisa por el pasillo y me retumbaba el corazón desbocado dentro de la caja torácica, y me sentí feliz; no debía curarme nunca pensé, todos los días al médico con la tensión muy alta, así, al borde del infarto, para que mi amor de bata blanca se preocupe, con la tensión eternamente por los cielos.

Ahora que lo recuerdo me hace gracia, todo me parece maravilloso al revivirlo, pero ya han pasado tres años de aquello y tú no eres el mismo, ya no sientes curiosidad por mi tensión alta, ni te interesa saber si tomo la pastilla o se me olvida. Tienes otras pacientes que también te cuentan sus preocupaciones, que lo mismo que yo caerán en tus brazos. Envidio a tu mujer porque aunque no disfrutéis ya de la pasión de los primeros años todavía hay en vosotros algo que no acierto a entender qué es y que os une de verdad. Ella te tiene ahí en su casa para lo que necesite, agarradito como yo jamás te tuve. Ahora te me escapas y no me conformo. He cometido la imprudencia varias veces de pasear por tu barrio y buscar tu coche, para luego regresar a mi casa desilusionada. Pero el peor día fue cuando me presenté en tu consulta hace ya un mes y tu enfermera casi me echa a patadas. Había venido tu mujer y yo no podía estar allí. Estaba tu mujer y yo sobraba. Me negué a marcharme, pero no me sirvió de nada. Sentí celos, la odiaba sin apenas conocerla. Dos veces la había visto de lejos, y no me pareció gran cosa, sin embargo algo tenía que tener, algo desconocido para mí, algo, que yo pensaba te unía a ella definitivamente.

Si por lo menos pudiésemos quedar como amigos, si por lo menos pudiéramos vernos de vez en cuando… te quiero, amor mío, llámame alguna vez, no te daré problemas, por favor, te lo prometo, te lo prometo.

”Arrugué la carta de aquella desconocida, de aquella incauta que pensaba que nuestro matrimonio era feliz. La fui manoseando hasta convertirla en una bola de palabras que a la vez me hacían gracia y me entretuvieron reflexionando durante toda la mañana. Qué curioso, o sea, que damos esa sensación, parecemos un matrimonio bien avenido. Yo pensaba que seríamos la comidilla de todo el mundo, él con sus pacientes, con su larga lista de pacientes enamoradas, y yo con Juan, siempre con Juan.

No siento celos, no le quiero; por mí como si no vuelve, me importa un bledo.

Recuerdo aquella tarde que estaba con Juan en la cola del cine y me dio aquella especie de desmayo. No se nos ocurrió otra cosa que ir a ver a Luis. Entramos en la consulta. La enfermera me saludó muy cariñosa y tras pulsar un botón advirtió a mi marido que estábamos allí. Rápidamente salió Luis, me vio muy pálida y nos hizo pasar a su despacho. Juan le explicó: estábamos en la cola del cine y de pronto casi se me cae.

Luis fijó la vista en mí y me preguntó: “¿No estaremos embarazados, no, preciosa?”

“No tienes ninguna gracia. Anda, dame algo, una pastilla de lo que sea, que seguro que tienes mil porquerías por ahí.

”Luis sonrió. “¡Qué fe en la profesión de tu marido! Desde luego, no sé para qué vienes…

”Miré a Juan y le dije: “¿Ves?, te lo he dicho, no nos entendemos, siempre estamos discutiendo, y ahora, que estoy mareadísima, ni siquiera me sirve como médico. A cualquiera de sus marujas ya le habría tomado la tensión. Pero no, conmigo tiene que discutir, si no, no está a gusto. Vámonos, que ya se me ha pasado el maldito mareo.

”Luis no dejaba de sonreírme y luego me dijo: “¿Has visto? y sin pastillas, para que luego desconfíes de la medicina tradicional…”Juan no sabía qué hacer. Al final sonrió también mirando a Luis. 

“Eso”, le censuré yo, “ahora ríete tú también. Vaya par de imbéciles.” Les dejé solos, me metí en la cafetería de al lado y pedí un café, porque estaba segura que tenía la tensión por los suelos. 


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