Dicen los que bien dicen,
que hace mucho, mucho tiempo, cuando los animales eran gente y la gente
gente no existía, el Rey Supremo de las Tinieblas capturó en una enorme
esfera al Sol y lo llevó a sus dominios para tenerlo sólo para sí.
Ibagarac,
el arcoiris, buscó y convocó a los animales para encargarles la tarea
de rescatar el Sol.
Presto
llegaron los habitantes de los bosques donde el aire tiene color, y
de las lagunas de los peces de oro. En serpenteador vuelo bajaron los
hijos del viento; y sinuosos, reptantes, emergieron los moradores de
la tierra.
Ibagarac,
que había brotado de la sangre de la diosa Dervincha, la madre de todos,
que se creó a sí misma, escogió con detenimiento los animales más diestros,
más ingeniosos, más ágiles para cumplir la misión.
Muy
pronto envió el primer emisario: escurridizo, atento, de cuerpo ágil
y despierto, Ciervo emprendió viaje al Reino de las Tinieblas. Tardó
noventa lunas en llegar a su objetivo.
Duro
y prolongado fue el encuentro. Ciervo usó toda su astucia y habilidad
para sortear los peligros que el Rey de la Muerte le tendía a cada instante.
Sin embargo cansado de luchar en un terreno que no era el suyo, y atacado
por el hambre, Ciervo sucumbió ante el maligno. Cuando Ibagarac comprendió
que Ciervo no volvería, hizo un sacrificio a la diosa de dioses en memoria
de Ciervo y empezó a preparar el segundo ataque.
Encargó
entonces a Araña la tarea de reconocer el lugar antes de intentar un
enfrentamiento directo. Araña tardó noventa años en llegar al reino
de los muertos. Como el Rey de las Tinieblas esperaba atento a un animal
más poderoso, más inteligente, más recursivo que Ciervo, no reparó en
la humilde y diminuta araña que entró y tejió un hilo muy delgado a
lo largo y ancho del oscuro reino. Noventa años después araña regresó
ilesa al mundo de Ibagarac.
Con
el conocimiento necesario y la ubicación precisa de la celda del Sol,
Ibagarac encargó a Águila la peligrosa tarea de rescate.
Águila
tardó nueve días y nueve noches en llegar al Reino de las Tinieblas.
Siguiendo paso a paso con su vista prodigiosa el hilo de la ariadna,
y antes de que el poderoso rey negro pudiera adecuarse pleno para el
ataque, Águila llegó hasta el lugar del cautiverio del padre de la luz
y de un sólo picotazo lo devoró. Dejó luego en su reemplazo una flor
de girasol para distraer al dios del averno y voló con la cabeza encendida
por el Sol, de los mundos inferiores hasta la tierra de Ibagarac, a
donde arribó nueve días después con la alas triunfantes.
Volvió
entonces Sol a sus labor cotidiana de permitir que con la luz los pájaros
de mil colores alegraran los ojos de los demás seres; de depositar su
energía en las plantas para que estas dieran cada tarde sus frutos prodigiosos;
de calentar la tierra y la piel de los animales, para que estos pudieran
ir por la vida con una sonrisa en el corazón. Sin embargo su cautiverio
en el Reino de las Tinieblas le dejó a Sol una zona de penumbra: cada
tanto tiempo se torna irascible, produce sequías, quema sin clemencia,
y algunos de sus rayos dañan para siempre a los seres vivos.
Ibagarac
preocupado encargó a Gusano de Seda construir un finísimo manto, miles
de miles de veces más delgado que sus hilos naturales. Dicen los que
bien dicen, que desde entonces una levísima e invisible capa protege
a los animales y a la gente de los rayos dañinos de Sol, y dicen que
cada tarde Sol baja hasta el reino de los muertos para regresar por
la mañana. Dicen que Araña teje sus hilos invisibles como antes, sólo
que ahora se hacen visibles cuando cada tarde el Sol de los venados
los acaricia de costado, en agradecimiento por su trabajo de rescate.
Y también dicen los que bien dicen, que desde aquella vez Ibagarac premió
a Águila dejándole la cabeza blanca, como si el Sol se hubiera quedado
en ella para siempre.
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