El cuerpo de bomberos
En
el tercero de mis viajes me
di cuenta de lo paradójica que puede llegar a ser la conducta humana.
Decidí explorar más allá de las fronteras del pueblo de los danone.
Recordará el lector que fue en mi primer viaje cuando descubrí a estas
curiosas gentes. Un pueblo atleta, sano y bien formado. Siempre preocupado
por su físico, por el deporte y la buena alimentación. La adoración
que hacen del cuerpo es tal que todo lo fabrican forrado de espejo.
Las fachadas, los muebles, los coches, cada imagen se reflejaba, decenas,
cientos, miles de veces. Se mueven con asombrosa rapidez por ese laberinto
de espejos en el que yo, irremediablemente, acababa pegándome un batacazo
contra mi propia imagen en cualquier esquina. A pesar de su agilidad
y reflejos, recordará el lector que me costó muchísimo esfuerzo obtener
información de esta gente pues son extremadamente simples.
Bien,
el caso es que en este tercer viaje crucé sus fronteras y me encontré
con un pueblo al borde de la extinción: los zippo. Tras realizar varios
estudios sobre modificación de hábitat, cambios en el ciclo biológico,
epidemias y limpieza étnica, no logré averiguar la razón de este extraño
fenómeno. Decidí dejar de estudiar el entorno y comencé a buscar la
raíz del problema entre sus gentes. Después de unos meses de investigación
descubrí la causa por la que este curioso pueblo no puede tener descendencia.
Los zippo son una gente “de mechero fácil”, como ellos se definen, es
decir, que se encienden con facilidad. Averigüé que desde diez años
atrás las sequías estaban siendo tan fuertes y continuadas que dejaban
los bosques totalmente áridos, y la más mínima chispa los hacía arder.
Así que en cuanto un zippo se encendía un poco se declaraba un incendio.
Aquello llegó a ser un infierno: uno se declaraba inocente, otro declaraba
la renta, el de más allá declaraba su amor..., los zippo no podían vivir
entre tanto incendio declarándose.
Ante
la gravedad del problema decidieron salir en busca del mejor cuerpo
de bomberos que pudieran encontrar, y el lugar más indicado era sin
duda el país de los danone. Allí consiguieron un estupendo cuerpo con
brazos, piernas, pecho y espaldas fornidísimos, pero, como es habitual
entre los danone, con escasa cabeza. Los zippo le dieron unas instrucciones
muy claras que, curiosamente, comprendió a la primera, y se le exigió
la máxima rapidez en sus intervenciones, pues la situación era desesperada.
“Debes acudir en el acto”, le ordenaron. Desde aquel día ningún incendio
se ha vuelto a declarar y, desde aquel día, no hay pareja que pueda
consumar el acto, pues en cuanto comienzan, allí se presenta el cuerpo
de bomberos.
Los
ludos
En
mi cuarto viaje decidí cruzar
las cordilleras del sur. Tras ellas me encontré con los ludos. En el
primer contacto con ellos perdí el reloj, en el segundo la mochila,
y en el tercero el resto del equipo. No había hecho más que llegar y
ya sólo tenía lo puesto. Preguntar algo a un ludo puede salir muy caro,
pues ellos siempre contestan con otra pregunta, como “¿pares o nones?”,
“¿piedra, papel o tijera?”. Lamentablemente, me di cuenta de su afición
al juego cuando ya lo había perdido casi todo. Los ludos apuestan constantemente;
siempre están jugando. Los que han perdido todo mendigan una partida
de póquer o un mus. Las apuestas son tan fuertes que muchos se juegan
hasta su propia persona. Así la organización social ha pasado a ser
casi un régimen feudal, pues existe un señor que posee casi toda la
riqueza obtenida en el juego y además tiene a su servicio grupos de
personas que se han perdido a sí mismas y han pasado a ser sus vasallos.
Evidentemente, la mayoría de estos señores son auténticos tahúres que
dominan el arte de las trampas. Sin embargo, la ley es muy severa con
los tramposos, aunque es muy difícil encerrarlos pues las leyes han
sido creadas por los propios señores feudales, y en todas ellas se establece
que la condena debe jugarse a las cartas.
Es
muy posible que se me haya quedado algo en el tintero; todo esto lo
he tenido que escribir de memoria, porque perdí la libreta y el lápiz
cuando pregunté la hora a un ludo.
Babel
De
mi quinto viaje no puedo decir
gran cosa, porque me fue francamente difícil poder comunicarme con la
gente que me encontré y profundizar en sus costumbres y forma de vida.En
todo el tiempo que llevo viajando he podido comprobar que, entre gente
que habla la misma lengua pero vive en distintos países, se suele aplicar
diferentes significados a idénticas palabras, como ocurre por ejemplo
con “coger”, que en algunas zonas se interpreta como “hacer el amor”,
o “concha” que puede ser “vagina”. Sin embargo, en Babel la comunicación
se hace particularmente complicada, porque las diferencias de significado
son enormes.
Allí,
por ejemplo, hablar de algo anómalo es referirse a las hemorroides,
un camarón es un aparato enorme para sacar fotos, un barbarismo es una
colección exagerada de barbies, referirse a endoscopio es preparase
para todos los exámenes excepto para dos, o decir manifiesta es anunciar
una farra con cacahuetes. La falta de entendimiento era tal que todos
me trataban como si fuera tonto y me acabaron apodando el nuevamente,
es decir, el del cerebro sin usar.Termino ya el relato de este singular
pueblo porque no tengo más datos que aportar y porque además se me acaba
el babel.
El
Metro
El
metro se detuvo en el andén. Arturo aferró la manilla de la puerta empujando
con fuerza hacia abajo. Varios pasajeros, desde el interior del vagón,
miraban extrañados a Arturo mientras tiraban de la manilla hacia arriba.
Cuanto más empeño ponían los pasajeros en moverla hacia arriba, más
presión hacía Arturo para abajo. Sonó el pitido del cierre de las puertas.
El metro se puso en marcha y se introdujo lentamente en el túnel. Arturo
se quedó mirando cómo se alejaba mientras intentaba averiguar por qué
en ese vagón tampoco le habían dejado subir.
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