Las noches de luna llena los dragones bailan el baile de la luna.
Y son felices. Tan felices como esas noches en que la luna es apenas
una línea curva que casi no aparece en el cielo.
Porque ésas son las noches del fuego.
(Gustavo
Roldán: Dragón)
El
bar Gris está ubicado
en un callejón empedrado del centro comercial de Buenos Aires, cita
obligada de publicistas, políticos liberales y mujeres maquilladas.
El
tipo, alto y flaco, tiene alrededor de cincuenta años, y se acoda todas
las tardes a eso de las siete en un extremo de la barra. Después, en
absoluto silencio, lleva a cabo una suerte de ceremonia secreta. Primero
ordena un whisky doble sin hielo, después enciende un cigarrillo negro,
y a medida que el humo lo va envolviendo, invariablemente, susurra algunas
palabras que a lo largo del tiempo los habitués del boliche han logrado
descifrar: “Yo todavía la extraño”. El tipo después fija su vista en
la entrada y su cuerpo se va encorvando sobre el mostrador, hasta que
el rostro magro, oscurecido por una barba de dos días y la nariz en
gancho, hacen de él una especie de halcón al acecho de alguno que lo
quiera escuchar. Poco antes de las diez se retira dejando una sensación
de tristeza y desamparo a su paso.
Si
te acercás a él al final de la happy hour, cuando ya está a
punto de marcharse, y le ofrecés una vuelta, la aceptará. Entonces vas
a escuchar esta historia :“Yo nací y me crié en una pequeña ciudad de
la provincia de Buenos Aires. Dividida en damero, tenía en el centro
la plaza con sus diagonales marcando los puntos cardinales y enfrentadas,
la Iglesia y la Municipalidad. Digo enfrentadas porque geográficamente
se alzaban una frente a la otra con la plaza en medio y también, porque
en esa época, el gobierno municipal era socialista. Pero esto no tiene
que ver con mi relato. Lo que voy a contarle sucedió durante un carnaval
hace ya treinta años. En esa época era un muchacho muy joven, que sobresalía
entre mis amigos por la estatura y los pelos muy largos y rubios. Acostumbrábamos
reunirnos al atardecer en la confitería La Central, una ochava con mesas
y sillas en la vereda frente a la plaza. A esa hora era normal que todas
las chicas del pueblo salieran a caminar para dar “la vuelta del perro”,
un paseo alrededor de la plaza meneando sus cuerpos para desgracia de
nuestras hormonas.
El
calor durante ese mes de febrero era agobiante. Fue un viernes a la
tarde que al petiso Méndez se le ocurrió caer de sorpresa en el club
La Armonía disfrazados por lo que todos nos pusimos a preparar un disfraz
para la noche. Me apodaban el vikingo debido a lo largo de mi cabello
rubio por lo que resolví disfrazarme como esos salvajes germánicos,
habitantes de los países fríos del norte. En una talabartería, famosa
por usar un caballo embalsamado para exponer monturas y aperos criollos,
conseguí una especie de armadura. Eran tiras de cuero muy duro unidas
por broches de metal, que me cubrían desde el cuello hasta los muslos.
Me agencié también dos botas altas de cuero con rodilleras especiales
para jugar al polo, un casco en el que le hice coser a mi hermana dos
cuernos y un antifaz fabricado con una especie de piel aterciopelada
de origen desconocido. Un cinturón muy grueso servía para sostener un
sable recuerdo de mi bisabuelo, ilustre integrante de la Legión Italiana.
Con todo este cargamento de cueros y metales regresé a mi casa para
disfrazarme.
Yo
vivía en una avenida muy arbolada en el extremo sur. Como todas las
ciudades del interior del país, en esa zona habían construido los ingleses
una estación de trenes muy bella a comienzos del siglo xx. Con altas
palmeras vigilando la entrada y el majestuoso puente de hierro pintado
de negro ubicado a pocos metros, la estación tenía las características
inglesas que tan bien describe en sus novelas Agatha Christie. Muchos
años después regresé al lugar y encontré que el tiempo y el desamor
habían hecho estragos con ella.
Volvamos
a mi historia. Era una noche perfecta de verano. Afuera se oía el sonido
de la gente festejando el Carnaval. Había terminado de disfrazarme y
al verme casi desnudo, cubierto de cuero hasta los muslos, con una enorme
espada colgando del cinturón y el casco con dos cuernos dejando asomar
mechas de pelo rubio, no me reconocí.
El
club La Armonía era un amplio galpón con un predio donde los socios
iban a bailar los fines de semana. Estaba ubicado al otro lado del puente
negro del ferrocarril, frente a las vías, en una zona poco iluminada
de la ciudad. Al cruzar la avenida y dirigirme hacia el puente, me enfrenté
a una pareja de gitanos que iban cantando y tocando la guitarra. Por
el medio de la calle, una carroza acompañada por un pequeño ejército
de diablos rojos empuñando largos tridentes se dirigía hacia el centro
llevando en su interior una gran serpiente que lanzaba fuego. Los cantos
y la música se fundían en un solo sonido mientras el cielo era iluminado
intermitentemente por el estallido de fuegos artificiales. A medida
que me fui acercando al puente, la algarabía se fue apagando hasta hacerse
un silencio absoluto. La luna era apenas una línea curva en medio del
cielo. Fue en ese momento que escuché por primera vez los gemidos. Primero
pensé que era mi imaginación. Con un pie en el primer escalón prendí
un cigarrillo en silencio y por un corto tiempo apunté con mi encendedor
hacia el lugar del que provenían los ruidos. Algo se movía debajo de
mí. Creí entonces ver bajo el puente, muy cerca de donde yo estaba,
el destello amarillo de un par de ojos. Yo sabía que a los animales
se le iluminaban los ojos si se los apunta con una luz, por lo que deduje
que algún gato andaba buscando pareja. Los gemidos se volvieron a escuchar
y esta vez bastante más fuerte. Entonces encendí nuevamente el encendedor
y el chisporroteo de la llama me permitió ver dos ojos amarillos clavados
en los míos. Un suave aroma similar al que tienen las hojas quemadas
del otoño después de la lluvia invadió mis sentidos. Lentamente me fui
acercando hasta que mis ojos acostumbrados a la oscuridad, pudieron
adivinar una forma oscura y muy grande, tan alta como yo, que se movía
suavemente pese a su tamaño. Al acercarle mi mano derecha sentí que
algo cálido y húmedo me lamía los dedos y el brazo. Entonces ocurrió
algo inexplicable. Mi cerebro, mi cuerpo y mis venas fueron invadidos
por una sensación inmensamente placentera que me obligó a cerrar los
ojos para disfrutar mejor de ella. Era como si el amor convertido en
fluido pudiera ser introducido en nosotros a través de las venas y arterias
hasta colmarnos. Yo ahora estaba muy cerca de ese cuerpo oscuro, extraño,
que se movía pesadamente y cuyo aroma a hojas me iba impregnando a medida
que me acercaba con los brazos extendidos y los ojos cerrados. Mi casco
se había caído entre los pastos que crecían bajo el puente (nunca pude
encontrarlo) y en ese momento sentí la necesidad de desnudarme completamente.
Con
mis manos pude acariciar dos pezones que coronaban unos pechos redondos
y suaves. Al bajarlas, mis dedos palparon un cuerpo duro y liso hasta
llegar a su vientre. Hoy todavía recuerdo como curiosidad que no tenía
ombligo. Yo mantenía mis ojos cerrados, quizás para mantener el misterio,
mientras mis dedos se afanaban por introducirse en ella. Descubrí un
interior húmedo, hirviente, que me produjo deseos de poseerla. Ella
suavemente me fue recostando en el suelo mientras su lengua caliente
recorría el interior de mi boca y se enroscaba en la mía. Cuando su
cuerpo me cubrió, mis brazos quisieron rodearla pero entonces mis manos
descubrieron que sus costados eran escamosos y duros. En ese momento
abrí los ojos pero solamente pude ver sus pechos muy próximos. Los busqué
con mi boca hasta sentir que un líquido con sabor a miel bañaba mi garganta.
Después me introduje en ella. A medida que me poseía con su cálida vulva,
imágenes bellísimas comenzaron a desfilar por mi cerebro como si fuera
una película filmada en colores desconocidos. Vi cielos con dos soles
y dos lunas, mares rojos con rugientes olas creciendo hasta estallar
en tigres con rayas que se convertían en serpientes amarillas deslizándose
por plantas de color azul y rojo llegando hasta muy alto y que luego
caían al vacío en forma de cataratas de aguas multicolores llevando
en su interior peces fosforescentes.
Por
un momento la vi. Era un ser majestuoso, alado, de larguísimo cuello
y ojos muy tiernos que me observaba en silencio. Con nuestros genitales
unidos, ella estaba sobre mí libándome e inyectándome su fluido amoroso.
Entonces
conocí por primera vez el amor. Y la amé. Hasta que una gran luz estalló
entre nosotros y los dos vibramos durante una eternidad.
Después
ella acercó su rostro al mío y volvió a gemir.
Yo
sentí que una gran tristeza me invadía. Despacio, con mucho cuidado,
ella fue abandonando suavemente mi cuerpo desnudo hasta dejarlo libre
sobre el pasto.
Recuerdo
la sensación de soledad que tuve en ese momento.
Ella,
erguida en toda su estatura, parecía despedirse con la mirada. Después
giró su hermosa cabeza de serpiente hacia la luna y lanzó un grito de
dolor y tristeza.
Unos
minutos más tarde, levantó vuelo y se fue.”
Siempre
que el tipo termina de hablar, tiene una expresión muy triste en sus
ojos azules de vikingo. Enciende un cigarrillo negro, bebe lo que queda
de whisky en la copa y agrega en un susurro: “yo todavía la extraño”.
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