La
iguana seguía impasible. La
observé durante un buen rato en la urna de cristal y parecía enteramente
una figura de plástico. En la tienda tampoco se movió mucho que digamos,
pero al menos, abrió y cerró los ojos un par de veces, incluso, llegó
a enseñarme la lengua. Quizá su falta de ánimo era la consecuencia directa
de mi olvido en servirle su comida. Nunca he sido un experto en bricolage
y la instalación del terrario me llevó más tiempo del que pensaba. Pero
enseguida subsané mi descuido. Le dejé sobre la arena un par de diminutos
saltamontes secos. Esperaba que eso bastase para hacerla salir de su
letargo. Yo tampoco había comido nada desde el almuerzo pero Ester podría
llegar de un momento a otro y no era plan de ponerme a picar algo, así
que decidí sentarme ya en su butaca. No quería perderme ni un ápice
de su reacción cuando se topase con el terrario y con la iguana.
Ella
sin saberlo me había dado la pista al pararnos la semana anterior en
el escaparate de la tienda de animales. Se vuelve chocha por los cachorros
de cualquier especie y como una niña, golpea insistentemente con las
uñas los cristales hasta lograr su atención.
—Mira,
Ester. Qué bicho tan curioso.
Eso
fue todo lo que dije. Lo juro. No dije nada más. Entonces ella apartó
la mirada de la jaula con la camada de conejos blancos y fijó sus ojos
en la urna de cristal. Enseguida volvió su cara hacía mí, completamente
desencajada.
—Pablo,
¿no estarás pensando meter ese bicho tan repugnante en el piso?
La
verdad es que yo no había pensado ni eso ni nada. Pero ella seguía en
sus trece.
—Ni
se te ocurra. Me niego a estar en la misma casa con semejante cosa.
Tú decides: el bicho o yo.
Seguí
mirando a la iguana durante unos segundos y me limité a sonreír. Disimuladamente,
claro. Desde ese día, al volver del trabajo y antes de subir a casa,
me paraba en la tienda de animales para observar a la iguana. Casi siempre
estaba sobre un diminuto tronco reseco. Y no era de extrañar. A pesar
de no abultar mucho, no le quedaba apenas espacio entre tanta piedra
y arena. La urna de cristal no era muy grande. Unos tres palmos de larga,
por dos de alta y otros dos de fondo calculé a través del cristal del
escaparate. En ese momento pensé que corriendo un poco la butaca de
Ester, podría encajar perfectamente en el salón. Lo compré todo: terrario,
mesa metálica a juego, un tarro de comida, otro de complemento vitamínico
y libros. Tres libros de las costumbres de las iguanas arborícolas en
un hábitat artificial.
El
olor a chorizo y a calamares fritos que provenía del bar de enfrente
me activó los jugos gástricos y mis tripas comenzaron a sonar como una
estridente banda de barrio. La iguana parecía haber disfrutado de mejor
suerte que yo porque los dos saltamontes secos habían desaparecido.
Aún así seguía impasible. Oí entonces cerrarse la puerta de la calle
y el saludo de todos los días de Ester desde el vestíbulo.
—¿Dónde
estás, cariño?
—En
el salón. Te tengo una sorpresa.
Comencé
a golpear el cristal con la palma de la mano intentando que la iguana
le diera la bienvenida. Y vaya si se la dio. La iguana levantó los párpados
y miró fijamente a Ester como si quisiera hipnotizarla. Le enseñó también
la lengua, por lo menos, cuatro o cinco veces seguidas. Ester comenzó
a gritar y a moverse de izquierda a derecha y luego de derecha a izquierda
por todo el salón.
—Quita
ese bicho de mi vista, cabrón de mierda.
—No.Mi
“no” fue tan rotundo, que yo mismo me asombré tanto como ella.
—No
sé qué pretendes. Sabes de sobra que no pienso vivir con ese bicho bajo
el mismo techo.
Se
dio la media vuelta y cogió su bolso dirigiendo sus pasos hacia la calle.
De pronto, sin saber muy bien por qué, me levanté del sillón y sin pensarlo
dos veces, alcé la tapa de cristal. Cogí a la dichosa iguana y salí
con ella al pasillo sin dejar de zarandearla.
—Ester,
mira. La voy a tirar por el váter.
Se
paró en seco en el vestíbulo sin decir nada.
—Quédate
ahí. No te muevas.
Entré en el baño y encendí la luz. La tapa del váter estaba levantada.
Afortunadamente, Ester, no la había visto. Solté al dichoso bicho por
la taza tirando de la cisterna a toda prisa. Bajé la tapa para que no
tuviera escapatoria y cuando la levanté de nuevo, el bicho ya no estaba.
Entonces respiré aliviado. Ester ya no tendría ningún motivo para irse.
Todo seguiría igual que antes. Pero ella ya estaba a punto de salir
al descansillo.
—Ester,
espera. Te juro que el bicho ya no está.
Se
volvió para decirme algo. Eso era una buena señal.
—Lo
siento, Pablo; pero no pienso pasar el resto de mi vida pendiente de
una taza de váter.
No
dijo nada más. Entró en el ascensor y en unos segundos la vi desaparecer
ante mis ojos. Me quedé impasible. Tan impasible como la iguana. Seguro
que yo también en ese momento parecía enteramente una figura de plástico.
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