La iguana  
Mercedes Blázquez

 

La iguana seguía impasible. La observé durante un buen rato en la urna de cristal y parecía enteramente una figura de plástico. En la tienda tampoco se movió mucho que digamos, pero al menos, abrió y cerró los ojos un par de veces, incluso, llegó a enseñarme la lengua. Quizá su falta de ánimo era la consecuencia directa de mi olvido en servirle su comida. Nunca he sido un experto en bricolage y la instalación del terrario me llevó más tiempo del que pensaba. Pero enseguida subsané mi descuido. Le dejé sobre la arena un par de diminutos saltamontes secos. Esperaba que eso bastase para hacerla salir de su letargo. Yo tampoco había comido nada desde el almuerzo pero Ester podría llegar de un momento a otro y no era plan de ponerme a picar algo, así que decidí sentarme ya en su butaca. No quería perderme ni un ápice de su reacción cuando se topase con el terrario y con la iguana.

Ella sin saberlo me había dado la pista al pararnos la semana anterior en el escaparate de la tienda de animales. Se vuelve chocha por los cachorros de cualquier especie y como una niña, golpea insistentemente con las uñas los cristales hasta lograr su atención.

—Mira, Ester. Qué bicho tan curioso.

Eso fue todo lo que dije. Lo juro. No dije nada más. Entonces ella apartó la mirada de la jaula con la camada de conejos blancos y fijó sus ojos en la urna de cristal. Enseguida volvió su cara hacía mí, completamente desencajada.

—Pablo, ¿no estarás pensando meter ese bicho tan repugnante en el piso?

La verdad es que yo no había pensado ni eso ni nada. Pero ella seguía en sus trece.

—Ni se te ocurra. Me niego a estar en la misma casa con semejante cosa. Tú decides: el bicho o yo.

Seguí mirando a la iguana durante unos segundos y me limité a sonreír. Disimuladamente, claro. Desde ese día, al volver del trabajo y antes de subir a casa, me paraba en la tienda de animales para observar a la iguana. Casi siempre estaba sobre un diminuto tronco reseco. Y no era de extrañar. A pesar de no abultar mucho, no le quedaba apenas espacio entre tanta piedra y arena. La urna de cristal no era muy grande. Unos tres palmos de larga, por dos de alta y otros dos de fondo calculé a través del cristal del escaparate. En ese momento pensé que corriendo un poco la butaca de Ester, podría encajar perfectamente en el salón. Lo compré todo: terrario, mesa metálica a juego, un tarro de comida, otro de complemento vitamínico y libros. Tres libros de las costumbres de las iguanas arborícolas en un hábitat artificial.

El olor a chorizo y a calamares fritos que provenía del bar de enfrente me activó los jugos gástricos y mis tripas comenzaron a sonar como una estridente banda de barrio. La iguana parecía haber disfrutado de mejor suerte que yo porque los dos saltamontes secos habían desaparecido. Aún así seguía impasible. Oí entonces cerrarse la puerta de la calle y el saludo de todos los días de Ester desde el vestíbulo.

—¿Dónde estás, cariño? 

—En el salón. Te tengo una sorpresa.

Comencé a golpear el cristal con la palma de la mano intentando que la iguana le diera la bienvenida. Y vaya si se la dio. La iguana levantó los párpados y miró fijamente a Ester como si quisiera hipnotizarla. Le enseñó también la lengua, por lo menos, cuatro o cinco veces seguidas. Ester comenzó a gritar y a moverse de izquierda a derecha y luego de derecha a izquierda por todo el salón. 

—Quita ese bicho de mi vista, cabrón de mierda. 

—No.Mi “no” fue tan rotundo, que yo mismo me asombré tanto como ella.

—No sé qué pretendes. Sabes de sobra que no pienso vivir con ese bicho bajo el mismo techo.

Se dio la media vuelta y cogió su bolso dirigiendo sus pasos hacia la calle. De pronto, sin saber muy bien por qué, me levanté del sillón y sin pensarlo dos veces, alcé la tapa de cristal. Cogí a la dichosa iguana y salí con ella al pasillo sin dejar de zarandearla.

—Ester, mira. La voy a tirar por el váter.

Se paró en seco en el vestíbulo sin decir nada. 

—Quédate ahí. No te muevas. 

Entré en el baño y encendí la luz. La tapa del váter estaba levantada. Afortunadamente, Ester, no la había visto. Solté al dichoso bicho por la taza tirando de la cisterna a toda prisa. Bajé la tapa para que no tuviera escapatoria y cuando la levanté de nuevo, el bicho ya no estaba. Entonces respiré aliviado. Ester ya no tendría ningún motivo para irse. Todo seguiría igual que antes. Pero ella ya estaba a punto de salir al descansillo. 

—Ester, espera. Te juro que el bicho ya no está.

Se volvió para decirme algo. Eso era una buena señal. 

—Lo siento, Pablo; pero no pienso pasar el resto de mi vida pendiente de una taza de váter.

No dijo nada más. Entró en el ascensor y en unos segundos la vi desaparecer ante mis ojos. Me quedé impasible. Tan impasible como la iguana. Seguro que yo también en ese momento parecía enteramente una figura de plástico. 


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