...y mi día transcurre sin anécdota.
Hace
un mes y veintiocho días
Arturo me dejó. Él quería tener hijos. Hace un mes y veintiocho días,
a eso de las nueve y media de la noche, me di cuenta de que el sonido
de la lavadora al centrifugar es insoportable. Arturo, en su afán de
ahorrar dos pesetas de donde fuera para el día de mañana, quiso que
compráramos la más barata. Y no sé porqué. Tengo entendido que cuando
se tienen hijos el número de coladas por semana se multiplica por tres.
Yo por aquel entonces no podía protestar. Tampoco rechisté cuando contrató
la tarifa nocturna con Iberdrola. Y he de confesar que hasta hace un
mes y veintiocho días no me había percatado de los ruidos y movimientos
convulsivos de la lavadora al centrifugar. Incluso me acerqué hasta
ella y me alegré de que estuviera bien encajonada entre los dos muebles
y la encimera. De no haber sido así, ella solita habría podido salirse
a la terraza.
Y
no sé si por el atronador sonido de la lavadora, o porque por la mañana
me abroché con dificultad el último botón del pantalón, ese día decidí
ponerme un chándal y bajar a correr.
Era
finales de mayo. Por el día había estado lloviendo. Al principio corría
deprisa y trataba de sortear los pequeños charquitos y las numerosas
cacas de perro. Cuando llevaba corriendo un par de minutos comprobé
que olía un poco a primavera y me animé. Comencé a correr más deprisa.
Los árboles y los bancos empezaron a pasar a mi izquierda y derecha
suavemente. Me detuve casi en seco porque en el alcorque de uno de los
árboles alguien había abandonado una lavadora. La observé. Aunque peor
conservada que la mía, pensé que quizás hiciera menos ruido. Seguí corriendo.
Pero me empezaron a escocer los pulmones y me senté en el banco. Casi
al tiempo se sentó a mi izquierda, sin ningún síntoma de cansancio,
un hombre con una cinta en la frente. Le miré horrorizada porque sentado
y con las piernas estiradas alcanzaba a cogerse los talones con las
manos.
—¡Qué
dolor! —me quejé.
—Estiramientos,
ya ves.
Y
echó a correr. Me cayó mal su tono, y era una pena porque tenía un cuerpo
muy bien hecho. Me levanté e intenté correr otro tramo. Me fue imposible
y emprendí extenuada el regreso a casa. Ahora caminaba despacio pero
con el propósito de bajarme todas las noches a correr. Por lo menos
hasta que cambiara de lavadora o me abrochara el botón del pantalón.
Me puse contenta. Hacía tanto que no tenía propósitos... Así que decidí
probar a ver qué se sentía, al cabo de los años, al saltar sobre los
charcos. Me gustaba el chasquido de mis pies sobre el agua. Uno, dos,
cinco, siete charcos. Sin embargo miraba hacia todas partes. No quería
parecer ridícula si alguien me veía. Y en una de esas ojeadas el chasquido
de mis pies, de los dos, se volvió un poco sordo y un tanto espeso.
Empecé a maldecir. Me quedé quieta sin saber qué hacer con mis pies.
El hombre de la cinta en la frente ya había dado la vuelta a la manzana.
Se paró en seco.
—¿Algún
tirón?
Saqué
los pies de aquella masa fétida.
—¡¿Ahora
se llama así a la mierda de los perros?! —le grité.
Él
sonrió. Arqueó las cejas y me pareció muy dulce. Me senté en el suelo
con la lógica precaución de no caer sobre otra de ellas. Me repugnaba
acercar mis manos hasta mis pies. Supongo que con mis talones conseguí
descalzarme. Me levanté digna y arrojé las zapatillas en la papelera
que estaba detrás de él. Se dio la vuelta y buscaba mis ojos. Se hizo
mi cómplice. Comentó oportunamente sobre los perros y sus dueños. Consiguió
calmar mi furia.
—¡Ah,
y mañana bájate las gafas!
Sonreí.
Y miré sus ojos. Quizás no fuera tan chuleta.
La
noche siguiente, aunque la lavadora no estaba en funcionamiento, me
puse unas alpargatas y bajé. Sólo conseguí dar una vuelta a la manzana
y me senté de nuevo en el banco. La lavadora abandonada seguía apoyada
en el árbol. Entre mi camiseta y mi sudadera había camuflado unas gafas
de esas que llevan unos ojos colgados por muelles. Cuando vi que se
acercaba me las coloqué. Nos reímos. La noche del miércoles a eso de
las nueve y media me dolía la espalda. Mucho. Me tomé una aspirina y
me estiré sobre la cama. Y aunque desde que Arturo se marchó nada más
ponía una lavadora a la semana, tuve tentación de encenderla y bajar
a correr. Pero no tenía zapatillas. Miraba las estrellitas fluorescentes
que el año pasado pegué en el techo. Ya no me gustaban. La puta realidad
es que ya no me gustaba nada. Nada en absoluto. Ni siquiera el rastro
de su presencia, que se hacía notar en cada dirección de mis ojos. Todo
era Arturo. Y nada era yo. Por un instante creí verle aparecer en el
dormitorio. Empecé a odiarle. Me gustaba hacerlo. Me liberaba. Y me
hundía. Fui al escobero y cogí la escalera para arrancar una a una todas
esas estrellas.
Cuando
ya había despegado la mitad me di cuenta que esas estrellas eran mías,
no de Arturo. Arrojé la escalera contra el armario. Durante unos minutos
lloré con furia. Quería seguir haciéndolo, pero retiré la escalera del
armario y rebusqué en el zapatero. Encontré, al fondo, unas bambas blancas.
Las que utilizaba en verano para bañarme en la playa. No me gusta que
las algas o las piedras me toquen los pies. A Arturo le hacía mucha
gracia.
Bajé
a correr. Quería ver de nuevo al hombre de la cinta en el pelo. Apareció
al doblar la esquina. Lo miré. De arriba abajo. Tenía las piernas realmente
bonitas.
—Creía
que a estas horas ya no ibas a bajar. ¿Qué tal?
—No
voy a contestarte. Ni yo misma lo sé.
Levantó
su mano hasta mi barbilla.
—Enfadada,
triste, sola... —juzgó.
Su
mano en mi cara era cálida.
—Tus
zapatillas no son las adecuadas para correr.
—No
tengo otras.
—Quizás
yo pueda ayudarte. ¿Me dejas?
Me
cogió de la mano y decidido me llevó caminando lentamente hasta tres
manzanas más allá. Su mano en mi mano también era cálida.
Tenía
una tienda de deportes. Subió la reja y me invitó a escoger el modelo
de zapatilla que más me gustara.
—Gracias.
Le
di un beso. Él me lo devolvió en los labios. Tomó mi cara entre sus
manos y volvió a besarme. Abrí la boca levemente. Él también. Podía
escuchar mi corazón palpitándome en las sienes. Su aliento con el mío,
sin mezclarse. Sus labios suavemente acoplados a los míos. Nos besábamos
y nos besábamos.
—Yo
ahora no tomo pastillas y no quiero...
—Schssss...
Eso lo podemos solucionar.
Me
mostró un preservativo.
Sus
manos en mi pecho también eran cálidas. Hicimos el amor durante horas.
Allí mismo, entre las sudaderas y las botas de fútbol.
Hoy
hace un mes y veintiocho días empecé a correr. Son las nueve y media
de la mañana. Me he hecho un test de embarazo. Aún no he entrado al
baño para ver el resultado. He puesto una lavadora. El hombre de la
cinta en la frente que conocí hace un mes y veintiocho días se llama
Ramón.
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