—¿Qué
más da? ¿De qué me
preocupo? Si aquí protesta todo el mundo. Menos yo. O, como decía Emilio,
se hace todo lo que yo obedezco. Hasta la noche del fin del mundo, estoy
dispuesta a obedecer el mandato de autodestrucción —dije a Berta que
hacía la limpieza mientras yo terminaba de estirarme el pelo con el
secador.
“Pobre
Chamalú, tiene más micrófonos que los políticos”, pensé, y recordé el
día en que los periódicos publicaron, un mes antes, su anuncio del fin
del mundo. En uno de sus trances con el Oráculo de los Animales descubrió
que los delfines no volverían a salir a la superficie para respirar,
que las lechuzas dormirían día y noche, y que las tortugas quedarían
atrapadas en su caparazón.
Su
premonición del fin del mundo fue tan resonante como cuando vaticinó
una lluvia de estrellas en el Mar Muerto. Y sucedió. Chamalú saltó a
la fama y su tranquila choza en el altiplano de Bolivia se convirtió
en lugar de peregrinación.
—¿Berta, recuerdas la lluvia de estrellas? ¿Te gustó? —pregunté a la
morena que se alistaba para emprenderla contra el baño, mientras yo
le daba los últimos toques a mi flequillo con algo de laca frente al
espejo.
No
me respondió. Continuó con la labor de poner todo en su lugar. A mí
me gustó la lluvia de estrellas. Aunque no pude hacerlas rebotar en
mis manos como globitos de carnaval. Estaba condenada a endosar mi vida
al trabajo, sin otra alternativa.
Pero
esa había sido mi decisión. Luego de despedir a Emilio, una noche tan
larga como su recuerdo. Y tal vez más larga que la de hoy. Cuando sólo
tendría que alistar todo para irme a su encuentro.
Chamalú
había advertido de que la última noche del fin del mundo, como la titularon
los periódicos, sería el paso hacia otro estado del ser, hacia otra
forma de energía. Y según él, la mejor forma sería nuestra propia decisión.
“¿Estaré
muerta al amanecer? ¿Lo sabrá alguien? ¿Y luego, mientras mi cuerpo
se degrada, hacia dónde escapará mi último aliento? ¿Estará Emilio esperándome?”
Eran muchas preguntas para un día tan corto y una noche tan larga.
—¿Berta, recuerdas un libro de tapa blanca y azul que tenía en mi mesilla
de noche junto a otros de cuentos?
—Los puse todos en la biblioteca. Se cansaron de esperarla. Y yo me
cansé de limpiarles el polvo
—¿Dónde están?
—Pues, los de cuentos los guardé en su caja de recuerdos en la estantería
baja. Y creo que ese que quiere está con los libros de cocina, y los
de recetas para el microondas. Es que no entendía de qué era.
—Sí, Berta, ya lo encontré. No entendiste porque está en inglés.
Tomé
el libro entre mis manos confiada en que al abrirlo al azar encontraría
la fórmula más rápida para cumplir el designio de Chamalú.
Allí
estaba yo, tendida en el sofá, el último día de la última noche del
fin del mundo con un manual para suicidarme cuando Berta me dijo:
—¿Señora, desea que le sirva algo de comer? Es que está muy acabada.
Le preparé su ensalada César y los tallarines con la receta de don Emilio.
Coma un poquito, mire que hasta Jesús tuvo su última cena.
Al mirarla me esquivó con la reverencia de siempre y le respondí:
—Pero a él le acompañaron un par de ladrones que seguro no habrían comido
en días.
Volví
al libro y mis ojos se encontraron ante la página 100, señalada por
Emilio con un doblez en la esquina superior. A él le aliviaba pensar
que juntos tomaríamos la decisión porque no quería morir sin mí. Y allí
en ese capítulo de Final Exit, releí la historia de quienes deciden
morir junto a su pareja. Pero Emilio se me adelantó y se llevó con él
mi deseo de acompañarlo.
Ahora
sería mi turno, por orden de Chamalú. Salté entonces al índice, y de
allí a la página 152, al capítulo con las fórmulas del libro Déjenme
morir antes de que despierte. No encontré nada que me sirviera. Necesitaría
conseguir los barbitúricos y el sodio intravenoso con alguna receta
médica.
Recordé
que en el cuarto del servicio debía de estar guardado un veneno que
alguna vez compramos Emilio y yo para exterminar los roedores de nuestra
casa de campo. No tardé en encontrar la lata oxidada con una etiqueta
roída que aún dejaba ver una calavera. La destapé y me dirigí a la cocina.
Esparcí
todo el contenido del polvo blanco sobre la ensalada y los tallarines,
revolví un poco y regresé al salón.
Busqué
a Berta en el estudio de Emilio donde sacudía el polvo de los libros.
Los venerados libros de Emilio. Le entregué el manual del suicidio para
que lo acomodara entre los otros y le pedí que comiéramos juntas. No
tardó en llegar con la bandeja servida para posarla en la mesa de centro.
—Siéntate conmigo. Quiero que comamos juntas —le ordené a Berta.
Se
acomodó el delantal con recato y me dijo con voz serena:
—¿Qué más da comer, aunque sea antes de morir otro poco?
Catarsis
1
Sudo
frío. Me estremezco
con la sensación que recorre desde abajo mi espina dorsal hasta detonar
en mi cerebro ese placer que, como siempre, no puede estar en otro lugar.
En mi esfínter, ahora relajado.
Catarsis
2
Esta
cosa está viva. Quiere
más de lo yo le puedo dar. Quiere más de lo que puede tener.
Pero
hoy estoy dispuesto a todo, a clavársela a la primera que pueda izar
como una bandera. Le anunciaré el poder de esta verga inmaculada y ganosa,
que me pervierte y me corrompe.
Me
recuerda que estoy harto de que otros me la metan.
Cucarachas
¿A
qué juego hoy? ¡Ah,
sí! A torturarme un día más con mis pensamientos. ¿Y ahora qué? ¿Tengo
que ponerles nombre a las cucarachas de mi cabeza? Pero si ya me son
tan familiares que puedo reconocerlas cuando hurgan entre mis miedos.
Un
nido de cucarachas alborotado es el mejor presagio de terremoto, decía
mi madre.
Disfraz
En
medio de la habitación
contempló su soledad, la acarició en la mejilla y le dijo adiós. No
volteó a mirar. La dejó irse, recorrer el pasillo y cerrar la puerta.
Secó
una lágrima que se escurría desde su nostalgia adolescente, miró los
objetos a su alrededor y volvió al dictado de sus pensamientos que le
repetían: “¿Me piden que escriba en tercera persona? ¿Y que además observe
y proclame este nuevo mundo sin calificar, sin adjetivar, sin asombrarme,
sin sorprenderme, sin extasiarme?”
Apoyó
la cabeza en sus dos manos y sentado frente a su portátil gritó a las
paredes:
—¿Y luego, qué? ¿También querrán que deje de respirar?
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