Para
Pati
A
Laura Laudes la guerra civil
de su país la obligó a vivir en el norte, concretamente en Berlín. Para
ella, Berlín era una ciudad donde siempre hacía frío, donde los días
apenas le dejaban ver el sol. Tenía un apartamento que ocupaba la planta
del ático en un edificio de la parte antigua. Se hizo construir un invernadero,
justo en el centro de la casa, un microclima donde refugiarse. Era un
recinto circular, cubierto con una altísima cúpula de cristal y acero
que atraía la luz durante las pocas horas de sol. Allí se sentía a cubierto
de los temporales de nieve que cubrían los tejados y veía lejos las
gruesas capas de hielo que adornaban los cristales.
Los
idiomas aprendidos de niña le fueron de gran utilidad. Trabajaba con
constancia y terminó siendo una reconocida traductora de autores contemporáneos.
Era
una mujer activa, algo solitaria, que para no echar tanto de menos su
tierra cultivaba orquídeas y helechos oriundos de su país. Laura Laudes
había decidido traducir sólo del inglés el día que la llamaron de la
editorial para que conociera a R.C. El autor norteamericano durante
esos días pasaba unas vacaciones por Europa.
Cuando
él se presentó ella observó que le temblaban las manos mientras se sujetaba
a un cigarrillo tras otro. Ese mismo día hacía exactamente diez años
que R.C. había dejado de beber. Si le hubieran preguntado, ella habría
dicho que intentar que se entendieran era inútil, que jamás traduciría
a un autor tan sucinto, tan prosaico. Sin embargo, la afectuosa acogida
de R.C. cambió su actitud.
Al
día siguiente, R.C. antes de marcharse a París manifestó públicamente
que estaba seguro de que con Laura su obra estaría en buenas manos.
A
su vez, Laura llamó a la editorial. “Ha sido una buena idea conocerlo”,
dijo. Esta vez Laura Laudes primero aceptó la traducción y después se
dispuso a leer tres veces los relatos de R.C. Tomó infinidad de apuntes
y subrayó párrafos a los que llamó claves o de excepción. Después estuvo
tres meses traduciéndolos. Mientras traducía, se asombraba de la capacidad
de R.C. para conseguir que la vulgaridad de lo cotidiano se convirtiera
en un escenario donde hombres y mujeres se sentían amenazados. Hijos
que morían, parejas descompuestas, gente decepcionada... Reflexionó
sobre la falta de interés que ella tenía por vivir nuevas situaciones;
quizás no quería sentirse amenazada. Se alegró de haber conocido a R.C.
En el invernadero Laura había logrado reproducir su entorno natural,
pero aún así traduciendo a R.C. pasó frío. Esta vez convivía con la
crudeza. A ratos se detenía a pensar en la exquisita sensibilidad de
R.C. para observar la vida, para hacer de la miseria, poesía. Leyendo
a R.C. conseguía colocarse en el abismo de la condición humana y controlar
el vértigo. Leyéndolo sentía escalofríos. Cuando dio por terminada la
traducción estaba inquieta, fijó la vista en la cúpula del invernadero.
Arriba se veía un cielo blanco casi metálico, cortado por curvas de
acero. Apenas se podían distinguir las nubes. Las palomas parecían querer
estrellarse contra los cristales. Oyó otros ruidos. Ruidos de portazos
secos. Alguien tocaba el piano. El viento se batía contra la cúpula
y ese ruido la inquietó aún más. Unos insectos microscópicos revoloteaban
sobre la tierra de los helechos. En realidad, todo era diferente ese
día en el invernadero. Apagó el ordenador, cerró el cuaderno y guardo
los folios en la mochila, se levantó de la mesa y se detuvo a observar
las orquídeas. Una vez fuera del invernadero rozó sus labios con los
dedos y las besó a través del cristal. Había estado tres meses encerrada
traduciendo los relatos de R.C. Decidió ir andando a la editorial.
Fue
hasta la avenida ancha, cruzó por el paso de peatones y se dirigió al
metro. Siguió andando hasta la próxima estación. Había pasado mucho
frío desde que tuvo que abandonar su país. Empezaba a dudar de su valor
para seguir sobrellevándolo. Caminó deprisa con las manos metidas en
los bolsillos del abrigo, en uno de los bolsillos guardaba el billete
del metro, en otro el teléfono móvil. Decidió sentarse un rato en un
banco de la calle. Llamó a la editorial. Pidió que la disculparan. Ese
día no iría a entregar la traducción de R.C. “Creo que estoy algo resfriada”,
dijo.
Y
entonces sentada en el banco con el viento helado acariciando su cara,
pensó en cómo sería su vida allá en el sur. Pero no era capaz de imaginarse
en su clima, ni con su música, ni entre su gente. Ya no conseguía imaginarse
sin frío. Y luego recordó a R.C., tal y como lo había visto a través
de sus relatos, perdido, rebelde, sorprendido, siempre amenazado. “Yo
también me siento así”, se dijo en silencio. Sintió un escalofrío. Y
con él, el presentimiento de que su vida iba a cambiar. Repasó todos
los finales de sus historias de amor. Entonces se sintió entumecer de
frío y decidió ir a tomarse una copa. Vio un luminoso al otro lado de
la calle. Siguió caminando atraída por el sonido de una guitarra. Entró
en el local, se sentó en la barra, pidió un ron. La gente aplaudía y
jaleaba al guitarrista para que siguiera tocando. Un hombre de rostro
anguloso que en ese momento hablaba entre las mesas fue instado a subir
a un pequeño escenario. Muchos de los que estaban en el pub hablaban
español. Mientras se tomaba el ron, sacó la agenda del bolso y empezó
a escribir. El vecino de barra se acercó a Laura, la miraba el escote
mientras hablaba. Ella llamó al camarero le pidió otro ron. El vecino
de barra continuaba con los ojos en el escote.
El
camarero trajo el ron, alzó los ojos y cruzó la mirada con Laura. Supo
que estaba incomoda.
—¿Vive aquí en la ciudad? —le preguntó a Laura
—Sí, vivo aquí —le contestó ella. Mientras, el vecino de barra se acercaba
hasta terminar repantigándose sobre ella y apoyando el brazo derecho
en su hombro.
Laura
intentó no ser demasiado brusca al empujarlo hacía otro lado. En ese
momento el camarero dijo: “¿Eh, Rey?” Y salió fuera de la barra. Caminó
deprisa deslizando su mano por el mostrador hasta que llegó donde estaban
ellos.
Oyó
que el camarero le hablaba con familiaridad al vecino de barra.—Va,
Rey, ¿qué haces? Ven conmigo.
Se
fueron a un rincón del bar. Laura vio sus cabezas juntas, las palabras
al oído, la mano del camarero que recorría la espalda del vecino de
barra… De pronto se besaron. Laura se quedó sorprendida. Y continuó
tomando notas.
El
de la guitarra seguía tocando. Algunos cantaban. Los de la mesa de al
lado la invitaron a sentarse. Terminó con ellos su segunda copa de ron.
El hombre de rostro anguloso bailaba, e invitaba a la gente a unirse
a él. Laura salió a bailar. El hombre de rostro anguloso era muy hábil
bailando. Dio un giro, alguien tropezó con él y cayó al suelo. Laura
lo ayudó a levantarse. En un descanso del guitarrista, Laura y el hombre
de rostro anguloso estuvieron hablando de sus respectivas tierras. Tenían
un acento parecido. Tenían un acento más del sur.
Al
cabo de unas horas, Laura salió del bar y fue andando hasta su casa.
No sintió el frío, ni los grados bajo cero de la madrugada en Berlín.
Cuando entró su casa encendió la luz del invernadero y contempló las
orquídeas a través del cristal. Le pareció verlas por primera vez. Siguió
hasta su habitación, se sentó en la cama y recostó la cabeza en los
almohadones. Sacó la agenda del bolso, escribió un par de hojas y después
la cerró. Iba a escribir sus propios relatos. Y no por los cambios que
veía cosquillear dentro de ella, ni por lo que había ocurrido esa noche,
sino por todas las cosas que ocurrirían cualquier día, en cualquier
momento.
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