Culto a la heroína 
Victoria Carmena 

 

Las primeras campanadas de San Jenaro y el crujir de sus propios huesos despiertan a Rufino.

Su primera mirada es para la estatua. Se levanta del banco donde ha dormido y enciende un cigarro mientras se acerca despacio, mirando fijamente la cabeza metálica. Le sonríe y murmura una letanía de piropos hasta que la tiene tan cerca que extiende la mano para acariciarla. Reniega de las palomas que han vuelto a ensuciarle la suavidad de los hombros y el ángulo de la nariz. Reniega del vándalo que le ha derramado encima un líquido pegajoso y ha pintado con spray, en el pedestal, una sola palabra: PUTA. Maldice a quien ha machacado, hasta convertirla en un trozo de metal estúpidamente abollado, la placa donde antes se leía: “A Clara Lerma, que regaló sus poemas a la vida. Ayuntamiento de Burgos, 1923”.

Todos los que pasan habitualmente por San Jenaro, en la zona del parque Castañar, están acostumbrados a Rufino. Pero, a pesar de todo, muchos de los que pasan hacia San Jenaro se detienen cuando Rufino canta y recita, parecen contagiarse de la pasión que pone en ello y hasta un poco envidiosos de la valentía con que pregona su amor, mire quien mire. Le llaman “el poeta del parque”. Muchas noches duerme aquí para despertar y verla antes que nadie, y decirle “buenos días, querida, qué tal has dormido, no te habrán molestado los mosquitos...”. Y en vano esperar un gesto, sonrisa o parpadeo, que le haga saberse correspondido.

Hoy las campanas tocan con más frecuencia porque es el día de la patrona, la virgen del Castañar. Son las nueve de la mañana cuando llega el jardinero y encuentra a Rufino lavándose en la fuente. Los viejos músculos se van desentumeciendo a pleno salpicón. Sin apartar la vista del pedestal se frota el pecho desnudo, moreno y delgado, recompone el peinado. Anoche hacía calor y decidió quedarse al raso para dormir muy cerca de ella y protegerla; sin embargo no ha podido evitar el insulto que un salvaje ha escrito a los pies de su amada: “PUTA”.

Rufino engancha los pies en las sandalias de cuero y sacude el pantalón excesivo, rebelde al cordel de nailon que frunce la cintura, y mira distraído a la gente que pasa hacia la iglesia. Después de acoplarse el pantalón, moja la camiseta en la fuente y se acerca de nuevo al rostro de bronce y lo limpia con mucho cuidado. Le repasa levemente los pómulos cetrinos, baja con delicadeza hasta el cuello, mimando cada movimiento, en un susurro, al borde del sollozo. “Mi amor, esos salvajes no te van a dañar más, ya me encargo yo”.

Sus últimas palabras se disuelven entre los redobles de campanas. Ha terminado la misa en la iglesia y los feligreses se van marchando bajo la mirada de su párroco que les despide con una sonrisa. Las mujeres se entretienen, miran a Rufino y cuchichean que ayer, una vez más, se quitó los pantalones a la hora de los niños. “Un escándalo, por su bien lo deberían internar, pero la verdad es que no se mete con nadie y qué se le va a hacer, cualquier día se muere de una borrachera”.

Rufino no está atento a las miradas, ignora los comentarios, emprende un paseo. Anda deprisa. Rodea la iglesia, camina pegado a la valla del parque y regresa con un ramo de dalias, blancas, amarillas, granates. Dispone las flores en círculo al pie de la estatua de Clara. Prepara con esmero la ofrenda, le tiembla la voz en las primeras notas pero se afirma enseguida un himno repetido, surgiendo del éxtasis, indiferente a las miradas, a los balonazos, despreocupado. Con ceremonia eleva los brazos al cielo, se palpa el corazón, intenta provocar una respuesta de aquella que lo contempla desde su elevación. “Escúchame, querida, he cortado para ti las flores más frescas, todo es poco para ti, la bendición de mi vida...” Y le parece oír el asentimiento de la estatua, adivina brillo riente en los ojos muertos, cree en la sonrisa mentida y la ama más porque siente que ella también lo ama y no le pide nada. “Tú lo mereces todo, mi reina..., tu belleza me da la vida, por ti hago mis versos, lo demás me importa poco...” El ritual incluye el vino. Un brindis de fidelidad y deseo, consagración y promesa; la renuncia al resto del mundo cualquiera que sea su seducción, porque allí, con ella, se siente dueño de todos los mundos posibles e imposibles.

De pronto vuelve a mirar el garabato burdo que una mano, amparada en la noche, ha pintado en el mármol blanco: “PUTA”. Cuando lo lee la impotencia se le agolpa en la cabeza y los dedos aprietan una garganta imaginada, la garganta del hijo de perra que escribió la mentira. El vino, ahora profano, refresca y ayuda, rebaja la rabia, el ansia de venganza. Pero insiste un malestar extenso, inconcreto, que le va ganando terreno, atenazándolo hasta hacerle sentir el amor como algo secundario, mucho más débil que la necesidad de acallar la calumnia de la palabra escrita.

Absorto, su mirada va del pedestal al rostro de Clara, no se da cuenta del corro que se ha ido formando cerca de él casi a su alrededor. Varios muchachos charlan mientras sus perros corren o juegan. Uno de los chicos se dirige a Rufino riendo a voces. “¡Eh, viejo, está dura de pelar la chavala, plántala y búscate otra que te dé más conversación!” Todos los del corro ríen a carcajadas. Pero a Rufino le trae sin cuidado lo que le digan, parece no oír. Sin dejar de mirarla se sienta en el banco y toma un poco más de vino. Baja la mirada hasta el pedestal desde donde el insulto no para de atormentarlo y de revolverle las tripas: “PUTA”. No le importa que la gente piense que está loco, él sabe muy bien hasta dónde puede llegar, no deja de maquinar algún plan para agarrar a los autores de la fechoría y darles un escarmiento.

Mientras Rufino está sentado, pensando, las puertas de la iglesia se abren de par en par y se oye un canto. Los niños y las mujeres cantando. La gente se arremolina para verlos. Sacan a la virgen en procesión.

De pronto, uno de los perros, el más grande, se acerca al pedestal y levanta la pata. Rufino reacciona rápidamente. Recoge piedras con las dos manos al tiempo que grita para tratar de espantarlo. Pero es tarde, el animal lo ha marcado todo de chorreones, y antes de que pueda plantar la pata en el suelo un pedrusco lo golpea en un ojo, luego, otro el lomo. Los chavales, en alerta, se lanzan sobre Rufino que sigue tirando piedras y gritando. “¡Maldito perro, lárgate, no ensucies su casa! ¡No ensucies a mi reina, maldito perro! ¡Malditos tú y tu amo!” Una fuerza sin freno parece asistirle y, en movimiento simultáneo, sin que nadie lo pueda sujetar, se agacha, recoge y lanza sin dejar de gritar. Cesan los cantos. El cortejo se interrumpe y todos, incluso los niños, asisten con mirada estúpida, incapaces de reaccionar ante la rapidez del suceso. Cuando una de las piedras alcanza a un muchacho y lo tumba en el suelo, Rufino se abalanza sobre él, lo zarandea por los hombros golpeándolo contra la tierra. “¡Di que es mentira, di que ella es una santa y no eso que habéis escrito, cobardes!”. Y en medio del silencio sólo se oye el grito desesperado de Rufino y los golpes sordos de una cabeza que ya no se resiste.

Dos hombres, con la ayuda del jardinero, consiguen acercársele por detrás y entre los tres apenas logran sujetarlo. Más rebelde por momentos, el asedio sólo consigue revestirlo de una energía inexplicable. La sangre que le mancha las manos no le afecta, no recuerda por qué ocurre todo esto, sólo golpea, golpea...Después, mientras la policía lo arrastra al coche, ya esposado, vuelve la cara hacia ella y le regala una última mirada. “Cualquier cosa por ti, cualquier cosa, mi reina...” La despedida, tras los cristales, son unos ojos muy abiertos sobre la boca convulsa, muda después del portazo.

Poco a poco vuelve el movimiento. Los porteadores de la virgen se disponen bajo el paso cuando el cura les interrumpe. “Antes de continuar, hermanos, elevemos a la Santísima Virgen una oración por el herido, y también por ese pobre loco que hablaba con la estatua, oremos...”Debajo de su dosel azul, rodeada de velas y flores, la imagen de la Virgen parece acoger las plegarias de los fieles. Ellos jurarían que les sonríe.


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