La santa dolencia / levantarse sin dolor
Conrado Carretero Herráez


Aún no habían salido
todos los parroquianos de misa cuando la beata entró en la sacristía con el cepillo; una sacristía con olor a monja y a crucifijo. Alguien había sido más generoso de lo normal. Se fijó en el billete de cinco pesetas.
—Coño, menudo calor. A ver si conseguimos arreglar la calefacción, que estas misas de doce me matan. En la homilía casi me derrito. ¿Cómo ha ido hoy la colecta? —Un hilo de sudor recorría la calva del sacerdote.
—Más o menos como siempre, padre; perras gordas sueltas.
—Me cago en la mar. A ver cómo pagamos este mes la letra de la vidriera. Me veo en el obispado pidiendo limosna.
—No se preocupe, padre. ¿Le ayudo a quitarse el alba? Uy, perdón, qué torpe, ya lo recojo. A ver, ya está.
—El caso es que me pareció ver desde el altar como un billete. Espero que el monaguillo nuevo no tenga la mano demasiado larga. Una vez pillé a un mocoso de estos apurando los culos del vino de consagrar y se ganó un buen par de hostias.
—Por Dios, no diga esas cosas, padre. Además, ya sabe como son los chiquillos; y con esta escasez, el racionamiento...
—Señora, la sangre de Cristo no me la toca nadie, y mucho menos el dinero, que es de Dios. Ya me dirá usted cómo quiere que mantengamos la casa del Padre decentemente, y no como con los rojos, que ya sabe usted como son los rojos, que si no se levanta Franco nos quedamos sin iglesias.
—Dios guarde al Caudillo muchos años, padre. Ahora que lo dice, el domingo pasado, después de misa, vi a ese monaguillo nuevo con un montón de regaliz; invitaba incluso a sus amigos. Vamos, yo no sé si será de buena familia o qué, pero con los tiempos que corren, me pareció demasiado dinero para un mocito así. Que yo no quiero pensar nada, Virgen de la Almudena, pero no vaya a ser que las chucherías las compre el demonio con los dineros de Dios.
—Por el bien de ese mocoso espero que no. De todas formas, cuando venga esta tarde a misa de ocho voy a ponerle bien firme. No, si sólo me faltaba que fuera hijo de republicanos. Malditos ateos.
—Se me hace tarde ya, padre. Si no necesita más de mí, tengo que ir a la cola del arroz. Esta semana tenemos cartilla doble, ¿sabe? Es por mi cuñada, la del pueblo, que ha venido con sus hijos. Que pase un buen día.
—Bien, bien. No se preocupe, ya cierro yo. Si no fuera por este calor...

Al pasar por delante del altar, la beata apretó el bolso contra el pecho sin levantar la vista del suelo.

 

Levantarse sin dolor

La primera vez que Andrea vio una feria, fue a encontrarse con la mirilla de su vida. A sus trece años no era una muchacha especialmente sociable y aquella feria tenía cierto parecido con las ferias de los cuentos, con barracones llenos de malabaristas, animales, señor con un mono en el hombro y una pequeña carpa, refugio de una gitana capaz de leer las manos, la bola de cristal o cualquier artilugio digno de inspirar el terror de los clientes.

El fuerte olor de los caballos que tiraban de los carromatos era apenas distinguible para los chavales del pueblo, acostumbrados como estaban a jugar entre el estiércol que llenaba los callejones y los corrales. Andrea paseaba sus ojos solitarios sobre el despliegue de colores que transformaban las paredes grises y los restos de la guerra en una especie de sueño. Permaneció un instante frente a la tienda de la gitana y sintió arcadas por el olor a incienso que salía de aquel lugar. Sin embargo, la curiosidad venció al asco y pasó al interior de la pequeña carpa, “conozca su futuro por un real”.

La mujer que estaba sentada frente a Andrea parecía recortada del libro que el maestro a veces les enseñaba y que mostraba dibujos de personas de otros países. Andrea no había visto a mucha más gente que la que vivía en el pueblo y aquella extraña figura le parecía irreal.
—Buenos días, señora, yo quería saber si mi abuelita va a estar conmigo muchos años más. 
—La chiquilla apenas podía mirar otra cosa que no fuera la enorme sortija del dedo índice de la bruja y que le pareció la más maravillosa joya que pudiera imaginarse.
—Bueno, no sé. La verdad es que nunca tengo clientes tan jovencitos, aunque es posible que pueda hacer una excepción contigo, niña. 
—Los ojos de la vieja brillaron con una mezcla de satisfacción y negocio, como si hubieran estado buscando algo durante largo tiempo y ahora lo encontraran; mirada de negociante, de banquero, de constructor.
— ¿Tienes dinero para pagar?
—Sí, señora, tengo un real que me ha dado mi abuela para la feria. Se llama Carmen, mi abuela. Vivo con ella, ¿sabe?
—Muy bien, muy bien. Pues veamos que nos dice la magia sobre el futuro de esta niña tan guapa —dijo, al tiempo que sacaba una baraja de cartas de tarot que entregó a la niña—. Mientras preparamos todo lo necesario echa un vistazo a estas cartas tan bonitas, ¿te gustan?, son para ti, te las regalo. Ahora vamos a encender estas velas para que la bola de cristal funcione y nos pueda contar todo lo que queramos.

Concentrada en las extrañas cartas que le habían regalado, Andrea no se dio cuenta que la vieja se había tapado la boca con el pañuelo que llevaba al cuello ni que el vapor somnífero, que emanaba de las hierbas que se estaban quemando, la adormecía sin remedio.

El soldado peludo y gordo que se estaba poniendo la camisa y que le había dejado la boca con sabor a sarro, leche agria y ginebra era el tercer cliente del día. A sus dieciséis años, ningún vestigio de infancia pasada o presente quedaba en los ojos de Andrea: ojos planos, secos, mate, de animal disecado por la carne, de maniquí encerrado en un trastero, de la niña/puta o puta/niña que le habían hecho ser.

Después de limpiarse mecánicamente, como un pintor que se quita los restos de pintura al final del día silbando una copla, Andrea bajó al bar casi vacío donde se encontraba su dueño, la persona que la compró a la vieja adivina tres años atrás. Era bastante tarde y la dejó irse a dormir. Hoy no parecía tener ganas de comprobar que su chica preferida seguía conservando ese encanto de chiquilla por el cual Andrea se había convertido en su mejor posesión, y también la más cara. Era un negocio con mucha competencia y había que arriesgarse. De todos modos, el capitán del cuartelillo era uno de los mejores clientes así que, de momento, no tenía por qué preocuparse. “Vete a dormir, Andreita; mañana tengo preparado un trabajillo especial y quiero que estés fresquita y bien guapa.”De vuelta a su habitación, Andrea se tumbó en el suelo para dormir. Jamás lo hacía en la cama, llena de olores y recuerdos que le hacían saltar las tripas. Sin embargo, un ruido exterior, de gente, de música le impedía conciliar el sueño. Se asomó al pequeño ventanuco y vio las barracas de feria que habían instalado a las afueras del pueblo la tarde anterior. Llevaba varios días encerrada en la inmunda casa en la que vivía y trabajaba y moría todas las noches, no la dejaban salir sola. Quiso salir y respirar el aire fresco de la madrugada. Ayudada por una de las cortinas, consiguió alcanzar la calle sin ser vista.

El batiburrillo de personas y la música le permitieron dejar la mente en blanco durante unos minutos. Algunos dignos padres de familia giraban bruscamente la cabeza al verla pasar cerca de ellos o de sus mujeres. No era necesaria tal precaución pues Andrea era incapaz de distinguir un rostro de otro, todos iguales cuando la miraban con ojos de animal, encima, empujando.

De pronto, una imagen prácticamente olvidada apareció delante de ella. Una pequeña carpa y un cartel: “Conozca su futuro por una peseta”, casi le hacen caer al suelo. Por un momento, sintió cómo toda la ira acumulada durante esos años le forzaba a entrar en aquel lugar y destruirlo. Sin embargo, mantuvo la calma y se retiró. Un poco más tarde, el dueño del puesto de bocadillos denunciaría al municipal el robo de uno de sus cuchillos grandes.

La noche había sido algo más productiva de lo normal. La vieja gitana cerró la tienda y, seguida por un gato escuálido, se dirigió hacia el río en busca de hierbas con las que poder embaucar a esos pobres paletos que querían conocer su futuro a través de un pedazo de cristal con forma de bola. A ella misma le costaba creer que pudiera llevar tantos años viviendo de la ignorancia ajena aunque, bien pensado, eso podía ser más común de lo que parecía. No había andado la mitad del camino que discurría al lado de la tapia del cementerio cuando un fuerte golpe le hizo caer al suelo. Las cuarenta puñaladas que después llegó a contar la Guardia Civil llenaron la cara y el cuerpo de Andrea de sangre oscura y caliente.

Andrea se quedó mirando el rostro inerte, apenas iluminado por la Luna; aunque pronto algo le llamó la atención: era una baraja de cartas de tarot que asomaba por uno de los bolsillos. La cogió y se sentó al pie de uno de los cipreses que velaban el sueño de los muertos. Como si de esa forma consiguiera borrar sus recuerdos, Andrea hizo una pequeña fogata y tiró, una a una, las cartas que escriben las vidas. Por más que lo intentó, le fue imposible llorar.


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