Aún
no habían salido
todos los parroquianos de misa cuando la beata entró en la sacristía
con el cepillo; una sacristía con olor a monja y a crucifijo. Alguien
había sido más generoso de lo normal. Se fijó en el billete de cinco
pesetas.
—Coño, menudo calor. A ver si conseguimos arreglar la calefacción, que
estas misas de doce me matan. En la homilía casi me derrito. ¿Cómo ha
ido hoy la colecta? —Un hilo de sudor recorría la calva del sacerdote.
—Más o menos como siempre, padre; perras gordas sueltas.
—Me cago en la mar. A ver cómo pagamos este mes la letra de la vidriera.
Me veo en el obispado pidiendo limosna.
—No se preocupe, padre. ¿Le ayudo a quitarse el alba? Uy, perdón, qué
torpe, ya lo recojo. A ver, ya está.
—El caso es que me pareció ver desde el altar como un billete. Espero
que el monaguillo nuevo no tenga la mano demasiado larga. Una vez pillé
a un mocoso de estos apurando los culos del vino de consagrar y se ganó
un buen par de hostias.
—Por Dios, no diga esas cosas, padre. Además, ya sabe como son los chiquillos;
y con esta escasez, el racionamiento...
—Señora, la sangre de Cristo no me la toca nadie, y mucho menos el dinero,
que es de Dios. Ya me dirá usted cómo quiere que mantengamos la casa
del Padre decentemente, y no como con los rojos, que ya sabe usted como
son los rojos, que si no se levanta Franco nos quedamos sin iglesias.
—Dios guarde al Caudillo muchos años, padre. Ahora que lo dice, el domingo
pasado, después de misa, vi a ese monaguillo nuevo con un montón de
regaliz; invitaba incluso a sus amigos. Vamos, yo no sé si será de buena
familia o qué, pero con los tiempos que corren, me pareció demasiado
dinero para un mocito así. Que yo no quiero pensar nada, Virgen de la
Almudena, pero no vaya a ser que las chucherías las compre el demonio
con los dineros de Dios.
—Por el bien de ese mocoso espero que no. De todas formas, cuando venga
esta tarde a misa de ocho voy a ponerle bien firme. No, si sólo me faltaba
que fuera hijo de republicanos. Malditos ateos.
—Se me hace tarde ya, padre. Si no necesita más de mí, tengo que ir
a la cola del arroz. Esta semana tenemos cartilla doble, ¿sabe? Es por
mi cuñada, la del pueblo, que ha venido con sus hijos. Que pase un buen
día.
—Bien, bien. No se preocupe, ya cierro yo. Si no fuera por este calor...
Al
pasar por delante del altar, la beata apretó el bolso contra el pecho
sin levantar la vista del suelo.
Levantarse
sin dolor
La
primera vez que Andrea vio
una feria, fue a encontrarse con la mirilla de su vida. A sus trece
años no era una muchacha especialmente sociable y aquella feria tenía
cierto parecido con las ferias de los cuentos, con barracones llenos
de malabaristas, animales, señor con un mono en el hombro y una pequeña
carpa, refugio de una gitana capaz de leer las manos, la bola de cristal
o cualquier artilugio digno de inspirar el terror de los clientes.
El
fuerte olor de los caballos que tiraban de los carromatos era apenas
distinguible para los chavales del pueblo, acostumbrados como estaban
a jugar entre el estiércol que llenaba los callejones y los corrales.
Andrea paseaba sus ojos solitarios sobre el despliegue de colores que
transformaban las paredes grises y los restos de la guerra en una especie
de sueño. Permaneció un instante frente a la tienda de la gitana y sintió
arcadas por el olor a incienso que salía de aquel lugar. Sin embargo,
la curiosidad venció al asco y pasó al interior de la pequeña carpa,
“conozca su futuro por un real”.
La
mujer que estaba sentada frente a Andrea parecía recortada del libro
que el maestro a veces les enseñaba y que mostraba dibujos de personas
de otros países. Andrea no había visto a mucha más gente que la que
vivía en el pueblo y aquella extraña figura le parecía irreal.
—Buenos días, señora, yo quería saber si mi abuelita va a estar conmigo
muchos años más.
—La chiquilla apenas podía mirar otra cosa que no fuera la enorme sortija
del dedo índice de la bruja y que le pareció la más maravillosa joya
que pudiera imaginarse.
—Bueno, no sé. La verdad es que nunca tengo clientes tan jovencitos,
aunque es posible que pueda hacer una excepción contigo, niña.
—Los ojos de la vieja brillaron con una mezcla de satisfacción y negocio,
como si hubieran estado buscando algo durante largo tiempo y ahora lo
encontraran; mirada de negociante, de banquero, de constructor.
— ¿Tienes dinero para pagar?
—Sí, señora, tengo un real que me ha dado mi abuela para la feria. Se
llama Carmen, mi abuela. Vivo con ella, ¿sabe?
—Muy bien, muy bien. Pues veamos que nos dice la magia sobre el futuro
de esta niña tan guapa —dijo, al tiempo que sacaba una baraja de cartas
de tarot que entregó a la niña—. Mientras preparamos todo lo necesario
echa un vistazo a estas cartas tan bonitas, ¿te gustan?, son para ti,
te las regalo. Ahora vamos a encender estas velas para que la bola de
cristal funcione y nos pueda contar todo lo que queramos.
Concentrada
en las extrañas cartas que le habían regalado, Andrea no se dio cuenta
que la vieja se había tapado la boca con el pañuelo que llevaba al cuello
ni que el vapor somnífero, que emanaba de las hierbas que se estaban
quemando, la adormecía sin remedio.
El
soldado peludo y gordo que se estaba poniendo la camisa y que le había
dejado la boca con sabor a sarro, leche agria y ginebra era el tercer
cliente del día. A sus dieciséis años, ningún vestigio de infancia pasada
o presente quedaba en los ojos de Andrea: ojos planos, secos, mate,
de animal disecado por la carne, de maniquí encerrado en un trastero,
de la niña/puta o puta/niña que le habían hecho ser.
Después
de limpiarse mecánicamente, como un pintor que se quita los restos de
pintura al final del día silbando una copla, Andrea bajó al bar casi
vacío donde se encontraba su dueño, la persona que la compró a la vieja
adivina tres años atrás. Era bastante tarde y la dejó irse a dormir.
Hoy no parecía tener ganas de comprobar que su chica preferida seguía
conservando ese encanto de chiquilla por el cual Andrea se había convertido
en su mejor posesión, y también la más cara. Era un negocio con mucha
competencia y había que arriesgarse. De todos modos, el capitán del
cuartelillo era uno de los mejores clientes así que, de momento, no
tenía por qué preocuparse. “Vete a dormir, Andreita; mañana tengo preparado
un trabajillo especial y quiero que estés fresquita y bien guapa.”De
vuelta a su habitación, Andrea se tumbó en el suelo para dormir. Jamás
lo hacía en la cama, llena de olores y recuerdos que le hacían saltar
las tripas. Sin embargo, un ruido exterior, de gente, de música le impedía
conciliar el sueño. Se asomó al pequeño ventanuco y vio las barracas
de feria que habían instalado a las afueras del pueblo la tarde anterior.
Llevaba varios días encerrada en la inmunda casa en la que vivía y trabajaba
y moría todas las noches, no la dejaban salir sola. Quiso salir y respirar
el aire fresco de la madrugada. Ayudada por una de las cortinas, consiguió
alcanzar la calle sin ser vista.
El
batiburrillo de personas y la música le permitieron dejar la mente en
blanco durante unos minutos. Algunos dignos padres de familia giraban
bruscamente la cabeza al verla pasar cerca de ellos o de sus mujeres.
No era necesaria tal precaución pues Andrea era incapaz de distinguir
un rostro de otro, todos iguales cuando la miraban con ojos de animal,
encima, empujando.
De
pronto, una imagen prácticamente olvidada apareció delante de ella.
Una pequeña carpa y un cartel: “Conozca su futuro por una peseta”, casi
le hacen caer al suelo. Por un momento, sintió cómo toda la ira acumulada
durante esos años le forzaba a entrar en aquel lugar y destruirlo. Sin
embargo, mantuvo la calma y se retiró. Un poco más tarde, el dueño del
puesto de bocadillos denunciaría al municipal el robo de uno de sus
cuchillos grandes.
La
noche había sido algo más productiva de lo normal. La vieja gitana cerró
la tienda y, seguida por un gato escuálido, se dirigió hacia el río
en busca de hierbas con las que poder embaucar a esos pobres paletos
que querían conocer su futuro a través de un pedazo de cristal con forma
de bola. A ella misma le costaba creer que pudiera llevar tantos años
viviendo de la ignorancia ajena aunque, bien pensado, eso podía ser
más común de lo que parecía. No había andado la mitad del camino que
discurría al lado de la tapia del cementerio cuando un fuerte golpe
le hizo caer al suelo. Las cuarenta puñaladas que después llegó a contar
la Guardia Civil llenaron la cara y el cuerpo de Andrea de sangre oscura
y caliente.
Andrea
se quedó mirando el rostro inerte, apenas iluminado por la Luna; aunque
pronto algo le llamó la atención: era una baraja de cartas de tarot
que asomaba por uno de los bolsillos. La cogió y se sentó al pie de
uno de los cipreses que velaban el sueño de los muertos. Como si de
esa forma consiguiera borrar sus recuerdos, Andrea hizo una pequeña
fogata y tiró, una a una, las cartas que escriben las vidas. Por más
que lo intentó, le fue imposible llorar.
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