Ellas, la noche y la música
Rafa Cervera

 

Entonces el tipo sale de la discoteca; lleva una borrachera considerable y respira hondo para tomar aire. El local imita una enorme casa ibicenca de paredes blancas y está situado junto a una amplia explanada, separada de la playa por unos doscientos metros. Son cerca de las cuatro de la mañana. Sobre él resplandece una oronda y pálida luna de junio. Se apoya, sin soltar el gin tonic, sobre el capó de uno de los coches allí aparcados. Oye que alguien le llama a voces. Gira la cabeza y nota un ligero mareo por lo brusco del movimiento. 

—Menudo pedo llevo —murmura.

El de las voces es su primo Jaime, también beodo, aunque no tanto como él. Se le acerca con paso tranquilo, dando algún tropiezo. Con una mano en el bolsillo y la otra sosteniendo un vaso, le dice:

—Esta noche metemos, Jaime.

Jaime, que cumplirá en breve los veinticinco, se encoge de hombros y mira a su primo Jaime, que hoy festeja su trigésimo aniversario. Lo cierto es que han quedado para festejar los dos cumpleaños. Ambos llevan horas ahí dentro, en la falsa casa ibicenca, rodeados por docenas de chicas. Han intentado entablar relación con las que más les gustaban, sin éxito alguno. Las que no estaban acompañadas les ignoraban y las que no les ignoraban tenían que irse a saludar a una amiga. Jaime querría decirle a su primo mayor algo así como “más nos vale, porque estamos al límite de la desesperación”. Pero no puede pensar con demasiada claridad. Intenta hablar y la lengua le pesa como un trapo mojado. Al final consigue articular unas palabras.

—Vale, esta noche follamos, pero ¿con quién?

El otro levanta el brazo muy decidido, señala un coche rojo que hay frente a ellos, no muy lejos, apartado de los demás vehículos en la explanada del parking.

—Con esas de ahí —contesta.

Dentro del coche rojo hay tres chicas escuchando música. Los primos se acercan a él y el Jaime menos borracho, el que ha salido después (que, en realidad ha bebido el doble que el otro, sólo que al ser más mayor y más experto, controla mejor la borrachera), golpea suavemente con los nudillos en el parabrisas del coche.

—¿Qué quieres? —pregunta la rubia en el asiento contiguo al del conductor. Después hace bajar un poco el cristal de la ventanilla. Su voz suena natural, como si no hubiera advertido la mirada rijosa del hombre. La música que escuchan es tranquila, relajante.

—Nada, es que os hemos visto tan guapas que le he dicho a mi primo Jaime, vamos a acercarnos a ver a esas chicas, a ver si son tan guapas como parecen de lejos.

—¿Y qué, somos o no somos tan guapas? —pregunta la morena de pelo liso; es la que está sentada al volante, y lía un porro con gran pericia.

—Guapísimas. Sois la hostia de guapas —asevera impresionado el Jaime treintañero—. Las más guapas de la comarca. Me voy a presentar: me llamo Jaime, y este de aquí detrás es Jaime también. Es mi primo. Y hoy es nuestro cumpleaños. Jaime no habla porque se ha tomado un par de copas y está piripi; pero no os preocupéis, porque ha vomitado hace un rato.

—Bueno, pues felicidades. ¿Y a nosotras qué? —interviene la morena con trenzas que está en el asiento trasero.

—Pues nada, que como os hemos visto tan guapas nos hemos preguntado... nos hemos dicho, fíjate qué casualidad, tres chicas tan guapas, solitas, las tres, en un coche. Y claro, como nosotros somos dos, pues está claro, hemos dicho, pues como nosotros somos dos y estamos solos también, aunque seamos primos, nos acercamos, les decimos que si quieren follar y todos contentos. 

Jaime calla y se hace un silencio tenso dentro del coche. Se escucha a una rana que canta en una acequia próxima. Enseguida lo que parecía el punto final del pequeño monólogo se convierte en un simple punto y seguido.

—Ah, y no os preocupéis si entre todos formamos un número impar. Yo puedo follar con dos si es preciso.

—Eso —acierta a decir como puede el Jaime veinteañero, que ha arrimado también su cabeza al hueco de la ventanilla.

—El plan nos parece fantástico —responde la morena de pelo liso. La verdad es que estamos impresionadas. —Esto lo dice risueña, mirando a sus compañeras, primero a la de trenzas y después a la rubia que se encuentra a su lado. Luego se lleva el porro a los labios, se aparta un mechón de la cara y cierra los ojos mientras da una calada profunda. Una pequeña tromba de humo surge enseguida de su boca. Se vuelve hacia su compañera y le pasa el cigarro.

—Entonces, ¿os venís con nosotros? —balbucea repentinamente el Jaime más joven.

—Lo haríamos encantadas. Pero hay un problema —objeta con cierta teatralidad la rubia; su semblante es serio.

—Eso tiene arreglo —le interrumpe el Jaime más viejo—, ya sé lo que me vais a decir. Está bien. Perdonadme si he sido un poco brusco.

—Tienes razón —dice la morena con el pelo liso apoyándose lánguidamente sobre el volante—, quizá si te disculpases como es debido y empezáramos todo esto de cero... Aunque hay otro inconveniente, y éste sí es grave. Porque a mis amigas y a mí, antes que cualquier otra cosa, nos gustan las chicas.—Y dicho esto, mirando fijamente a su interlocutor, deja que asome la punta de la lengua por sus labios semicerrados. Ahora la mirada rijosa está en sus ojos.

—Claro que de vez en cuando —agrega la rubia después de haberle pasado el porro a la amiga del asiento trasero—, para variar nos gusta follar con algún que otro hombre y montarnos un numerito colectivo. Para serte franca era en eso en lo que estábamos pensando cuando os hemos visto ahí, hablando junto a aquel coche, porque la verdad es que no estáis mal. 

—Lástima que el encanto se haya esfumado nada más has abierto la boca —interviene, regodeándose, la morena de pelo liso.

—Lo peor no es eso —asegura la de las trenzas cambiando de posición para bajar la ventanilla y sacudir la ceniza fuera del coche. Lo peor —prosigue— es que ahora os vais a pasar toda la noche pensando en lo que podíamos haber hecho juntos. Vosotros con nosotras. Los cinco.

Y al posar sus ojos en la parte de ella que se deja ver entre los respaldos de los dos asientos delanteros, el Jaime mayor se da cuenta que va desnuda de cintura para abajo y la sombra de su vello púbico le toma desprevenido. En ese instante la muchacha rompe a reír, contagiando la carcajada al resto de sus compañeras, y la risa se funde con el ruido del motor de arranque. Se oye el derrapar de las ruedas sobre la gravilla del parking, y el coche sale disparado en dirección a la carretera. Atrás quedan Jaime y Jaime, solos, mudos. Transcurren unos segundos de silencio que pesan como plomo.

—¿Tú crees que era verdad todo lo que nos han dicho? —pregunta perplejo Jaime al primo mayor.

Éste se encoge de hombros y le da un último trago al poco gin tonic que le queda. Luego, sin violencia, con un gesto limpio y ágil, lanza el vaso vacío en dirección a los hierbajos que crecen junto a la explanada.

—Me han puesto muy caliente, Jaime —sigue el veinteañero, reprimiendo una arcada—. Estoy calentísimo, te lo juro. ¿De verdad crees que se acuestan juntas y se follan entre las tres a algún tío para variar?

—No lo sé —contesta el otro como si nada de lo que acababa de ocurrir tuviera importancia. Y lo cierto es que ya no la tiene. Pasa más de media hora de las cuatro de la mañana. Es el día de su cumpleaños. Y sería capaz de hacer cualquier cosa con tal de follar—. ¿Ves a esas dos tías que salen de la discoteca? —le dice entonces al otro Jaime— Vamos a acercarnos. Éstas no se nos escapan, primo.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Tú haz lo que yo te diga. ¿Quieres follar o no?

Jaime anda ya en dirección a las dos muchachas y ni siquiera se detiene cuando le dice al Jaime más joven:

—No podrán resistirse ante la exótica posibilidad de ligar con una pareja de primos que se acuestan juntos y, de vez en cuando, para variar, follan también con mujeres.

El Jaime más mayor no sabe que sus palabras son en parte proféticas. Porque esa misma mañana, presos de una lujuria incontrolable, borrachos y desesperados al no haber conseguido llevarse a la cama a ninguna chica, los dos primos acaban enculándose.


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