Para
Ana y Miguel
Volví
a verla. Habían pasado dos años.
Se había cortado el pelo y parecía más joven. Aún así, a mí me gustaba
mucho más con su melena lisa.
—¡Hola!
—fue todo lo que se le ocurrió decirme.
—¡Cuánto
tiempo! —conseguí decir yo.
Había
pensado llamarla muchas veces pero siempre me había faltado valor. Más
adelante, cuando creía que tenía valor consideré que ya había pasado
demasiado tiempo y pensé que tal vez ya no siguiera viviendo en el mismo
sitio. Así que dejé pasar los días y comencé a fantasear con un reencuentro.
Durante
esos dos años yo había imaginado cómo sería nuestro encuentro si alguna
vez se producía. No es fácil en una ciudad como Madrid pero yo no perdía
la esperanza. Temía y deseaba ese reencuentro y una y otra vez imaginaba
lo que nos diríamos. Suponía que ambos nos pondríamos nerviosos y que
buscaríamos algo trivial de lo que hablar, y mientras nos observaríamos
el uno al otro. Seguramente uno de los dos diría. “¿Tomamos un café?”.
El otro, el que no hubiera propuesto lo del café seguramente diría.
“Sí. Vale, un cafelito.”
Luego
vendría la difícil tarea de encontrar el sitio adecuado. Aquí no que
es un sitio muy cutre. Aquí tampoco, demasiado íntimo. El de la esquina
demasiado ruidoso. Por fin un bar, impersonal y frío que a ninguno de
los dos nos gustaría pero que ya no sabríamos qué defecto ponerle. Luego
vendría la duda de sentarnos en una mesa o tomarlo de pie en la barra.
Si fuera yo el que tomara la decisión seguramente me sentaría en una
mesa. Si fuera ella, que siempre va con prisas, decidiría quedarse en
la barra.
En
mi imaginación ya estábamos en la mesa.
—Te
encuentro muy bien.
—Yo
también a ti.
—¿A
dónde ibas? Eso lo preguntaría yo para hacerme una idea inmediata de
cuánto tiempo podría durar el cafelito.
Y
ella diría:
—He
quedado a las siete. ¿Qué hora es?
Y yo, mirando al reloj:
—Las
seis y media.
¡Bien!
Media hora para poder hablar un poco de nosotros. Media hora para observar
cómo se retiraba de la cara su melena una y otra vez. Media hora para
que ella tuviera tiempo de encender por lo menos tres cigarrillos y
pedir fuego al vecino de mesa. Ella nunca lleva fuego. Si quisiera que
la media hora fuera fructífera necesitaría meterme en harina inmediatamente.
—¿Aprobaste
la oposición? —preguntaría yo. Y casi sin esperar la respuesta—: ¿Dónde
vives? —Y por fin—: ¿Estás sola o vives con alguien?
En
mi imaginación ella respondería.
—Sí,
aprobé la oposición. Sigo viviendo en el mismo sitio y sí, estoy sola.
He tenido alguna que otra aventura, pero nada serio.
Después de esto un silencio que ella rompería:
—He
estado tentada a llamarte muchas veces, pero nunca me decidía. No sé
si tú sigues solo o no. —Después de decir esto se detendría y con los
ojos fijos en la taza daría un sorbo a su café para continuar diciendo—:
No sabía si te molestaría mi llamada. Bueno, no sé, la verdad es que
no me atrevía.
Yo
no respondería. Le cogería las dos manos. Se las besaría. Seguramente
me pondría a llorar por la emoción y no haría falta que dijera nada
más. Arrimaría mi silla a la suya, retiraría con mi mano la melena de
su cara y le daría un beso muy largo y muy dulce. El bar dejaría de
ser impersonal y frío y ella faltaría a su cita de las siete.
A
veces, cuando soñaba con nuestro reencuentro, era yo el que decía que
tenía prisa, yo el que pedía que tomásemos el café en la barra, yo el
que decía que seguía solo y ella la que me revolvía el pelo con la mano
y me besaba de forma apasionada.
Dos
años imaginando un reencuentro permiten muchas variaciones, pero fueran
como fueran los preámbulos el final era siempre el mismo.
Y
ahora allí estaba ella. Pero esta vez de verdad. Me dolió ver que ya
no había melena para poder retirársela de la cara. La ropa que llevaba
consiguió desasosegarme. Tenía pinta de ropa cara. Tenía pinta de haber
aprobado la oposición o de haber encontrado un buen trabajo. Tenía pinta
de no seguir viviendo en el mismo barrio. Sentí una opresión en el estómago.
Queda la esperanza de que siga sola, pensé. Por lo menos está sola en
este momento. Y cómo vi que ella no proponía lo del cafelito, dije aparentando
naturalidad:
—¿Tomamos
un café?
—Vale
—contestó ella.
Yo
me tranquilicé, porque vi que empezaba a cumplirse paso a paso el ritual
que tantas veces había imaginado.
Hubo
suerte. De un simple vistazo descubrí un bar que reunía todas las condiciones:
No era ni demasiado cutre, ni demasiado íntimo ni demasiado ruidoso.
Quizás algo impersonal.
Hice
ademán de cogerla suavemente por el codo, para llevarla al sitio elegido
y entonces sucedió:
—Espera
un poco —dijo sonriente, y me pareció que un poco nerviosa—. He quedado
aquí con mi marido.
Dijo
eso con los ojos bajos. Creo que no pudo soportar mi mirada y siempre
con la vista baja continuó:
—Intenté
llamarte para contártelo, pero te habías cambiado de dirección. Nos
casamos hace seis meses.
Yo
trataba de encajar el golpe, pero antes de que pudiera reaccionar vi
a un tipo alto y con barba que venía hacia nosotros.
—Dani
—dijo ella. Y le besó ligeramente en los labios—. Me he encontrado con
un viejo amigo. ¿Tomamos un café los tres juntos y charlamos?
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