A
José Ramón Jiménez González,
quien ha hecho posible que mi sueño
se haya convertido en realidad... Escribir.
Le
llamaban el Piramidón.
Era un edificio de 36 plantas, con una particularidad: todo eran oficinas.
Madeleine trabajaba allí. Jordan la veía entrar y salir todos los días
desde su despacho. Su vestir era impecable. Traje chaqueta gris, brillantes
medias tono ocre, zapatos de tacón de aguja. Sus movimientos eran sensualmente
atractivos. Daban ganas de arrastrarse babeando de gusto detrás de sus
pisadas, suplicando una simple mirada o un roce de sus manos.
“Ya
me vuelve a pasar otra vez. No puedo evitarlo. No quiero mirarla, pero
mis pupilas la siguen como si una fuerza poderosa me atrajera hacia
el abismo, y aún así, no podría dejar de mirarla.” Pensó Jordan.
Le
oyó decir que hoy iría con Peter, un estúpido guaperas de la quinta
planta, a cenar al restaurante La olla caliente, a las afueras de la
ciudad. Decidió seguirla.
A
las 20 horas estaba apostado delante del jardín de su casa. Vio como
Peter llegaba en su flamante Audi descapotable de color gris metalizado.
Jordan quedó por un momento impresionado. Madeleine llevaba un vestido
largo, rojo como la sangre, y con un escote en el que se podían apreciar
los pezones puntiagudos, moviéndose voluptuosos como flanes, rozando
la suave seda. “¡Qué ganas tengo de estrujárselos y chupárselos!”, pensó
Jordan. Ella entró en el coche y se marcharon.
Jordan,
aún extasiado por la visión, le seguía a poca distancia. En menos de
media hora se encontraron junto al aparcacoches del restaurante, que
se quedó con sus llaves para retirar los vehículos de en medio del jardín.
Iban casi a la par. Peter y Madeleine delante y Jordan detrás. Entraron
por una enorme puerta hacia el guardarropa. Allí se despojaron de sus
abrigos. Jordan, con la excusa de acercar su abrigo a la chica que estaba
tras el mostrador, acercó su nariz al cuello de Madeleine mientras subía
lentamente hacia el huequecilllo que hay detrás del lóbulo de la oreja.
Eso parecía excitarle. La mente de Jordan empezó a elucubrar “Ese olor
me vuelve loco, quiero oler sus pezones, mordisquearlos hasta que se
pongan tiesos y duros. Los muerdo, los succiono, los lamo, me dan ganas
de mamarlos para siempre. De no apartar mi boca de ellos. Y sin embargo
lo que más me gusta es imaginarme la expresión de su cara jadeante,
sudorosa, removiéndose como una gata. Por la comisura de sus labios
se resbala la baba de su saliva. Me dan ganas de meter la mano bajo
su vestido, arrancarle las bragas y meterle mi enorme polla en su coño,
encajándosela hasta que me corra de gusto. Seguro que está húmedo, chorreante,
caliente... Maldita sea, ¿no puedo pensar en otra cosa que no sea en
ella?”El maître les acompañó hasta el salón comedor. El culo de Madeleine
era tentador, no tan sólo para Jordan, sino para el maître que no dejaba
de mirarle su trasero y sus pechos. Jordan aprovechó la oportunidad
cuando pasó junto a Madeleine. Abrió su mano en dirección a su atrayente
culo y encajó su dedo corazón en la raja del mismo, apretándolo y restregándolo
contra ella. La chica dio un pequeño salto sobresaltada. Su culito respingón
vibró. Sus tetas se movieron como flanes. Le miró, con los ojos muy
abiertos, sorprendida y perpleja. De nuevo la mente de Jordan se puso
en acción. Una nueva imagen venía a atormentarlo. “Esta chica me vuelve
loco, esa expresión de su cara sorprendida me excita. Me bajaría los
pantalones ahora mismo, cogería su cara con ambas manos y llenaría su
boca con mi pedazo de polla. Entrando y saliendo una y otra vez. ¡Qué
gusto! ¡Cómo me lame la muy guarra! El roce de sus dientes me lleva
al límite. Abro mis piernas para sentir cómo succiona mi pene y lame
mis cojones. Su lengua acaricia mi capullo cada vez más deprisa, lo
mordisquea, me absorbe. ¡Basta ya, voy a correrme!”
Se
sentaron cada uno en sus respectivas mesas. Estaban justo enfrente,
uno del otro. A Madeleine no pareció disgustarle el atrevimiento de
Jordan. Incluso le lanzaba miradas penetrantes y sonrisas pícaras. La
cena fue un suplicio fantástico para Jordan. Verla sorber la sopa Vichysoise
y relarmerse sus labios con esa lengua carnosa y jugosa hacía que su
mente entrara en juego, de nuevo.Jordan ya no lo dudó más. Iría a por
todas. La miraba fijamente y la recorría con la mirada, de pies a cabeza.
Le susurraba sin voz, tan sólo con el movimiento de sus labios, que
la follaría allí mismo, encima de la mesa. Que la pondría a cuatro patas
y se la metería hasta dentro, para su propio disfrute. Ella reía, le
gustaba la provocación. Aprovechaba las distracciones de Peter para
devolverle la mirada. Incluso se pasaba la lengua húmeda por sus labios
y los mantenía abiertos y húmedos sabiendo que le estaba volviendo loco
de excitación.“¡Qué guarra! Me está volviendo loco. No voy a aguantar
más”, pensó él. Las gotas de sudor corrían por sus sienes. Su pelvis
no estaba quieta en la silla, daba vaivenes hacia delante y hacia atrás
para satisfacer su gusto por ella. “No puedo más, no puedo más”, jadeó
Jordan. Se levantó precipitadamente dirigiéndose hacia la mesa de Madeleine
y colocándose detrás de ella, metió sus manos a través del escote, agarrando
y estrujando esos senos tan turgentes. Pinzaba con sus dedos pulgar
e índice sus pezones como si quisiera sacar leche de ellos. Peter quedó
extasiado sin poder reaccionar. Madeleine quedó totalmente inmovilizada
y sorprendida. El deseo de Jordan era tal que aplastó su sexo en pleno
poder contra su espalda. Su pene bombeaba compulsivo en contracciones.
Se restregaba cabalgándola sin soltar sus tetas. Hasta que, envuelto
en sudor, de su garganta salió un gruñido animal de satisfacción ya
cumplido.
Con
la cara desencajada por el placer, a Jordan el tiempo parecía no pasar
para él. No se dio cuenta de que todos los clientes del restaurante
dejaron de comer para observarle. Ni que todos los camareros habían
dejado de servir las mesas. Ni que el pianista había dejado de tocar
sus melodías. Ni que el aparcacoches atisbaba detrás de la cortina la
situación. Sólo se dio cuenta cuando estalló en el salón un estrepitoso
ruido que parecían aplausos y vitoreos. Ahora el que tenía la cara de
sorpresa y de perplejidad era él.
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