Tersifón
José Fernández del Vallado

 

Adormilado, Tersifón sacó las piernas de la cama y descalzo puso los pies en el suelo, pero no sintió el suelo sino que sus pies se le cubrieron hasta los mismos tobillos de agua. La incesante racha de lluvias y las goteras abriéndose paso sin tregua habían acabado por anegar el piso. No obstante, una vez recibida la desagradable impresión, Tersifón le restó importancia al asunto; demasiado acostumbrado estaba a tener que vivir alimentándose del infortunio.

Todo había comenzado un día con un débil rumor; prosiguió con una comedida cortina de agua, y se prolongó en un intenso diluvio que arreciaba con violencia y amenazaba con no detenerse nunca.

Navalagamarra se anegaba; y sus vecinos se preguntaban si iba a ser aquello otra vez el Diluvio, y lo que se dice muy descaminados no debían andar, porque ciertamente lo parecía. E incluso el viejo Eleuterio se atrevió a aventurar que aquel era un castigo divino que el Altísimo enviaba por sus reiterados desmanes y actos de vileza; y afirmó con rotundidad, que el Supremo, rodeado por sus huestes de ángeles y demás venerables divinidades, por primera vez en la eternidad contemplaría el panorama disgustado, pero por lo menos conforme con su inflexible dictamen. Tersifón no era sino un vecino más de Navalagamarra. Se trataba de un hombre sencillo, un hombre como quien dice del montón; aunque su verdadera desgracia consistiera en ser hijo de “El Celedonio”, su supuesto progenitor, personaje odiado en el pueblo; y a resultas, el hombre que lo había criado a garrotazos abandonándolo luego a su suerte; a fin de cuentas, la única forma de vida que aquel ser debía haber conocido. Pero los había que todavía llegaban más lejos en sus censuras y aseveraban que “El Celedonio” era hijo del mismísimo Satanás, y por lo tanto Tersifón —sangre de su sangre— no era sino un ser endiablado. Y desde luego Tersifón no había nacido tocado por la gracia de Dios. De complexión raquítica, era como un pámpano retorcido, peludo como un oso y con una nariz puntiaguda, supurante de mocos, que proporcionaba a su rostro el curioso aspecto de un irascible tejón. En cuanto a su madre poco se sabía, excepto que una día había recalado en el pueblo una mujer de vida disipada, y que durante los meses que merodeó por allí se instaló a vivir en una gruta a las afueras; donde por la noche, borracho como una cuba, solamente se aventuraba a ir “El Celedonio”. Y era en algunas de aquellas noches cuando, transportados por el viento, se alcanzaban a oír en el pueblo los berridos de los diablos fornicando. Sin embargo Tersifón, aunque ignorante, era una persona honrada y de temperamento tranquilo. Rechazado por sus vecinos vivía en un chamizo construido con su esfuerzo, cuyas paredes de piedras de granito sin labrar, techo enyesado, asegurado por maderos de castaño, y el tejado recubierto con irregulares láminas de pizarra, le proporcionaban el refugio, si no adecuado, por lo menos indispensable para sobrevivir.

La mañana del cuarto mes de lluvias, para variar, amaneció encapotado. Ese mismo despuntar los gallos, de desorientados como andaban, tampoco cantaron; en cambio, satisfechas con su suerte, sí croaron las ranas de la charca y también el sapo que vivía en un resquicio de la casucha.Pese a tener los pies mojados, Tersifón se calzó las botas, se vistió y sin desayunar más que una manzana revenida, cogió el paraguas, lo desplegó en el dintel de la puerta y salió ligero hacia el campo.

Tersifón era pastor. Su redil al completo lo constituían quince ovejas, tres cabras y “Tordo”, un chuchillo tuerto y con un olfato prodigioso. Abrió la puerta del redil y las ovejas, que a esas alturas más que ovejas recordaban odres rellenos de agua, emprendieron el camino balando con inquietud. Tordo correteaba a su alrededor; y sus patitas se movían a tal velocidad que recordaban las de un nervioso ciempiés. La majada, antes camino seguro, se había vuelto un lodazal donde Tersifón y sus ovejas, resbalando, avanzaban con dificultad.

Llegaron hasta la vieja encina, doblaron a la derecha y el angosto camino se estrechó todavía más; hasta que transcurrido kilómetro y medio se volvió a ensanchar hasta converger en un prado. Naturalmente en ningún instante había dejado de llover, pero de momento la lluvia parecía tomarse un respiro y solo persistía un suave chirimiri que, sin embargo, propiciaba al entorno un aura tenebrosa que hizo que Tersifón, sin saber a ciencia cierta por qué, se subiera el cuello de la camisa y se resguardara la nuca. Las ovejas se pusieron a herbajar y Tersifón, guareciéndose bajo dos colosales rocas, comenzó a recordar las pasadas fiestas del pueblo; con lo que irremisiblemente sus pensamientos desembocaron en Aurelia y en aquel día. Y a la par que recordaba como habían bailado, con los voluptuosos senos de ella friccionándole el pecho, su cálido aliento, su olor perfumado... comenzó a masturbarse por segunda vez, o quizá sólo era la primera; el caso es que aquello le resultó intrascendente puesto que sólo pensaba en Aurelia. Mientras, iba acalorándose, y aumentó su excitación y con ello su placer; y lo que en principio supuso era su propio eco al repercutir en la cavidad, acabó por transformarse en el mismo jadeo de Aurelia. Pero, ¿era Aurelia quien resollaba? Al menos él así la recordaba aquel día: hermosa, pletórica de energía, cuando ambos se habían manoseado en el “prao” de detrás de la feria. Luego... ¿aquello que oía era lo mismo? A partir de esa reflexión, el proceso que él mismo había iniciado con el único fin de eyacular, y que en ese preciso instante estaba a punto de culminar, se interrumpió de golpe o no se interrumpió... El hecho es que apenas sí influyó en su predisposición, puesto que ésta ya era otra bien diferente.

Resoplando como un astado en celo salió de la oquedad y empezó a rodear el abrupto roquedal justo en la dirección de donde procedían las exhalaciones de sofoco. Escaló una pequeña roca inclinó su cabeza hacia abajo y entonces los descubrió. Y aquello no era nada nuevo, sino algo que otras veces y a escondidas ya había tenido ocasión de presenciar. Y además, tan sólo le bastó echar un vistazo para darse cuenta de quienes eran. Atónito, reconoció al hombre y luego también a ella, porque quien estaba debajo era Aurelia, y era apenas una moza; y pese a oírla respirar entrecortadamente, intuyó que aquel sofoco no era de la misma naturaleza que el que solía producirse cuando una unión resultaba satisfactoria. Sin duda había algo que no marchaba como era debido, puesto que ella se debatía o hacía por debatirse braceando con impotencia mientras trataba de desprenderse del hombre que la estaba forzando. Así Tersifón, o quizá su instinto, estableció que aquello no era como otras veces sino peor, tan grave que aunque ni siquiera tuviera una clara noción o sentido de la diferencia entre las palabras o actos de “hacer el bien o el mal”, concluyó que no debía estar bien.

No se le ocurrió nada y tampoco se lo planteó. Simplemente lo hizo. Arrojándose desde el peñasco desde el cual presenciaba el desagradable espectáculo se dejó caer sobre “el carnicero”, y aunque fuera un hombre menudo, su peso más el impulso añadido de la gravedad consumaron el resto. Se oyó un crujido seguido de un ronquido bronco y el cuerpo del hombre dejó de agitarse lascivamente. A continuación se hizo un extraño silencio, hasta que los bracitos morenos de Aurelia empezaron a forcejear. Trataban de abrirse camino, sin éxito, a través del pesado cuerpo del ser que yacía sobre ella. Él la ayudó a salir y ella surgió desnuda, magullada y atemorizada; estremeciéndose ante el aire gélido de la mañana. Ni siquiera lo reconoció. Tampoco recogió la ropa, sucia y dispersa sobre las rocas. Sencillamente huyó como alma que lleva el diablo...Llovía a mares el día en que lo iban a ajusticiar. La plaza, llena hasta la bandera con la gente del pueblo, y el garrote en el centro, le aguardaban. Llovía a mares cuando lo llevaron a la plaza en un carro tirado por un par de acémilas. Antes lo habían martirizado hasta casi arrancarle el alma, pero Tersifón se negó a abrir la boca, ni tan siquiera para contar la verdad. En cuanto a Aurelia ya no podía ayudar, porque después del trance se había quedado trastornada.

Llovía a mares cuando ciñeron el frío y sólido herraje a su garganta. Sólo cuando la presión empezó a hacer mella en él asfixiándole, Tersifón pensó en su padre: Celedonio, “el carnicero” Después la gente se fue retirando y la plaza quedó en silencio. Únicamente estaba el cuerpo inerte de Tersifón; con la mirada vidriosa, fija en el infinito, los labios morados, la boca semi abierta; como si estuviera tiritando de frío, y los pies cubiertos de agua hasta los tobillos. 


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