Adormilado,
Tersifón sacó las piernas de
la cama y descalzo puso los pies en el suelo, pero no sintió el suelo
sino que sus pies se le cubrieron hasta los mismos tobillos de agua.
La incesante racha de lluvias y las goteras abriéndose paso sin tregua
habían acabado por anegar el piso. No obstante, una vez recibida la
desagradable impresión, Tersifón le restó importancia al asunto; demasiado
acostumbrado estaba a tener que vivir alimentándose del infortunio.
Todo
había comenzado un día con un débil rumor; prosiguió con una comedida
cortina de agua, y se prolongó en un intenso diluvio que arreciaba con
violencia y amenazaba con no detenerse nunca.
Navalagamarra
se anegaba; y sus vecinos se preguntaban si iba a ser aquello otra vez
el Diluvio, y lo que se dice muy descaminados no debían andar, porque
ciertamente lo parecía. E incluso el viejo Eleuterio se atrevió a aventurar
que aquel era un castigo divino que el Altísimo enviaba por sus reiterados
desmanes y actos de vileza; y afirmó con rotundidad, que el Supremo,
rodeado por sus huestes de ángeles y demás venerables divinidades, por
primera vez en la eternidad contemplaría el panorama disgustado, pero
por lo menos conforme con su inflexible dictamen. Tersifón no era sino
un vecino más de Navalagamarra. Se trataba de un hombre sencillo, un
hombre como quien dice del montón; aunque su verdadera desgracia consistiera
en ser hijo de “El Celedonio”, su supuesto progenitor, personaje odiado
en el pueblo; y a resultas, el hombre que lo había criado a garrotazos
abandonándolo luego a su suerte; a fin de cuentas, la única forma de
vida que aquel ser debía haber conocido. Pero los había que todavía
llegaban más lejos en sus censuras y aseveraban que “El Celedonio” era
hijo del mismísimo Satanás, y por lo tanto Tersifón —sangre de su sangre—
no era sino un ser endiablado. Y desde luego Tersifón no había nacido
tocado por la gracia de Dios. De complexión raquítica, era como un pámpano
retorcido, peludo como un oso y con una nariz puntiaguda, supurante
de mocos, que proporcionaba a su rostro el curioso aspecto de un irascible
tejón. En cuanto a su madre poco se sabía, excepto que una día había
recalado en el pueblo una mujer de vida disipada, y que durante los
meses que merodeó por allí se instaló a vivir en una gruta a las afueras;
donde por la noche, borracho como una cuba, solamente se aventuraba
a ir “El Celedonio”. Y era en algunas de aquellas noches cuando, transportados
por el viento, se alcanzaban a oír en el pueblo los berridos de los
diablos fornicando. Sin embargo Tersifón, aunque ignorante, era una
persona honrada y de temperamento tranquilo. Rechazado por sus vecinos
vivía en un chamizo construido con su esfuerzo, cuyas paredes de piedras
de granito sin labrar, techo enyesado, asegurado por maderos de castaño,
y el tejado recubierto con irregulares láminas de pizarra, le proporcionaban
el refugio, si no adecuado, por lo menos indispensable para sobrevivir.
La
mañana del cuarto mes de lluvias, para variar, amaneció encapotado.
Ese mismo despuntar los gallos, de desorientados como andaban, tampoco
cantaron; en cambio, satisfechas con su suerte, sí croaron las ranas
de la charca y también el sapo que vivía en un resquicio de la casucha.Pese
a tener los pies mojados, Tersifón se calzó las botas, se vistió y sin
desayunar más que una manzana revenida, cogió el paraguas, lo desplegó
en el dintel de la puerta y salió ligero hacia el campo.
Tersifón
era pastor. Su redil al completo lo constituían quince ovejas, tres
cabras y “Tordo”, un chuchillo tuerto y con un olfato prodigioso. Abrió
la puerta del redil y las ovejas, que a esas alturas más que ovejas
recordaban odres rellenos de agua, emprendieron el camino balando con
inquietud. Tordo correteaba a su alrededor; y sus patitas se movían
a tal velocidad que recordaban las de un nervioso ciempiés. La majada,
antes camino seguro, se había vuelto un lodazal donde Tersifón y sus
ovejas, resbalando, avanzaban con dificultad.
Llegaron
hasta la vieja encina, doblaron a la derecha y el angosto camino se
estrechó todavía más; hasta que transcurrido kilómetro y medio se volvió
a ensanchar hasta converger en un prado. Naturalmente en ningún instante
había dejado de llover, pero de momento la lluvia parecía tomarse un
respiro y solo persistía un suave chirimiri que, sin embargo, propiciaba
al entorno un aura tenebrosa que hizo que Tersifón, sin saber a ciencia
cierta por qué, se subiera el cuello de la camisa y se resguardara la
nuca. Las ovejas se pusieron a herbajar y Tersifón, guareciéndose bajo
dos colosales rocas, comenzó a recordar las pasadas fiestas del pueblo;
con lo que irremisiblemente sus pensamientos desembocaron en Aurelia
y en aquel día. Y a la par que recordaba como habían bailado, con los
voluptuosos senos de ella friccionándole el pecho, su cálido aliento,
su olor perfumado... comenzó a masturbarse por segunda vez, o quizá
sólo era la primera; el caso es que aquello le resultó intrascendente
puesto que sólo pensaba en Aurelia. Mientras, iba acalorándose, y aumentó
su excitación y con ello su placer; y lo que en principio supuso era
su propio eco al repercutir en la cavidad, acabó por transformarse en
el mismo jadeo de Aurelia. Pero, ¿era Aurelia quien resollaba? Al menos
él así la recordaba aquel día: hermosa, pletórica de energía, cuando
ambos se habían manoseado en el “prao” de detrás de la feria. Luego...
¿aquello que oía era lo mismo? A partir de esa reflexión, el proceso
que él mismo había iniciado con el único fin de eyacular, y que en ese
preciso instante estaba a punto de culminar, se interrumpió de golpe
o no se interrumpió... El hecho es que apenas sí influyó en su predisposición,
puesto que ésta ya era otra bien diferente.
Resoplando
como un astado en celo salió de la oquedad y empezó a rodear el abrupto
roquedal justo en la dirección de donde procedían las exhalaciones de
sofoco. Escaló una pequeña roca inclinó su cabeza hacia abajo y entonces
los descubrió. Y aquello no era nada nuevo, sino algo que otras veces
y a escondidas ya había tenido ocasión de presenciar. Y además, tan
sólo le bastó echar un vistazo para darse cuenta de quienes eran. Atónito,
reconoció al hombre y luego también a ella, porque quien estaba debajo
era Aurelia, y era apenas una moza; y pese a oírla respirar entrecortadamente,
intuyó que aquel sofoco no era de la misma naturaleza que el que solía
producirse cuando una unión resultaba satisfactoria. Sin duda había
algo que no marchaba como era debido, puesto que ella se debatía o hacía
por debatirse braceando con impotencia mientras trataba de desprenderse
del hombre que la estaba forzando. Así Tersifón, o quizá su instinto,
estableció que aquello no era como otras veces sino peor, tan grave
que aunque ni siquiera tuviera una clara noción o sentido de la diferencia
entre las palabras o actos de “hacer el bien o el mal”, concluyó que
no debía estar bien.
No
se le ocurrió nada y tampoco se lo planteó. Simplemente lo hizo. Arrojándose
desde el peñasco desde el cual presenciaba el desagradable espectáculo
se dejó caer sobre “el carnicero”, y aunque fuera un hombre menudo,
su peso más el impulso añadido de la gravedad consumaron el resto. Se
oyó un crujido seguido de un ronquido bronco y el cuerpo del hombre
dejó de agitarse lascivamente. A continuación se hizo un extraño silencio,
hasta que los bracitos morenos de Aurelia empezaron a forcejear. Trataban
de abrirse camino, sin éxito, a través del pesado cuerpo del ser que
yacía sobre ella. Él la ayudó a salir y ella surgió desnuda, magullada
y atemorizada; estremeciéndose ante el aire gélido de la mañana. Ni
siquiera lo reconoció. Tampoco recogió la ropa, sucia y dispersa sobre
las rocas. Sencillamente huyó como alma que lleva el diablo...Llovía
a mares el día en que lo iban a ajusticiar. La plaza, llena hasta la
bandera con la gente del pueblo, y el garrote en el centro, le aguardaban.
Llovía a mares cuando lo llevaron a la plaza en un carro tirado por
un par de acémilas. Antes lo habían martirizado hasta casi arrancarle
el alma, pero Tersifón se negó a abrir la boca, ni tan siquiera para
contar la verdad. En cuanto a Aurelia ya no podía ayudar, porque después
del trance se había quedado trastornada.
Llovía
a mares cuando ciñeron el frío y sólido herraje a su garganta. Sólo
cuando la presión empezó a hacer mella en él asfixiándole, Tersifón
pensó en su padre: Celedonio, “el carnicero” Después la gente se fue
retirando y la plaza quedó en silencio. Únicamente estaba el cuerpo
inerte de Tersifón; con la mirada vidriosa, fija en el infinito, los
labios morados, la boca semi abierta; como si estuviera tiritando de
frío, y los pies cubiertos de agua hasta los tobillos.
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