Desde
que me enteré de la historia de los pájaros blancos y negros,
mi vida la manejo de forma diferente. De eso hace ya muchos años; fue
después de regresar de Irlanda.
Yo
había ido a ese país a pasar el mes de agosto, supuestamente a aprender
inglés, pero a mí ese idioma no me interesaba en lo más mínimo. Mi viaje,
en realidad, fue una especie de premio por lo buena estudiante que era,
en un ataque de generosidad de mis padres.
A
Irlanda no fui sola; viajé con mi amiga Lisa a casa de su familia. Ella
iba a ser mi cómplice, compañera y traductora, porque como ya he dicho,
yo no tenía intención de esforzarme por entender, hablar o aprender
esa lengua. Y el caso es que eso estaba asumido por las dos como lo
más normal del mundo. Curioso.
Viajar
en avión por primera vez no supuso para mi nada excepcional, como tampoco
lo fue estar en un lugar que no era el mío. La gente no me resultó en
absoluto extraña. En mi vida, por entonces, todo tenía cabida de la
forma más natural. Todo, menos el idioma de Shakespeare.
Guardo
un grato recuerdo del baile de personajes de los que estuve rodeada
en esa estancia, pero hubo alguien realmente especial, Daddy, el padre
de mi amiga Lisa.
Daddy
era un hombre alto, altísimo, delgado, delgadísimo, y tranquilo, muy
tranquilo. Fumaba despacio, dándose tiempo; caminaba con agilidad y
reposaba saboreando el descanso. Cuando hablaba con la gente que quería,
sus ojos risueños se llenaban de ternura.
Para
él, sólo para él, hacíamos la mermelada de fresas, que Mummy, su mujer,
guardaba a cal y canto. Nadie tenía acceso a ella, excepto yo. Daddy
la compartía conmigo.
Fue
con él, con quien aprendí a contemplar el silencio. Para él era habitual,
para mí empezó a serlo.
En
esa contemplación caíamos después de haber extraído la miel de los panales
de las abejas que criaba. Exprimir la cera hasta la última gota, saborear
la gota en el instante mismo, es una sensación para siempre.
Nuestra
comunicación, a dos, en silencio, fue a través de miradas y risas. Luego
en la cotidianidad, mi amiga nos traducía, pero nosotros seguíamos entendiéndonos
como si estuviéramos solos y en silencio.
El
mes de verano pasó y tuvimos que regresar. Volver fue también la cosa
más normal. Todo empieza y todo acaba.
Mucho
tiempo después, aquí en mi país, mi amiga me dijo que su padre, Daddy,
siempre que veía esos pájaros blancos y negros, ¿cómo se llaman?
—¿Urracas? —dije yo.
—Sí, eso creo.
Pues bueno, cada vez que mi padre ve esos pájaros dice: “Ver uno, tristeza;
ver dos, alegría”. Desde ese día, las urracas forman parte de mi vida
y esta transcurre según el dictado del número de aves que se cruzan
en mi camino.
Si
veo sólo una por más que busco otra, sé que algo triste va a sucederme.
Si por el contrario veo dos o más, estoy contenta, siento que pase lo
que pase, todo es bueno, porque Daddy me lo ha dicho.
Ahora
no hay día que no piense en él, porque al jardín de mi casa, ha venido
a vivir una pareja de urracas. Les he dado la bienvenida.
Carta
abierta a una ONG
Hace
un año que dejé mi trabajo. Porqué lo hice, no importa mucho,
pero puedo decir que me sentía cansada, agotada y sola. La soledad y
la responsabilidad me pesaban como una losa. No pude más. Tuve que elegir
entre mi vida o mi trabajo; me arriesgué y decidí que quería intentar
vivir.
En
los meses que han transcurrido he hecho mucho o poco, según se mire.
Pero todo ello pertenece a mi vida privada y ésta, si que no viene a
cuento.
He
meditado mucho sobre el trabajo que me gustaría desempeñar, cuando decida
incorporarme a la vida laboral otra vez. Y finalmente he sabido, que
mi tiempo es demasiado importante como para venderlo al mejor postor.
Mi esfuerzo, a partir de ahora, estará a disposición de algo real. Deseo
trabajar con niños.
Por
todo esto, digo y escribo a todas las ONGs que estén en este tema:
Mi
currículum, hasta el momento, de nada serviría para avalarme en esta
nueva empresa que me propongo emprender. Sin embargo disfruto de otra
experiencia, de una, que sólo en contadas ocasiones ha tenido oportunidad
de salir de su escondite. Por eso quiero hablar ahora de mi profesionalidad
desde “otra ventana”, la del sentimiento.
Sé
leer, escribir y contar. Puedo sumar y restar y más, pero agradezco
la ayuda de una calculadora (mi fuerte nunca han sido las matemáticas).Sé
cantarle a las mariquitas para que me cuenten los dedos y se vayan con
Dios.
La
gata de mi cuñada me adora a pesar de que la veo de tarde en tarde.
Me encanta esa gata. Cuando me ve, mueve su largo, larguísimo rabo color
miel. Maúlla y entiendo sus maullidos. Me lleva hacia lo que quiere
y yo respondo sabiendo lo que es.
Reconozco
el brote de la primavera, y sé las fases de la luna. Esto lo aprendí
sin saber que estaba aprendiendo, y así se lo enseñé a Pablito, el hijo
de mi amiga Sheila. Lo cuidé desde su séptimo día de vida, y a los dos
años ya reconocía si la luna estaba creciendo o menguando. Todos los
días, antes de dormir, salíamos a la terraza a dar las buenas noches
a la luna.
Me
gustan el silencio y el misterio de la noche, y vivo con la explosión
de luz y agitación del día. Sé estar en la noche y en el día, y en los
dos puedo moverme con la prudencia necesaria.
Puedo
oler la Navidad. Cuando esa fecha se acerca, un buen día, según me levanto,
abro la ventana de mi habitación, saco la cabeza y respiro Navidad.
Ese día suele coincidir con el color ocre de mi jardín, ruido de hojas
pisadas y aire frío y turbio; la neblina rodea mi nariz.
Nada
me haría más feliz que poder trabajar en una ONG para niños. Puede que
así, las próximas Navidades las descubra rodeada de los chiquillos que,
por distintas circunstancias, no han podido disfrutar ni saber hasta
ahora, que la Navidad huele a ellos.
Atentamente
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