—¡Ay!,
¡ay!, ¡ay!,
¡ay!, ¡ay!, qué dolor, me muero, no puedo soportarlo —decía la mujer
jadeante en la cama y sin parar de moverse e intentar dar vueltas de
un lado para otro que, aquel vientre prominente y delator de lo que
pasaba, no le permitía.
—Cálmate, cálmate, y espera tranquila cada contracción —le decía el
marido que era experto en dar la bienvenida a los niños de aquel territorio
cuando llegaban al mundo—, si no te tranquilizas es peor, para ti y
para el niño.
Pero
ella en ese momento no parecía que pensase en el niño. Diríase que sólo
sabía que cuando pasaba un dolor iba a llegar otro, pero en lugar de
esperarlo tranquila y relajada como su experto marido le sugería, aullaba
con fuerza y se contraía como si con toda esa farsa fuera a espantar
al dolor que, al encontrar su resistencia, se abría paso con más fuerza.
Dentro
de ella y desde hacía nueve meses, un bebé había ido creciendo sin ser
consciente de cómo evolucionaba. Vivía feliz, sin calor, sin frío, sin
hambre, dormía y despertaba cuando quería, no tenía conciencia de que
su estancia allí habría de ser transitoria. Sin embargo, ese día y en
ese momento sí sintió que algo le empujaba hacia algún lugar, algo pasaba
en su paraíso; de repente se quedaba sin agua y no podía nadar y, aunque
tampoco podía tomar conciencia de nada, su propio instinto le llevaba
a buscar una salida porque sentía que su vida estaba en peligro.
Afuera,
la situación era cada vez más angustiosa. La mujer seguía dando alaridos,
el marido no sabía como calmar a aquella histérica, porque dejarse llevar
por el impuso de darle un par de bofetadas le parecía muy fuerte en
aquellas circunstancias; además, él nunca le había pegado a su mujer
y ese no iba a ser el momento.
En
la misma habitación también estaba doña Rafaela, una mujer de pueblo,
desprendida, cariñosa, colaboradora y dispuesta a ayudar allí donde
se la requiriese. De ojos negros, risueños, y de complexión delgada
pero flexible y fuerte como un mimbre, disponía sobre una mesa la ropa
del bebé, las tijeras para cortar el cordón umbilical, el agua caliente
y, en fin, todo lo necesario para cuando llegase el momento de recibir
a aquel bebé a quien aquella histérica se lo estaba poniendo bastante
difícil. Ella había tenía cinco hijos, pensaba. Conocía lo que era el
dolor de un parto, pero jamás se habría comportado de aquella manera
tan desquiciante. Sin embargo, de vez en cuando le iba secando el sudor
de la frente con una toalla húmeda, lo que pensaba que le serviría de
consuelo.
El
marido, para evadirse de aquellos alaridos salvajes y cansado de sugerencias,
empezó a pensar en el hijo que iba a llegar. Ya tenía pensado su nombre
y, además, lo educaría como lo había educado a él su padre, con disciplina,
pero con cariño. Le dejaría elegir profesión, podría ser lo que quisiese,
médico, cura, pintor, músico, le daba igual, pero sabía que iba a ser
importante. De repente, mientras se hacía estas reflexiones, vio que
por fin una cabeza asomaba entre las nalgas de la histérica que en esos
momentos ya no decía ¡ay! Ya sus alaridos eran más dramáticos y decía
que se moría. Doña Rafaela siguió secándole la frente y tratando de
calmarla, pero él, persuadido ya de lo inútil de hacer sugerencias a
la parturienta, intentó con mucha delicadeza tomar con sus manos aquella
cabecita que, con mucho dolor y mucho esfuerzo quería salir y desprenderse
de las tensiones que estaba viviendo. Cuando sintió el contacto de unos
dedos nudosos, tiernos, suaves, que con tanto candor le iban ayudando
a salir, a pesar de las tensiones internas, fue relajándose, fue empujando
más y más hacia aquella seguridad que se le ofrecía de nuevo y que por
unas horas creía haber llegado a perder. El bebé recibió un nuevo impulso,
empujó y como si del tapón de una botella de champán se tratase, salió
de golpe y se colocó en aquellas manos que con tanto amor, con tanta
ternura lo estaban ayudando.
El
padre, más tranquilo pero también sudando, dijo con entusiasmo: “¡Al
fin!” Pero simultáneamente, al pronunciar estas palabras, miró los genitales
del bebé para corroborar que se trataba de aquel segundo varón que él
esperaba con tanta ilusión. Cortó el cordón umbilical y la decepción
se dibujó en su rostro y se extendió por todo su cuerpo al comprobar
que se trataba de una niña. En ese mismo instante la niña sintió una
punzada en sus ovarios que le hizo doblar sus rodillas y volver a su
posición fetal; había sentido la transformación de aquellas manos tiernas
y cariñosas en unas manos mecánicas que perdieron el calor, el candor
y la ternura, y sujetando a la niña de los pies, con la cabeza hacia
abajo, le dio un azote en una nalga para que iniciase su primer llanto
y, como si de un fardo se tratase, la soltó en las manos de doña Rafaela
que la esperaba impaciente porque, aunque todo pasó muy rápido, ella
lo había percibido.
La
niña lloró y siguió llorando, hasta que poco después sintió su ombligo
apretado, protegido y sin dolor, unas manos finas, suaves, candorosas
que iban pasando por todo su cuerpo un agua templada, relajante de la
que nunca habría salido. Con la misma paciencia, con el mismo esmero,
llenas de ternura, sintió que las mismas manos le iban poniendo algo
suave en su cuerpo. Eran el pañal, la camisita, un jersey, un faldón
y al final le peinaron su ramillete de pelo negro con el que había venido.
De nuevo era feliz. Doña Rafaela la había acogido en su regazo y la
arrullaba y la mecía con su mejilla pegada a la cabecita de la recién
nacida que así se quedó dormida.
Mientras
doña Rafaela se había encargado de la recién nacida, el marido, con
ayuda de alguna otra mujer, terminó de curar a la esposa, que ya no
daba alaridos, ya sólo decía que nunca más, que era su peor parto de
los cuatro que había tenido. Bueno, qué voy a contar, era un manojo
de lamentaciones, no ya por lo que estaba pasando, sino por lo que había
pasado. Pero ya estaba curada, su cama limpia y, a pesar del cansancio
que ella misma prolongó, su estado era bueno. En ese momento doña Rafaela
intentó meter a la niña en la cama, al lado de su madre, pero se quedó
aún más sorprendida que cuando oía los alaridos.
—Pero, ¿qué hace usted, mujer de Dios? —le dijo la recién parida—. ¡La
niña a su cuna! Esto es antihigiénico.
Fue tanto el dolor que sintió aquella mujer ante el desplante, que siguió
con la niña en su regazo porque no sabía en qué momento soltarla. La
siguió arrullando aunque estaba dormida y le siguió dando besos en su
cabecita. La madre, enérgica a pesar del cansancio, volvió a increparla:
—Pero
Rafaela ¿Qué hace usted meciendo a la niña en brazos? Déjela en la cuna,
que luego se acostumbra y me tengo que pasar yo dos años con la niña
como un San Antonio.
Doña
Rafaela, con sus ojos brillantes, esta vez no sabemos si por la alegría
de haber presenciado un nacimiento, por su brillo natural, o por el
dolor de tener que depositar a un bebé tan pequeño en una cuna tan sola
y tan vacía, derramó dos lagrimones que secó con el dorso de sus manos
escondiendo su cara para no ser vista.
La
niña al sentirse en la cuna sin aquellos brazos arrulladores, sin la
mejilla candorosa, sin el calor de los besos y sin la seguridad de las
manos que la apretaban, buscó con sus labios el calor humano, pero al
no hallarlo sintió un vacío tan profundo en el estómago que yo asocié
automáticamente con la profundidad de las simas que forman las rocas
de los alrededores de este pueblecito serrano que la ha visto nacer,
siendo lo que ella quería: Mujer.
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