Como
todas las noches,
Toni
tras el trabajo llegó a casa a eso de las doce y pico. Aparcó el vespino,
se bajó y lo ató a una de las piernas de la señora que siempre estaba
enfrente de su portal. Como de costumbre, ni la miró. Se bajó rápido,
desató la pitón y enroscó la cadena entre las patas de la señora, que
siempre cuando le tocaba las medias le daba un consejo. Que si ojo,
que no todo en la vida era forrarse, que a dónde iba con aquella pinta,
que los vaqueros y patillas no le iban a ayudar a triunfar en la vida,
que pensara en su futuro, que si pretendía ser repartidor de pizzas
toda la vida... Era como una pesada conciencia hecha señora gorda con
bolso y abrigo azul que le aconsejaba. Ni la escuchaba. Le servía para
atar la moto, y punto. Pero aquella noche el mensaje de la señora fue
distinto: no tenía moralina.
—Oye, ¿sabes que tu mundo se acaba esta noche? —le dijo.
—¡Vete a cagar! —le respondió Toni. Cerró el candado y se subió a su
casa.
De
un bufido dejó a entender a sus padres que ya había llegado y se dirigió
a la nevera. Estaba cansado, así que abrió un paquete de salchichas,
cogió el kepchup y empezó a comérselas. “Frías, qué más daba, si el
mundo se va a acabar”, se sorprendió mascullando. Sin quererlo, se asustó
de su reflexión, y por primera vez en meses pensó en su moto, mejor
dicho, en la vieja en la que ataba su vespino y en las cosas que le
decía.
Estaba
hasta el culo de consejos. Tenía 17 tacos y sabía todo lo que debía
hacer, pero nunca había podido hacerlo ni decirle a la gente que a la
mierda. Sabía que lo tenía jodido desde que se comió la primera hostia
de su padre, le descubrió borracho, escuchó los llantos de su madre
siempre sola, y con 14 tuvo que empezar en la ferretería, como aprendiz.
Desde entonces, había sido descargador, encuestador, portero de discoteca,
portero de urbanizaciones, repartidor de propaganda, del súper...
—Me las piro. No vuelvo —gritó a la gente que estaba en la casa mientras
se ponía la chupa.
Una
vez abajo, por primera vez, miró a la vieja a la cara. Tomó aire, le
impresionó. No entendía porqué estaba aquella señora siempre allí ni
porque le dejaba atar la moto a su pierna. Bueno, tampoco entendía cómo
funciona el teléfono y no le daba más vueltas. Antes de hablar, pensó
en las 700 preguntas que se le ocurría hacerle. Ya no quién era, ni
por qué le daba consejos. Qué más le daba, si todo se iba al garete,
pero ¿no tenía vida propia? ¿El resto de la gente la veía como una señora,
o como él, como una horquilla para enganchar la moto?
—¿Tú de qué vas? —finalmente acertó a decir—. ¿Es verdad que hoy se
acaba todo?
—Sí. Se te acaba el mundo hoy, antes de las tres de la madrugada. Haz
lo que creas, pero tienes menos de 140 minutos.
—¡No jodas! Vieja de mierda. ¿Qué pasa, Dios nos va a castigar? ¿Hemos
sido malos? No me digas que tú eres un hada: me parto el culo.
—Si no me crees, ¿por qué has bajado?
Toni
no contestó. Sintió frío, había refrescado y el cielo estaba rojo, como
amenazando a lluvia. Dio un paso atrás, se echó la chupa para atrás
y miró a su alrededor. Nadie le veía hablar con aquella vieja. “Mejor”,
pensó. Entonces, tragó saliva, miró el reloj y calculó qué hora era,
qué tiempo le quedaba y qué podría hacer en esos minutos. Siempre había
pensado que si le decían que le quedaba una semana de vida se cogería
un pedazo y luego se piraría por ahí, a ver cosas. Se estaba volviendo
loco, ¿qué era eso de la vieja y del fin del mundo?
—Para, para, para. Tú no existes. Las motos no se dejan en las piernas
de una señora de 60, con un abrigo hasta los pies, teñida de rubia,
bajita y pelín gorda. ¿Sabes qué, vieja? A mí nadie me toma el pelo.
Así que fuera, andando. Y si sigues aquí, te tiro al suelo.
—Venga, hazlo. A mí no me importa. No siento el frío ni el calor. No
siento nada. Es como si no estuviera, como si no fuera una señora mayor.
Así que yo me agarro a la moto, y si me empujas, me voy al suelo con
ella y contigo. Verás qué bien, yo, el vespino encima, el manillar,
tú, tu tripa, el suelo...
—Mira, tía, cállate —dijo Toni levantando la barbilla y en tono amenazador—.
Me las piro —y nervioso se volvió para ver si había gente cerca, si
alguien le estaba viendo hablar con aquello. Empezaba a llover.
La
señora no quiso callar. Le calmó y le contó que realmente el mundo no
se acababa, pero que ella sentía la obligación de decirle que le quedaban
menos de dos horas, que se iba a morir. Le contó que si quería él también
podría elegir un objeto y convertirse en el hada madrina de quien desease.
Ella le había escogido porque le cayó simpático y le pareció que nada
mejor que el soporte para atar su moto para estar cerca de él e intentar
orientarle.
—Mira, me estás poniendo nervioso, me estoy mojando. ¿Te tomas una caña?
No sé qué hacer —dijo después de escupir al suelo—. ¿Quieres un piti?
—Oye, te quedan 80 minutos.
—Me cago en tu puta madre —respondió Toni dando una patada a la rueda
de la moto—. Eres una cerda, vieja y…
—¿Ehhhh, qué mosca ta picao? —le preguntó su hermano, poniéndole una
mano sobre la espalda—. Te llevo viendo ahí parado hablando con la moto
como un huevón desde que he salido de la boca del metro. ¿Por qué despotricas?
Vamos a casa, que llueve un huevo.
—Déjame en paz. Que te den —se despidió Toni.
De
un golpe se quitó la mano de Óscar, quitó la cadena de la moto sin escuchar
a la señora que le susurraba que sólo había intentado ayudarle y arrancó
sin mirar atrás.
—Puta mierda —acertó a decir.
Toni
no volvió a casa. Sus padres no se extrañaron, su hermano dijo que aquella
noche estaba cabreado, nada más, y que se fue con su moto, que sólo
había visto eso.—Se veía venir: era un bala perdida —se consolaba su
madre, que desde aquella noche se acompañaba más que nunca de la radio,
de aquel locutor, de aquel hombre que por primera vez en la vida se
dirigía a ella.
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