Alta Velocidad Española
Mª Sol Gómez Arteaga

 

A Miguel, por supuesto

Siempre que viajo reservo billete de ventanilla para ir mirando el paisaje. Es una costumbre que tengo desde pequeño. La última vez que viajé en el AVE con destino a Sevilla fue hace dos semanas y, pese a haber reservado con antelación el billete de ventanilla, ese día mi atención no la ocupó, como siempre, el paisaje sino la mujer que se sentó a mi lado, impregnando el vagón de aroma a Trésson. En mi memoria ese olor perduraría hasta mucho después de haber abandonado el tren. No me atreví a mirarla detenidamente, pero cuando el revisor nos pidió el billete, aproveché para fijarme en su melena negra y lustrosa, de un negro azulado, con flequillo por delante. Unas gafas oscuras con montura de pasta le tapaban los ojos. Tenía los labios pintados de rojo brillante.

Mientras el revisor picaba los billetes bajé la vista hacia su cuerpo. Llevaba cazadora y falda ajustadas, de cuero negro que remarcaban su figura alta y esbelta. Unas botas brillantes le llegaban hasta casi la rodilla. 

Me miró por encima de sus gafas oscuras dejando al descubierto unos intensos ojos azules. Algo en esos ojos, no sé, un reconocimiento en esa mirada, me hizo pensar que no era la primera vez que los veía ¿Pero dónde? 
—¿Te importa que ponga el aire acondicionado? —dijo mi compañera de viaje con voz ronca y artificial.

Entonces caí en la cuenta de que esa voz no era la de una mujer. Claro, se trataba de un travesti. 
—No, no... Hace mucho calor aquí dentro.

Al levantar la cabeza para darle a la tecla que regulaba la temperatura, su flequillo se movió y pude ver que encima de la ceja tenía la marca de una cicatriz. Entonces me acordé de Andrés, de sus intensos ojos azules y de la brecha que le hicimos en la frente otro agosto, cuando faltaba un mes para que empezáramos el instituto, hace dieciocho años. 

Andrés vivía con su abuelo y apenas salía. Casi siempre estaba sentado en la puerta de su casa leyendo libros, periódicos, revistas, cualquier cosa que le cayera en las manos. Decía que de mayor sería periodista. No tenía amigos, cuanto más se podría decir que yo era su mejor amigo. Vivíamos cerca e íbamos a la misma clase. Una de las veces que le llamé para salir, me abrió la puerta vestido con un cancán rosa de puntillas. No, Andrés no era como nosotros. 

El día que con más chavales fuimos a la bodega, yo le había ido a buscar. Cogimos piedras para echarlas en las piqueras de prensar la uva. Cuando vio lo que nos proponíamos hacer, dijo:
—Si echáis cantos se estropeará la máquina.

No le hicimos caso y empezamos a tirar las piedras.

Andrés se dio la vuelta y estaba bajando la cuesta cuando alguien gritó:
—Eh, que se va. No dejarle marchar.

Una piedra le alcanzó en la espalda. Corrimos hacia él. Cuando le tuvimos de frente una lluvia de cantos le cayó encima. Yo no le tiré ninguna piedra pero no le defendí, por temor a que los otros creyeran que estaba de su parte.

Él se cubría la cara con los brazos. Un guijarro le dio en la frente y empezó a sangrar mucho. La sangre caía en gruesos goterones en la tierra. Nos quedamos parados, mirando su cara ensangrentada, mezclada con lágrimas y mocos.

Uno dijo:
—Vete a que te cure tu abuelito. 

Andrés salió corriendo por el camino. Esa fue la última imagen que tengo de él. Ese año no empezó el bachillerato en el instituto comarcal. Dijeron que se había ido a Madrid con su abuelo. No se despidió de nadie. Ni siquiera de mí, que creía que era su mejor amigo. Juntos habíamos fumado el primer cigarrillo. Fue en octavo, un día que el maestro nos echó a los dos de clase por reírnos mientras explicaba la lección. Yo le había quitado a mi hermano un “Bisontes” sin boquilla. Nos metimos en el servicio y lo encendimos. Cuando le tocaba el turno a Andrés no hacía otra cosa que toser y escupir las granas del tabaco porque decía que le picaba la lengua. Una grana se le metió en la garganta y por poco se ahoga. Cada vez que recuerdo el incidente de la bodega me invade un sentimiento de desazón. 

Mi compañero de viaje sacó un periódico y se puso a hacer el crucigrama. Le espié por el rabillo del ojo, rellenaba las casillas con gran habilidad, como si se las supiera de memoria. Me miró y al descubrir que le observaba dijo con voz engolada:
—En los crucigramas siempre se repiten las mismas palabras, ¿no te has fijado? —Sin esperar contestación continuó—: los que los hacen ni se molestan en inventarse palabras nuevas. 

Bajé la vista como un niño pillado en un renuncio y mis ojos se posaron en sus largas y espléndidas piernas. Él se debió de dar cuenta y las descruzó y volvió a cruzar con coquetería femenina. Sin duda a Andrés le iba mucho más el papel de mujer que el de hombre. Me vino a la cabeza la imagen de un niño disfrazado con un cancán rosa de volantes. 

Tras una pausa me explicó:
—Lo sé porque trabajo en la sección de pasatiempos de un periódico. 

Esa familiaridad con que me trataba, las explicaciones innecesarias que me daba, me hacían suponer que él me había reconocido nada más verme. 
—¿Ah, sí? ¿Y en qué periódico?
—Bueno, he trabajado en muchos. Ahora estoy en el As... un tiempo... Cuando veas la firma de Mapi, ésa soy yo.

Así que ahora era Mapi. ¿Cómo habría transcurrido su vida desde que se fue del pueblo? ¿A cuántas operaciones de cirugía se habría sometido para cambiar así su físico? La verdad es que se le veía bien, parecía feliz. ¿Y por qué en una de esas operaciones no se habría quitado la cicatriz de la frente? Quizás no fuera Andrés y yo me equivocaba, pero esos ojos eran los suyos, además estaba la brecha y el deseo cumplido de trabajar en un periódico.

Estaba nervioso. Así que saqué un Marlboro y le ofrecí un cigarrillo. Él negó con la cabeza.
—No, gracias, a mí me gusta más esto.

Sacó de la cazadora de cuero un paquete de Bisontes, cogió un cigarro entre los dedos y con un gesto rápido le quitó la boquilla. En ese momento ya no tuve duda alguna de que era él, Andrés. 
—Me gusta fumar sin boquilla —dijo—. Tiene más sabor.
—Yo sin embargo fumo rubio, aunque estoy intentando dejarlo... Ese tabaco sí que pica —añadí.
—Sí, y a veces se te quedan las granas en la lengua —continuó—. Pero es cuestión de acostumbrarse.

Me miró por encima de las gafas, me sonrió.

Estaba muy nervioso. Sin duda era a Andrés a quien tenía a mi lado, aunque había cambiado tanto que ya no sabía si era o no era. Conservaba, eso sí, la cicatriz que le habíamos hecho un verano hace dieciocho años, que le marcaría ya siempre como a alguien distinto. Quería decirle que ese incidente siempre se me quedó grabado, que nunca me había sentido muy bien ni me perdonaba a mí mismo no haber salido en su defensa, y luego que se hubiera marchado así, sin despedirse siquiera. Quería decirle que con frecuencia me acordaba de él, que lo sentía, que de verdad lo sentía. 
—No sabía que se siguiera vendiendo, el Bisontes, digo... ¿te acuerdas...?

No me dejó continuar. Cortó en seco. Su rostro estaba tenso.
—Creo que estamos yendo muy deprisa —dijo.

Se levantó. Miró por la ventana. Luego pareció relajarse, me sonrió con un deje de coquetería. 
—Claro, con razón le llaman el Ave. Alta Velocidad Española —concluyó. 

Entre nosotros se abrió un hondo silencio, suspendido por la megafonía que anunciaba que estábamos llegando a Córdoba.
—Y bien... Me bajo aquí —dijo.
—Yo sigo a Sevilla.—Es posible que nos volvamos a ver.

Me acercó la mano. Se la estreché. Era una mano cuidada y larga, de largas uñas. 
—Sí, es posible. Yo viajo a menudo a Sevilla.

Mapi, porque para mí a partir de entonces ya siempre sería Mapi, desapareció dejando tras sí un halo envolvente a Trésson. Y yo me quedé allí oliendo su aroma, pegado a la ventanilla, mirando, sin ver, el paisaje.

 
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