El trabajo de Historia
Chema Gómez de Lora

Esa noche tenía que terminar un trabajo de historia contemporánea. A las tres, cuando mis pilas estaban a punto de agotarse, copié esta frase: “Bilbao cae en la madrugada del 19 de junio de 1937 en manos del ejército de Franco. Al gobierno vasco sólo le espera el exilio.” 
—Vaya horas para rendirse —pensé o barrunté casi dormido. 

A las siete sonó el despertador. Me vestí y en pocos segundos repté hasta el escritorio. Conté las hojas. Aún faltaba casi un folio para llegar al quinto, el mínimo exigido por el profesor en la tercera evaluación. En la Enciclopedia Ilustrada Vasca no encontré nada nuevo. Aquel libraco había sido exprimido hasta la última palabra. Antes de las nueve me las tenía que ingeniar para rellenar los malditos papeles si quería entregarle el trabajo a Zumalacárregui y tener derecho a examen. A esas bajuras de la mañana estaba un poco zombie. Sólo se me ocurrían ideas inútiles, como la de copiar un par de párrafos de otro período de la historia que pudiera colar, para hacer bulto. Por ejemplo, de la Segunda República, pero el tomo de la letra “R” no estaba en la estantería. Seguro que estaba en cualquier cama de la casa sustituyendo a una pata.

La siguiente idea fue añadir al trabajo mi opinión personal. Con las prisas no se me ocurrían grandes discursos. Y anoté: “Rafa cae en la madrugada del 19 de junio de 2001 en manos de Zumalacárregui. El curso de primero de bachillerato está al borde del exilio”. Seguro que al profesor le hubiera hecho gracia mi ingenioso texto pero de ahí a aprobar... Por supuesto taché la frase y al mismo tiempo, en un descuido, golpeé con el codo un vaso de zumo de naranja. Un poco de líquido se mezcló con la tinta de la tachadura y aquella hoja empezó a parecerse a un collage.

Recordé que en un libro de sexto de primaria aparecía una foto de los bombardeos de Gernika. Era tan grande que ocuparía buena parte del folio y taparía el borrón. Se veían muertos en blanco y negro tendidos en el suelo y a sus familiares llorándoles de rodillas. Le pegué un tajo al libro justo en el momento en que apareció mi hermano en la habitación. Manuel, que aunque sólo alcanza once años tiene más fuerza que un pelotari, me agarró el brazo derecho tratando de impedir que consumara el crimen con su libro, y las tijeras cayeron como un puñal clavándose en el escritorio. 

Desayuné y me fui al Instituto. En clase se respiraba un silencio tenso. Sólo se oía la voz del “Zumo” (así llamábamos a Zumalacárregui por su capacidad para exprimir a la gente) pasando lista y revisando los trabajos. 
—Alberdi, siete folios, buena presentación, de acuerdo, te puedes examinar mañana. Andoain, ¿no te ha dado tiempo a terminar el trabajo?, lo siento, ya sabías que traerlo era condición necesaria para poder presentarte al control.

Aunque todavía iba por la “A”, el Zumo se comía la lista como una vaca hambrienta. No quedaba mucho para que se oyera la palabra “Torres”, mi apellido. Sin perder un instante agarré el trabajo de Begoña, mi fiel amiga empollona, y comencé a copiar más o menos donde vi que hablaba del final de la guerra: “Milicianos nacionalistas y gudaris protegen las instalaciones industriales de la ría (Euskalduna, Altos Hornos) después de haber volado los puentes sobre el Nervión para dar tiempo a un ejército desmoralizado a que se repliegue”.

En ese momento entró la jefa de estudios, se acercó al profesor y le dijo algo al oído.
—Me anuncian que se van interrumpir las clases —proclamó el Zumo—, ya sabéis la terrible desgracia que ha sufrido un alumno de este centro. Tenemos una asamblea en el salón de actos para estudiar una posible postura común del Instituto. Al finalizar la asamblea volveremos al aula. Debo seguir recogiendo los trabajos. 

Mientras el profesor decía esto yo ya había escrito otras tres frases, pero el boli se me quedó tieso cuando Begoña me detalló lo sucedido. Javi Zurbegoetxea, el hijo de Itziar, la directora, había sido asesinado por ETA esa misma madrugada. Según le habían contado a Begoña, el chaval, que acababa de sacarse el carné de conducir, encendió el motor del coche de su madre en el garaje de su casa y el Renault 5 estalló. 

Me llevé al salón de actos el trabajo de Begoña, el mío y un libro de francés para apoyar. En lo que nos sentábamos copié un par de frases. Cuando vi a la directora entrar con el horror de la noticia reciente en su rostro y el paso firme no pude seguir escribiendo. Sólo tuvo que decir dos o tres palabras y el salón de actos se llenó de aplausos. Uno de los delegados de 2º de Bachillerato, Rúper, conocido por sus patillas y sus gafas de Woody Allen, dijo que era el momento de manifestarnos, todos, absolutamente todos, en defensa de nuestro compañero. Mientras ponía los acentos que faltaban me entraron ganas de aplaudir, pero se me iba a caer todo.

Gorka Salvatierra se agachó para decirme: “Estás haciendo trampas, esto es una asamblea”.
—Qué listo, tú habrás podido acabar tu trabajo. En mi casa no hay tantos libros como en la tuya —protesté. 

Gorka aseguró que ese día ya nadie volvería a clase.

Una chica de cuarto de ESO, alta y con una gran coleta de colores, cogió el micrófono. Mostró su acuerdo con el alumno de 2º de Bachillerato y propuso algo: que nos diéramos la mano en el patio y camináramos juntos hasta el Instituto Sabino Arana para que los de allí se unieran a nosotros. Nos teníamos que dar la mano todos, era la condición, si uno solo renunciaba ya no tendría sentido formar un gran cadena.

Tenía razón Gorka; ya no nos iban a pedir el trabajo. Dejé todo en clase y me uní a la manifestación del patio. El cuarto folio estaba completo. Sólo me quedaba añadir un par de líneas en otra página para alcanzar mi meta. El profesor de educación física nos pidió por megafonía que en aquella manifestación no exhibiéramos ningún signo político. Algunos se quitaron el lazo azul. Nos quedemos mirando a Itziar, la novia de Zurbegoetxea, porque llevaba una camiseta con fotos de presos. Delante de los seiscientos compañeros, con la cara llena de lágrimas, se puso encima una sudadera verde que le prestó la chica de la coleta de colores. 
—No vale, la que se ha quitado la sudadera lleva debajo una camiseta de una paloma con una rama en el pico, eso es un signo político —protestó Felipe, un repetidor de mi clase que siempre tiene que comentar algo.
—Ignorante, ¿no sabes que esa es la paloma de la paz de Picasso? —replicó el empollón de Gorka.
—Si era una broma, lo decía para que le viéramos las tetas, que esa tía está muy buena con la coletita y todo lo demás... No lleva sujetador...Begoña, que tenía unida su mano a la mía, apretó los dedos y esbozó una sonrisa amplia, esperanzada. Yo acerqué mi boca a su oído y le pregunté si gudari, guerrero vasco, se escribía tal cual, como suena.
—Sí, Rafa —dijo con voz solemne—, yo también estoy pensando en los gudaris, hoy todos somos gudaris de la paz.

Cuando el gusano de alumnos se disponía a irrumpir la calle alguien lanzó una botella con gasolina desde el lado exterior de la verja del Instituto. La botella de fuego estalló junto a las piernas de una alumna, en el patio. Por suerte no llegó a impactarla. Inmediatamente se rompió la cadena y todo el mundo se dispersó.

Me refugié en la clase. El trabajo de Begoña ya no estaba junto al mío. Como no encontré ningún otro por allí me dediqué a subrayar con rotulador algunas frases y a colorear las letras del título. Las noticias llegaban confusas, contradictorias. Unos decían que los de Jarrai habían boicoteado el acto, otros que había sido una gamberrada de dos gitanos de las casas de realojo. La jefa de estudios pidió que volviéramos a clase. La actividad escolar debía reanudarse con normalidad. 
—Gorka Salvatierra, ¿me entregas tu trabajo?
—No lo tengo.
—Qué extraño, Gorka, tú eres muy cumplidor.
—Es que, con las manifestaciones de estos días...
—Comprendo, pero ya sabéis que no puedo hacer excepciones. Rafael Torres, ¿tienes el tuyo?

A toda prisa, con una letra espantosa, y después de arrebatarle casi a la fuerza el trabajo a Karmele, la tía más egoísta del Instituto, copié la última frase con la que llené tres líneas del quinto folio: “La represión consiguiente a la guerra sumirá al sentimiento nacionalista y al movimiento obrero de Gipuzcoa y Vizcaya en un profundo desconcierto, en una actitud de resistencia agónica y en el terror a los vencedores.”
—Por esta vez te voy a dejar examinarte, Rafael, pero ya sabes que pedí cinco folios completos como mínimo, y tu quinta página sólo tiene tres líneas. Zumo anotó una cruz junto a mi nombre en su lista.

 
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