Tania
Carlos Jiménez Valencia

“Los ojos no pueden ver bien a Dios 
si no es a través de las lágrimas.” 
Víctor Hugo

Bosnia, julio de 1994 

Las bombas caen alrededor de la ciudad donde Tania ha vivido toda su vida, destruyen casas, tiendas, vidas, todo lo que encuentran a su paso. Tania y su madre que tiene a Mark en brazos huyen de su casa lo más rápido que pueden, Mark es el hijo de Tania, sólo tiene un mes y ya no llora al oír las bombas ni al oír los lamentos de sus vecinos. Mark se ha acostumbrado a la guerra. La madre de Tania está cansada, ya no quiere huir, le dice a Tania que sigan huyendo ella y el niño, que ella ya no puede más, que prefiere morir que seguir huyendo. Tania entre sollozos le suplica que aguante un poco, que pronto llegaran a un campamento y estarán a salvo. La madre le grita que se vaya de una vez, que no quiere seguir, “hazlo por el niño”, le dice. Dejando atrás a su madre, Tania puede sentir el estruendo de las bombas justo en el lugar que antes habían ocupado ella y su hijo, y donde su madre se ha sentado esperando a la muerte. El sonido de las sirenas atormenta los oídos de Tania.

Madrid, septiembre de 1994

El sonido del silbato señaló la última oportunidad para entrar en el vagón del metro. Tania con su niño en brazos entró en el vagón y, en cuanto empezó a andar, Tania comenzó a repetir lo de siempre: “Refugiada de la guerra de Bosnia, no tengo dinero, no puedo pagar leche para mi niño, en la calle se pasa frío, una ayuda, por favor”, decía con su acento medio eslavo medio italiano. En realidad le gustaría decir más cosas, contarles a aquellos que la miraban con indiferencia todo lo que ha pasado: el trayecto en un camión de carga desde su pueblo hasta Italia; a medio camino alguien les habló de España, donde se les dijo que vivirían una vida más próspera; cómo les dijo que a cambio de lo poco que les quedaba les llevaría a un lugar seguro donde tendrían comida y casa asegurada. Todo mentira. Fueron llevados a Madrid, donde les abandonaron a su suerte. Algunas se prostituyeron por su cuenta, otras intentaron volver, y otras como ella se dedicaron a pedir en el metro, en la calle, donde se pudiera, con tal de poder sobrevivir.

La jornada de Tania comienza en cuanto abre el metro y termina cuando ella se cansa. El niño ahora llora por todo, por hambre, incluso por el silencio. Todo le da miedo. Los ojos de Tania, que en otra época eran de un azul brillante, se han tornado en un gris triste y alicaído.

A veces en sueños vuelve a ver a su madre, le dice: “No te preocupes, todo mejorará con el tiempo”, pero nunca mejoró, nunca mejoran. Un día Tania cansada de esperar a que ese momento llegue decidió actuar por su cuenta. Dejó a su hijo al lado de un centro social y bajó al metro. Se tiró justo cuando la sirena sonaba en la parada anterior.

Dejó una nota al lado del bebé que decía: “Se llama Mark, espero que viva una vida en paz y que tenga la ayuda que yo no he tenido”.Mark tiene ahora siete años y ha sido adoptado por una familia que le cuida y con la que crece en paz. Sin embargo, y sin que sus padres adoptivos sepan porqué, Mark sigue llorando cuando escucha el silbato del metro.

Este cuento va dedicado a todos aquellos que alguna vez se conmueven al ver el sufrimiento ajeno. No dejéis que os cambien

 
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