Nada
normal (2002)
|
Amor de burdel |
Beatriz Alegría |
A
mis nueve admiradores en la sombra
¿Te acuerdas de lo
que les decía a todas la Patro cuando tenían que empezar
a trabajar? Que los hombres nos buscan a nosotras para el placer, que
para esas cosas del amor ya tienen a sus mujeres, que yo misma os he
criado con estas manos, y no me lloréis que no hay que hacer
un drama de todo esto, que todos son iguales, como animales, y sólo
quieren una cosa de vosotras, metéoslo en la cabeza, que aquí
no hay sitio para las historias de príncipes que os contaban
vuestras madres, que ya es hora de que veáis cómo es el
mundo, haraganas, que a vuestra edad yo ya estaba hecha una mujer y
no me andaba con estos remilgos, que para comer hay que hacer todo lo
que sea necesario. Cuánta razón tenía la Patro,
¿verdad?, y qué bien nos fue mientras seguimos lo que
ella nos decía. No sé cómo
te las apañabas pero siempre eras la más solicitada de
todas nosotras. Y es que, Virginia, no eras lo que los hombres buscaban
normalmente en un burdel; todavía tenías cara de niña,
pecas en la nariz, los pechos pequeños y un ligero entrecejo,
pero eso sí, eras más lista que el hambre. Supiste metértelos
a todos en el bolsillo con tu aire inocente, con tu afán de saberlo
todo. Sí, a los hombres les gustabas porque pensaban que eras
una muñequita tonta y te hablaban de un tal Shakespeare, de música
y de teatro para impresionarte mientras te metían mano. Virginia,
nunca llegamos a saber cómo te las apañabas, pero sabíamos
que los clientes se enamoraban de ti, aunque quién no lo hubiera
hecho con lo lista y lo mona que eras, y lo encantadora y melosa que
te ponías con los hombres, y lo mucho que soportabas y lo que
callabas... cómo no podían enamorarse de ti si eras la
única que no parecía una puta. Y precisamente eso fue
tu perdición. Por aquel entonces corrían
tiempos duros para nosotras, ¿te acuerdas?, pero tú siempre
nos sonreías y hacías unas horillas extras para que pudiéramos
comer caliente los viernes. Sí, y de todas nosotras tú
eras la única que tenía la posibilidad de salir de la
casa de citas de la Patro. Pero la vida nos juega malas pasadas, y mira
tú por dónde tuvo que llegar el Sapillo, sí, sí,
el tío ese del pueblo que fumaba mierda y se creía el
gallito del corral cuando se metía en nuestras camas, el de ay
qué guapa estás hoy, qué piernas tienes, a que
yo soy adorable, y claro, nosotras chitón porque lo que nos convenía
era tenerlo entretenido el mayor tiempo posible. Si ya nos lo tenía
dicho la Patro, que qué partidazo era para el negocio, que éste
nos sacaba de pobres, que teníamos que ser amables, y luego otra
vez con la cantinela esa de con todo lo que he hecho por vosotras, sois
unas desagradecidas, si yo no hubiera estado cuando murió tu
madre que en paz descanse, ¡ay! ella sí que sabía
manejar a los hombres y sin ninguna queja, todos mis desvelos para esto...
Cuando el Sapillo entró
por la puerta con sus andares de gallo de pelea, su mirada de perro
pachón y sus verrugas de sapo tuve un mal presentimiento. ¿Te
acuerdas de lo que te dije? Claro que tienes que acordarte, tú
que siempre te fiaste de mi instinto, tú que me decías
Esmeralda por una gitana de no sé qué cuento que leíste
en una de las revistas. En cuanto le vi deseé no tener que acostarme
nunca con él, y tú también decías que tenía
un no sé qué de raro, que llevaba los pantalones caídos
y sucios y que se limpiaba los mocos con la manga de la camisa. Por
supuesto, el nombre de Sapillo se lo pusimos entre todas, y cuánto
nos reíamos de lo que nos decían las demás hasta
que nos tocaba echar un polvo con él. ¡Si es que hasta
con la luz apagada se le veía la costra de roña! Pero
tú tuviste mala suerte, porque se empeñó en tenerte
para él solo, y eso nos trajo la ruina a las demás. El Sapillo, para intentar
encandilarte, te compró ramos de flores, te trajo los huevos
más grandes de sus gallinas y se empezó a repeinar a un
lado para cubrirse la calva. Las demás tuvimos más suerte
y no tuvimos que aguantar sus pantalones de raya pasados de moda, su
forma de hablar de cura de pueblo y sus manos pringosas, y claro, nos
reíamos de él cada vez que se encerraba contigo en tu
habitación, y nos empezó a dar pena porque sabíamos
que nunca te tendría. Tú siempre fuiste supersticiosa,
y en una de esas en las que te tocaba darle conversación al Sapillo
antes de que se pusiera encima de ti a gemir como un loco se lo dijiste.
Él, para hacerse el hombre de bien, te empezó a regañar
y prometió traerte una Biblia. Y claro, tú eras tan curiosa
que no le hiciste caso a la Patro y te lo leíste de cabo a rabo
porque no tenías otra cosa mejor que hacer. Más te hubiera
valido estar a otras cosas y no meterte en berenjenales, pero a ver
quién te lo decía si tú eras la única que
había salido un poco espabilada. No sé qué tipo
de brujería utilizó el Sapillo para que te afectara tanto
ese libro. Sí, contaba unas historias muy bonitas, pero a las
demás no nos parecía más que eso, un cuento chino.
Pero tú te lo tomaste muy en serio y encima el Sapillo te metió
ideas raras en la sesera para evitar que estuvieras con otros en la
cama. Si ya decía mi madre que en paz descanse que los celos
de un hombre infiel son peores que los de un hombre casado. Desde que empezaste a leer
a un tal Marcos, te volviste rara, y te empeñaste en predicar
en el desierto, y nos levantabas de madrugada pegando voces en el patio
trasero, ese que estaba lleno de tierra. Cuando nos contabas no sé
qué de la creación del Hombre cogías un cacharro
de barro y le quitabas un pedacito del asa, y decías que de ahí
salía la mujer. Como algunas de nosotras no lo comprendíamos,
lo repetías una y otra vez hasta que la Patro te decía
que caras le iban a salir tus aficiones, que si no tenías nada
mejor que hacer. Pero como tú eras una cabezota, continuabas
quitándole el rabito a las manzanas y lo que hiciera falta hasta
que lo entendiéramos. Cuando llegaste a la historia de Salomón,
empezaste a creerte la Reina de Saba. ¿Te acuerdas de cuando
te vestiste con paños de cocina como si fueran velos y te pasaste
tres días encerrada en la habitación con un hombre que
no volvió porque lo dejaste agotado? En el pueblo empezaban ya
a hablar a tus espaldas, que si estabas loca, que si qué pena
con lo divertida que eras antes, y que vaya desperdicio que andaras
con ese tipo. Cuanto más avanzabas
en ese libro, más nos sorprendías con tu comportamiento
extraño, pero tú de eso no te dabas cuenta, ¿verdad?
Tú realmente te creías todo lo que decía. Por supuesto
que no hacías daño a las demás cuando colgabas
oraciones por toda la casa, cuando en el cajón de la mesita de
noche nos encontrábamos a un señor barbudo con cara de
buena persona que ponía por detrás cosas muy bonitas,
cuando nos contabas esas historias tan fantásticas de Jesús
de Nazareth, que hacía que aparecieran panes y peces de la nada,
o cuando intentabas tú convertir el agua en vino. No, no nos
hacías daño, incluso nos reíamos con tus ocurrencias,
cuando a veces ibas a recibir a los clientes con una sábana en
la cabeza como la Virgen María, cuando te empeñaste en
que te llamásemos Virgen en vez de Virginia, cuando
te ponías a rezar sólo con las bragas puestas o incluso
cuando decidiste que las mujeres se podían quedar embarazadas
si venía un ángel y te escondías del panadero,
que era rubio y con ojos azules, y que sólo le faltaba sacar
las alas y echar a volar de lo bueno que era. Tú eras feliz mientras
hacías todas estas cosas, que sí, que te digo yo que se
te notaban así como unas chiribitas en los ojos y un colorcillo
en las mejillas, e incluso parecías algo más gruesa, pero
era esa la felicidad de aquellos que viven en otro mundo y no saben
lo que sucede a su alrededor. Pronto llegaste a unos capítulos
que decían que Jesús quería a todo el mundo, y
que se rodeaba de prostitutas, y te creíste que Sapillo era ese
señor porque siempre buscaba nuestra compañía,
y le llamabas Maestro, y le lavabas los pies con agua y perfumes, y
le escuchabas con cara de tonta, como si en vez de gruñir de
puro gusto te tocase música celestial, y le agarrabas de la túnica
para que curase los sabañones de Mariana. Por aquel entonces
a todas ya se nos había pegado un poquito de tu locura con tanta
estampita, y dejamos de vestir con faldas cortas y nos pusimos los manteles
e incluso las sábanas de nuestras camas para ser iguales que
tú. Pero la Patro nunca pasó por el aro, y nos regañaba
cuando nos daba por bautizar a las nuevas echándolas una jarra
de vino por la cabeza y cambiándolas los nombres a Ángeles
María del Pilar y otras cosas así. Cuando leíste aquello
de que mataban a Jesús en una cruz y que todos deberíamos
hacer penitencia, te empeñaste en atarte las muñecas hasta
que te salían moretones y en beber vinagre en vez de vino. Claro
está, aquí las demás dejamos de seguirte porque
si nos empezábamos a descuidar, perdíamos los pocos clientes
que nos quedaban. Incluso pensamos en llamar a un médico para
que te curase de la locura. Pero en el fondo, desde que empezaste a
decirnos que teníamos que amar al prójimo, que teníamos
que querer a nuestros clientes y que a pesar de ser putas podíamos
entrar en un Reino como si fuéramos princesas nos levantábamos
cada mañana con una chispita de ilusión. Por fin teníamos
un motivo más allá del dinero para seguir adelante: el
amor que siempre nos había prohibido la Patro. Pero todos los
cuentos tienen un final, y el tuyo te lo trajo el mismo Sapillo, que
metió en el burdel a un sacerdote para reírse de todas
nosotras, y claro, tú te diste cuenta de que habías estado
haciendo el ridículo. Aunque te curaste, te entraron unas extrañas
fiebres que te hacían sudar a mares, y que ni el vino ni el médico
pudieron quitarte. Se me rajaron las entrañas como una granada
cuando nos pediste perdón y quitaste con tus últimas fuerzas
las estampitas que colgaban de tu pared. Mi dulce Virginia, ahora tus
huesos tienen que estar podridos por los gusanos, ¿y de qué
te sirvió ser la más espabilada si al final no pudiste
aceptar que no eras más que una simple puta de pueblo? Virginia,
¿por qué te dejaste engañar por cuentos de hadas?
Si ya lo decía la Patro: los hombres nos buscan a nosotras para
el placer, que para esas cosas del amor ya tienen a sus mujeres. |
Haz clic aquí
para imprimir este relato
|