No hay cosa en esta vida que más disfrute
que toparme con una persona alérgica a los talleres literarios.
El otro día estuve con mi amigo Tomás
en una fiesta de periodistas. Todo el mundo sabe que la mayoría
de los periodistas escriben poemas y relatos a escondidas, al
igual que la mayoría de los críticos, funcionarios,
políticos, adolescentes, médicos, cooperantes, camareros,
traductores... En realidad, creo que los únicos que no
escriben a escondidas son los que lo hacen en público:
a saber, los escritores profesionales y los integrantes de los
talleres literarios.
De modo que en una conversación con alguien
así yo conozco sus actividades secretas (y sus miedos y
sus desvelos y sus fantasías de inmortalidad, las mismitas
que las mías), pero él no sabe que yo lo sé.
Como soy de natural tímido y los periodistas
me abruman por lo general con su vehemencia, en este tipo de fiestas
me suelo esconder en un rincón junto a la barra a beber
mis cervezas. En esta ocasión, se me acercó un chico
de ojos muy abiertos metido en uno de esos trajes informales que
se mueven al ritmo del cuerpo. Me ofreció un cigarro, que
rechacé, y me preguntó:
¿Te apetece bailar?
No, gracias contesté.
Tú no eres periodista, ¿verdad?
sin esperar respuesta, continuó. Se te nota
en algo... no sé en qué. ¿Eres fotógrafa?
¿O quizá...?
Soy filóloga le interrumpí
en sus especulaciones.
Ah...
Eso de que una sea filóloga es de las pocas
cosas que puede dejar sin tema de conversación a un periodista.
Por poco rato, eso sí. En seguida reaccionó.
Qué mal se escribe en los periódicos,
¿verdad? Es que no hay tiempo... La presión es muy
fuerte.
Claro, es comprensible; cuando se escribe
deprisa... ya se sabe lo que pasa.
Juzgando que era una filóloga inofensiva,
se instaló en un taburete junto a mí y se presentó:
Me llamo Carles
Yo, Isabel.
¿Y en qué trabajan los filólogos,
Isabel?
Los demás no sé. Yo, en un
taller literario.
Carles me miró con desconfianza y bebió
un sorbo de su gin tonic.
Ah, en uno de esos...
Ajá contesté yo, girándome
distraídamente hacia el grupo que bailaba.
Vosotros sois los que decís que
a la gente se le puede enseñar a escribir, ¿verdad?
Pues sí. A escribir se aprende,
¿no? Y todo lo que se aprende se puede enseñar.
Me volví hacia Carles, que se revolvió en el asiento.
Yo creo que para escribir hay que tener
talento. Y haber leído mucho dijo.
Frunció los labios y me lanzó el
humo a los ojos. Yo me pedí otra cerveza. Aquello se estaba
poniendo divertido.
Sí, claro, leyendo es como más
se aprende, pero si además te enseñan los trucos
que usan los escritores a los que lees, aprendes más rápido.
En cuanto al talento... más vale que se lo eduque, ¿no
crees? repliqué.
Tonterías. Al talento no se lo educa.
O se tiene o no se tiene.
¿Y cómo se entera uno de
si lo tiene o no?
Eso se ve en los resultados.
Pero los resultados siempre pueden ser
mejorables. El primer cuadro de un pintor talentoso no es igual
que el último, ¿no?
Bueno, sí, claro.
Porque entretanto el pintor va enfocando
su visión de la realidad, y aprende a manejar la perspectiva,
los colores, los trazos... Y buena parte de eso te lo pueden enseñar
en la Facultad de Bellas Artes.
Pero escribir no es lo mismo que pintar.
No, no es lo mismo, pero las dos artes
tienen unas herramientas que se puede aprender a manejar. Eso
sí, en vez de pinceles, un lienzo, colores y perspectivas,
para escribir necesitas un bolígrafo, un papel, palabras
y narradores.
Pero es que las palabras tienen vida propia.
Son ellas las que dirigen al escritor y no al revés.
Me eché a reír.
Sí, hombre, por arte de magia...
dije. Si fuera así, la creación literaria
sería un trabajo tan mecánico como apretar tornillos.
Y no tendría mucho mérito ser escritor, ¿no?
Carles frunció el ceño, sacó
otro cigarro y se lo encendió. Se le veía nervioso,
balanceándose sobre el taburete de un lado a otro. Intenté
tranquilizarlo:
Pero vamos, tampoco creo que sea imprescindible
ir a un taller literario para aprender a escribir. Simplemente
es una ayuda.
A mí es que me han dicho que en
los talleres literarios acaban escribiendo todos igual, fabricando
en serie relatos estilo Carver.
Ahí fui yo la que me callé y bebí tres sorbos
largos de cerveza. No podía dejar de reconocer que Raymond
Carver tenía su influencia en los talleres. Pero entonces
me acordé de los haikus. También estaban los relatos
eróticos. Me puse a contar con los dedos. Y la metáfora
de situación. Y los cuentos de miedo, las greguerías...
...las caricaturas, los autorretratos,
las cartas de amor, las historias cruzadas. Y el relato fantástico.
El humor negro, las historias de detectives, los microcuentos,
la ciencia-ficción... ¿Y qué me dices de
aquel alumno que se presentó a un concurso con los relatos
escritos en el taller a lo largo de un año, y lo premiaron
justo por la heterogeneidad de la selección? Vamos, que
no les ponemos la navaja en el cuello para que escriban como Carver,
precisamente.
Carles fumaba sin parar, encaramado como un mono en el taburete.
Perforó con el índice la cortina de humo que nos
separaba y me dijo, señalándome:
¿Pero ha salido algún famoso
de tu taller? Porque ahí es donde se ve si sirve para algo...
Me quedé callada un rato, mientras el camarero
me ponía otra cerveza. Carles me miró triunfante.
Por desgracia, hacerse famoso no es sólo
cuestión de escribir bien le dije. Es más,
en este país la fama y la calidad no suelen ir del brazo.
De todas formas, hay unos cuantos alumnos y ex alumnos que ganan
concursos y publican asiduamente. Y no dudes que en unos cuantos
años se empezarán a leer en los periódicos
nombres de escritores que han pasado por talleres literarios.
Danos un poco de tiempo pegué un sorbo a la cerveza
y sonreí. Y contactos.
Habían subido la música, y me estaba quedando afónica
con la charla. Tragué saliva. La pista de baile se había
llenado, y la mayoría de los periodistas se movían
al ritmo de La Vieja Trova, incluido mi amigo Tomás. Se
lo indiqué a Carles con la barbilla. Él miró
con desgana a sus compañeros y me dijo:
Espera un momento. Sólo una pregunta
más. ¿Cómo funciona eso de los talleres?
¿Los alumnos te entregan los cuentos para que se los corrijas?
No. Se leen en clase en voz alta y se comentan
entre todos.
Carles puso cara de susto.
¿Me estás diciendo que un
montón de gente se pone a criticar tu cuento? ¿Así,
sin anestesia?
Sin anestesia.
Pero es gente que no tiene ningún
conocimiento...
El mismo que aquellos que se leerían
tu novela después de comprarla en una librería.
O que la dejarían a medias, claro.
Yo es que en realidad no escribo para que
me lean...
Nada más decir esto, Carles puso cara de
susto, y yo de sorpresa.
Ah, pero ¿tú escribes? pregunté
con inocencia.
Bueno, tengo algunas cosillas por ahí,
en algún cajón. Pero vamos, lo hago para divertirme.
¿Y no quieres que te lean?
Hombre, se lo he enseñado a algún
amigo... Y yo creo que algunos relatos están bastante bien...
Hay uno de una pirómana que liga con un bombero...
La idea no está mal. Aunque todo
depende de...
¿Tú crees? ¿De verdad
te gusta la idea? Se me ocurrió un día, mientras
veía cómo intentaban apagar un incendio cerca de
mi pueblo. De pronto me dije: ¿Qué pasaría
si...?
Anda, mira, esa es una propuesta del taller.
Hipótesis fantástica, se llama. La inventó
Gianni Rodari, pero tú la has reinventado.
Me bajé del taburete y estiré las
piernas. Carles sonreía entusiasmado.
Bueno, yo me voy a bailar dije.
Carles me cogió del brazo.
Espera. Una última cosa. Igual no
te importaría echarle un vistazo a alguno de mis relatos.
Simplemente para decirme si enganchan. Vamos, si no es mucha molestia...
Lo miré divertida y le contesté:
Sí, claro, cómo no. Pero vámonos
a bailar de una vez. Ahora la literatura está ahí,
divirtiéndose señalé la pista de baile.
¿La ves?
ISABEL CAÑELLES