Nada normal (2002)

Hielo en la sangre

Sonia Arranz Moreno

—Necesito ayuda, socorro —gritaba una chica mientras corría en nuestra dirección.

El único que estaba a la vista era yo. Siempre perdía al escondite en la montaña. Yo sólo iba en las vacaciones a casa de mis abuelos. Los otros chicos vivían todo el año allí.

La chica siguió acercándose. Era morena, de mi edad, unos doce años. Tenía el pelo despeinado y llevaba un vestido muy sucio. Calzaba unas botas de plástico, como las de los ganaderos. Lo cierto es que había mucha humedad. Eran las cinco de la tarde y empezaba a anochecer. Una espesa niebla descendía lentamente hacia nosotros. Yo estaba sentado encima de una roca con musgo; tenía un poco de frío.

La chica llegó a mi altura y volvió a gritar lo mismo moviendo las manos desesperadamente. En un abrir y cerrar de ojos aparecieron los otros cuatro de entre los árboles, rodeándola.

—¿Qué ocurre, Mariola? —dijo Raúl. Ella no se relajó al oír su nombre. Se movía tocándonos a todos y mirándonos a los ojos, pero sin fijar la mirada.

—Mi padre, mi padre está encerrado.

—¿Encerrado? ¿Dónde? ¿Cómo que está encerrado? —preguntaban unos y otros añadiendo más confusión.

—Estabamos trabajando y de repente... Corred, vamos, seguidme.

Mariola nos apartó y salió corriendo por la misma dirección por la que había llegado.

Yo no quería ir. No era la primera vez que me gastaban una broma. Eran unos salvajes. La última vez me metieron en una cueva que iba estrechándose. Ellos se iban quedando atrás. Hubo un momento en que apenas podía respirar. Gateaba con la linterna en la boca. El hueco se hizo tan estrecho que me quedé allí encajado y no pudieron sacarme hasta que no vino un hermano de Raúl. Pensé que moriría.

Lo peor de todo es que mis abuelos me obligaban a salir con ellos. Me decían que era un chico muy raro. Que cómo iba a preferir quedarme leyendo a ir a jugar con los vecinos.

Me daban miedo. Se notaba que no les caía bien. Raúl, el más grande y líder del grupo, tenía una cicatriz en el ojo izquierdo que le impedía abrirlo del todo. Su sonrisa se mezclaba con una mueca de odio. Cuando le miraba siempre tenía la sensación de que me despreciaba profundamente. Manolo era diferente a Raúl, estaba delgado y era muy inquieto. Sin embargo era su marioneta, su esclavo. Sus ojos no paraban un momento. Se movían nerviosamente hacia los lados, hacia arriba y hacia abajo. Siempre se estaba riendo estrepitosamente. Los gemelos, Lucas y Germán, eran los silenciosos del grupo. Se miraban y se entendían. No necesitaban decirse nada. Un día partieron el brazo a un chico por robar una manzana del huerto de su padre. Le amenazaron con romperle el otro si lo contaba.

Era mi último día y ese año aún no me habían gastado ninguna broma pesada.

—Vamos, David, corre —Raúl me cogió del brazo con fuerza y me arrastró corriendo detrás de Mariola.

Las ramas me daban en la cara al pasar y me rozaban los ojos. A ellos no les importaba; seguían corriendo. Tropecé dos veces y casi me caigo. Raúl no dejaba de agarrarme. Se hizo de noche. La niebla no dejaba ver a un metro de distancia, pero corríamos detrás de Mariola sin perderla. El corazón me latía fuertemente por el ejercicio y porque no sabía qué me esperaba. Sentía cómo los otros tres nos seguían. Oía sus respiraciones y el golpear de las ramas en sus cuerpos.

Llegamos a una zona sin arbolar. Allí acababa el lomo de una montaña de arena. Raúl me empujó hacia delante, dándome de bruces con Mariola, que seguía gritando y señalando el montón de arena.

—Hay que buscarle. Mi padre está ahí debajo. Estábamos trabajando y le ha caído la tierra encima.

—Yo voy a buscar ayuda —dije moviéndome lentamente hacia atrás.

—De eso nada —me contestó Raúl que ya había empezado a retirar alguna piedra. Se levantó, haciendo una seña a Manolo y fueron hacia mí.

Me giré y, sin dejar de mirarles, empecé a correr. No llegué muy lejos, porque Germán y Lucas me estaban esperando detrás. Me agarraron de los brazos y me arrastraron hasta la montaña de arena.

—No necesitamos ayuda, así que ponte a excavar como los demás ahora mismo.

Los cuatro estaban allí de pie, mirándome. Manolo se puso a reír nerviosamente. Raúl me odiaba más que nunca y los gemelos se miraron antes de volverme a mirar a los ojos. No tenía salida. Tenía que hundir las manos en el montón de arena.

Empecé a mover las piedras más superficiales. Ellos se desplegaron a los lados y se pusieron a hacer lo mismo. ¿Y si no era una broma? ¿Y si el padre de aquella chica estaba allí sepultado? ¿Y si de un momento a otro me iban a dejar allí solo? No dejaba de mirarles por el rabillo del ojo. Clavábamos las uñas en la arena húmeda. Parecían ensimismados en la tarea. Los gritos de Mariola se metían dentro de mi cabeza y me torturaban. Cada vez trabajaba más deprisa. Veía el hueco que habían hecho mis manos en la montaña y seguía cayendo piedra de encima.

De repente, mi uña arañó algo blando. Levanté la mano. Un trozo de piel humana se había quedado pegada a mi dedo. Miré al hueco. Las vértebras se dibujaban en la piel. Era una espalda. Estaba desnuda. Grité. Grité con fuerza. Raúl se acercó, me retiró a un lado y metió la mano. Sacó de entre la arena una cabeza asida por el pelo. Un pelo negro y sucio por el polvo. La cara. Tenía abierta la boca, al igual que los ojos. Le empujó hacia atrás con ayuda de los demás. Mariola dejó de gritar. Se quedó inmóvil. Mirando. Fueron capaces de sacar medio cuerpo. Las piernas estaban atrapadas. Al liberar del todo al hombre, cayó hacia atrás. Los pantalones estaban llenos de arena, la camiseta desgarrada del cuerpo. Parecía no respirar.

—Vamos, mira a ver si respira —me dijo Raúl golpeándome en la cabeza.

—No respira, está con la boca abierta. ¿No lo ves? —dije gritando.

—He dicho que lo compruebes. Vamos.

—No, no respira.

Se acercó a mí y me cogió del pelo, como lo había hecho con el cadáver. Me levantó y me echó encima del hombre sin vida. Mi cara rozaba la suya, sucia y fría. Las lágrimas saltaban de mis ojos. Estaba temblando. Se pusieron a mi alrededor. Miré al hombre. Sus ojos me miraban como si quisieran salir. Le cerré la boca empujándole la barbilla. Con un dedo comprobé si salía aire. Nada.

—Tócale el pecho. Mira a ver si le late el corazón.

Las manos no me respondían. Estaban entumecidas. Todavía tenía el trozo de carne en la uña. Le toqué el pecho con nueve dedos, dejando elevado el que tenía un trozo del hombre. Estaba frío. No se movía. Era como una roca.

—Está muerto. Está muerto —les grité levantando la cabeza.

Entonces se miraron. Raúl les hizo una mueca. Manolo miró a los gemelos, que ya se habían comunicado sin palabras. Los cuatro parecían estar de acuerdo y me dijeron:

—Quédate aquí, que vamos a buscar ayuda.

—No, por favor, yo me quiero ir también. No me dejéis solo —me había incorporado hasta quedar de rodillas. Parecía estarlo suplicando.

—Alguien tiene que quedarse. Ni se te ocurra moverte porque te perderás —se apartaron de mí y cogieron del brazo a Mariola. Ella estaba como hipnotizada. No decía nada.

—Por favor, no me dejéis solo —imploré.

—Volveremos enseguida.

Y dicho esto, salieron corriendo los cuatro. Yo me quedé allí, llorando. Me senté y encogí las piernas hacia mi pecho. Las abracé fuertemente con los brazos. En mi movimiento hacia atrás topé con una roca. Allí apoyé la espalda. El cuerpo sin vida estaba delante. No quería mirarlo. Entre la niebla vi cómo desaparecían. Yo tiritaba de frío y de miedo. El ruido del aire se hizo más sonoro. Silbaba entre las ramas. Me susurraba para que no me moviese. De vez en cuando mis ojos buscaban el cadáver. Medio entornados, captaban la figura de torso desnudo y pantalones hinchados por el viento. Se le abrió la boca. Grité y lloré de pánico. Era como si quisiese despertar y hablarme. Me miré los brazos porque noté sangre helada recorriendo mis venas.

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