Nada
normal (2002)
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Alguien llama a la puerta |
Oswaldo Berenguer |
A Héctor,
mi padre, pintor del cuadro
Siempre he creído
que el azar, que es una forma del destino según sostiene Borges,
va tejiendo y enhebrando nuestras vidas de una manera por momentos racional
y por momentos misteriosa. No en vano Julio Cortázar en Rayuela,
al ubicar a Oliveira tras la Maga en París, aseguraba que ellos
se iban a encontrar sin necesidad de citarse en un lugar determinado.
Vivir es abrir puertas y cuanto más uno vive, más puertas
abre. Claro que cuando se abren, conviene transponerlas porque el destino
suele agazaparse detrás de ellas. De niño, durante la
tarde, me sentaba en el comedor de mi casa para hacer las tareas del
colegio. Era una sala de paredes color crema, ubicada entre la cocina
y los dormitorios, con puertas muy altas de vidrios repartidos. La mesa,
de roble muy oscuro, había sido traída por mis abuelos
desde España. Todas las tardes yo trabajaba en ella, previa colocación
de un mantel, con mis cuadernos y libros descifrando las reglas de multiplicar.
También dibujaba y escribía historias de aventuras en
lugares remotos. Hoy adulto recuerdo a mi
abuela, a cierta hora de la tarde, con un tazón de café
con leche humeante preguntando si tenía frío. Siempre
le mentí porque nunca fui friolento, ni siquiera en esa época.
Yo era un chico flaco con anteojos a quien todos deseaban proteger.
Mentía porque yo deseaba que encendiera la estufa de leña
de la sala para ver cómo las imágenes de una pintura al
óleo cobraban vida a la luz del fuego. El cuadro estaba allí
desde que yo tenía memoria. Era un rectángulo alargado
cuyo lado más corto corría paralelo a la repisa de la
chimenea. Un viejo mayordomo, alto y delgado, vestido con un jubón
de terciopelo azul y alamares dorados, abría sonriente una puerta.
Detrás de él, un alto cortinado rojo era apenas recogido
por una delicada mano femenina. La dueña de esa mano permanecía
oculta y solamente era visible un hermoso anillo en su dedo anular.
La expresión del mayordomo y la leve inclinación de su
espalda certificaban el respeto que a él le merecía el
recién llegado, de quien solamente se veía su pie derecho
enfundado en una bota de cuero reluciente. Mi abuela aseguraba que el
cuadro había estado en su casa de El Villosel en España
y desde que ella recordaba, había colgado sobre el viejo hogar
de piedra de la casa familiar. Suponía que su bisabuelo paterno
era el autor y aseguraba, según era tradición oral en
su familia, que los personajes habían tenido un fin trágico.
Siempre me fascinó
la escena y sobre todo la habitación en que sucedía. Sobre
paredes muy claras se destacaba la puerta de entrada de madera maciza,
un reloj de péndulo marcando las nueve en punto y el exterior,
apenas adivinado, sumido en la más absoluta oscuridad. En la
parte inferior de la puerta, asomaba el pie del visitante. Era un pie
grande, de alguien robusto y con autoridad suficiente como para que
nadie intentara impedirle la entrada. El mayordomo poseía manos
pequeñas a medias cubiertas por el encaje de las mangas, cara
de hurón, una peluca de pelo blanco recogido en la nuca y curiosamente
parecía cambiar el ángulo de la mirada según uno
lo observaba de cerca o de lejos. Cuando yo estaba sentado a la mesa,
él parecía mirar al visitante reconociéndolo con
una sonrisa. Por el contrario, si yo decidía alejarme, él
giraba su vista hasta encontrar mis ojos y entonces, yo creía
descubrir una especie de guiño cómplice acentuando su
expresión de picardía. Lo más extraño
del cuadro era el piso de la habitación. Curiosamente las baldosas
diferían según el sector de la escena. El pintor había
pintado losetas cuadradas de color marrón en el área de
la puerta; detrás del mayordomo, bajo las cortinas, aparecía
un embaldosado de granito color negro y blanco, exactamente igual al
que tengo ahora bajo mis pies. Hoy que mi abuela ya no está
y yo alcancé la edad del mayordomo, sigo estudiando la escena
por encima del monitor del ordenador, mientras maquino historias de
misterio. El mundillo literario me considera uno de los diez escritores
más importantes de habla hispana. Como todo escritor exitoso
acostumbro asistir a presentaciones de libros, entrevistas televisivas
y revistas de actualidad, pero mi fama no ha logrado dar por tierra
la sensación de frustración que gobierna mi vida. Yo,
que he dado solución a problemas intrincados en muchos cuentos
y novelas, no he sabido develar el misterio que encierra el óleo
y sus personajes. En mis primeras épocas de escritor, como ejercicio
de representación de espacios, gustaba describir la escena pintada
en la tela. Siempre que lo hacía, imaginaba una nueva teoría
de lo que allí iba a ocurrir pero nunca me sentí satisfecho
con el resultado. Admito que si alguien me hubiera visto decorar el
recibo de mi casa a lo largo de los años colocando dos tipos
de baldosas, un grueso cortinado rojo en el acceso al interior y una
pesada puerta de roble en la entrada, jamás hubiera imaginado
la importancia que ese hecho tenía para mí. ¿Por qué escribo
todo esto? Porque creo que hoy es el momento para hacerlo. Sobre todo
esta noche que he decidido estar aquí esperando, mientras tengo
a mis espaldas el cortinado y bajo mis pies las baldosas en damero,
blanco y negro, mientras mi viejo amigo me sonríe desde la pintura,
abriendo la puerta a lo desconocido. Espero en silencio, escribiendo,
con la incertidumbre de no saber lo que hay al otro lado de la puerta,
y durante la espera, reflexiono en el azar, en los años que pasaron
y en lo poco que se diferencia aquel niño flaco de anteojos escribiendo
en la mesa del comedor, con este adulto magro, de cabellos blancos,
cara de hurón y sonrisa enigmática, sentado anhelante
frente al ordenador, que, por fin, escucha el susurro que hace la cortina
roja al moverse detrás de él, mientras la puerta se abre
lentamente y las campanadas del reloj anuncian las nueve. |
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