Nada normal (2002)

El Cola Cao

Jose Carlos Castellanos Rabadán

A mi madre, Mercedes Rabadán Agudo, con cariño


Cuando se tiene once años y se está realmente seguro de algo, es mejor no tener cerca adultos escépticos. Era el verano de las Olimpiadas de Los Ángeles, y por una vez, mi padre había decidido que no íbamos a pasar todo el mes de vacaciones en el pueblo. Trabajaba en un taller de coches en Villaverde, y un compañero le había dejado tirado de precio un chalé en Torrevieja la primera quincena de agosto. A pesar de lo barato que era había tenido sus dudas; pero se decidió cuando mi tía Engracia le dijo que si había sitio ellos también iban, y así se repartían el coste.

Con lo de “ellos” mi tía Engracia se refería a sí misma y a mi tío Ambrosio, porque no habían tenido hijos. A veces íbamos a su casa de visita, y yo me aburría muchísimo. Siempre estaban comentando las habladurías del pueblo: que si la hija de no sé quién era una fresca que se había liado con tres o cuatro, que si el hermano de no sé cuál era un vivales que se había gastado los cuartos en el bar, que si los nietos de la no sé cuántas la habían dejado tirada en un asilo... A mí lo que me gustaba era ir a casa de mi tío Luis, porque allí estaba mi primo Lorenzo, con el que jugaba a espadachines y pistoleros. Pero mi padre no se llevaba muy bien con la mujer de mi tío, así que muchas veces prefería ir a ver a “la Engracia”, como decía él. Y me chafaba la tarde.

De todas formas me encantaba la idea de ir a la playa porque adoraba el mar, y además el pueblo no me gustaba nada. Mis primos no iban nunca. Claro, sus padres se los llevaban a la parcela, que yo no sabía qué demonios era, pero seguro que se lo pasaban mejor. O eso me parecía a mí.

Así que estaba contentísimo, a pesar de que se vinieran mi tía Engracia y mi tío Ambrosio. Cuando llegamos al chalé, me pareció una preciosidad. La fachada era de un blanco nuevo y reluciente, y el jardín tenía unas plantas que me parecían tropicales. La casa olía a madera limpia, y la decoración era bastante moderna, al menos comparada con la que yo estaba acostumbrado a ver. Mi tío Ambrosio entró cargado de maletas, echó un vistazo y dijo que vaya porquería de muebles. A él le gustaban las casas viejas con muebles antiguos. Mi padre me había enseñado que cuando los mayores hablasen me tenía que callar, y por una vez le hice caso. Claro que tampoco estaba yo para meterme en discusiones, porque estaba deseando ir a la playa. La parte trasera del chalé daba a una carretera, y nada más cruzarla había una bajada que llevaba al mar. Antes de verlo ya lo olía; el viento traía un aroma húmedo, salino, un poco como de plantas mojadas, que se me metía por todo el cuerpo, como acariciándome.

Pasábamos mucho tiempo al día en la playa, por la mañana y por la tarde. Me hacía mucha gracia ver a mi familia allí. Mi hermano Ángel siempre estaba quitándose el bañador, y mi madre corría para volver a ponérselo, porque ya no era tan pequeño. Mi madre no llevaba bikini, sino un bañador de una pieza, porque en la tripa le había quedado una marca de cuando había nacido mi hermano. Mi padre tenía algo de barriga, y una vez se puso colorado porque se le acercó una chica joven muy guapa que no llevaba la parte de arriba del bikini. La chica era rubia, con la piel blanquísima, y hablaba muy raro, así que debía de ser extranjera. Le ofreció a mi padre unas tiritas, porque mi hermano se había hecho una pequeña herida en un brazo. Mi padre se lo agradeció, pero le dijo que no nos hacían falta, que ya teníamos. Habló un poco más con ella antes de que se fuera, y mientras tanto mi madre le echaba las mismas miradas que me echaba a mí cuando me veía jugar cerca de algo que se podía romper.

Mi tía Engracia era una especie de tonel, y no sólo porque estuviera muy gorda, sino también porque llevaba un bañador de color marrón oscuro. Nunca se metía en el agua más allá de donde le cubría las rodillas, y cada vez que venía una ola un poco más alta chillaba tanto que me hacía daño en los oídos.

Mi tío Ambrosio era poco amigo del agua. Se dedicaba a pasear por la playa con las manos a la espalda. Era muy delgado, aunque también tenía algo de barriguilla, y estaba un poco calvo, pero el pelo que tenía se le alborotaba mucho con el viento. Siempre se quedaba parado delante de algún grupo de jovencitas, y las miraba tan fijamente que hasta yo terminaba por sentir vergüenza, aunque no sabía muy bien por qué.

Los días fueron pasando, y una mañana, en la cocina del chalé, mi madre me dijo que no nos quedaba Cola Cao para desayunar.

—Pero, ¿por qué no has comprado? —me quejé. La tarde anterior habíamos ido al super.

—Porque no tenían, hijo —me contestó ella.

Mi madre y mi tía estaban de pie, calentando leche en un cazo y sacando unas magdalenas del mueble, y mi hermano, mi padre, mi tío y yo estábamos sentados a la mesa.

—¿Quieres leche con un poco de café, Julián? —me preguntó mi tía.

—No me gusta —respondí enfurruñado.

—Todo eso del Cola Cao y demás son porquerías —soltó mi tío con tono convencido, como de costumbre—. Leche caliente es lo que tienen que beber los niños para desayunar.

—Pues tiene mucha energía —dije yo, recordando lo que ponía en la etiqueta—. Y a mí me gusta.

—Los polvos esos son artificiales, como todo lo que se hace ahora —insistió él—. Cogen unos cuantos cocos, los meten en unas máquinas y sale ya el Cola Cao hasta con el precio.

—¿Cocos? ¿Pero qué dices? —pregunté extrañadísimo. Pensé que había oído mal. ¡Ni siquiera mi tío Ambrosio podía ser tan paleto!

—¿Tú no sabes que el Cola Cao lo sacan del coco? —dijo él, riéndose como si se hubiera encontrado con el mayor ignorante del mundo.

—¡El Cola Cao no sale del coco! —exclamé yo vivamente— ¡Son los granos de una planta, como el café!

—¡Ay, Julián! —continuó mi tío, riéndose con suficiencia— ¡Qué poco sabes!

—¡Pero si lo pone en la etiqueta! —volví la cabeza— ¡Mamá, díselo tú!

—Yo no lo sé, hijo —contestó mi madre, algo apesadumbrada, mientras ponía el azúcar en la mesa.

—¿Y qué más da si el Cola Cao sale del coco o de otro sitio? —dijo mi tía, que estaba colocando un vaso delante de cada uno de nosotros.

—Pero, ¿cómo que qué más da? —yo ya me echaba las manos a la cabeza— ¡Si es que decir eso es una burrada!

—¡Oye! A ver cómo hablas tú de lo que dicen los mayores, ¿eh? —me reprendió mi padre con enfado.

—Mira, Julián —mi tío empleaba ahora un tono que pretendía ser didáctico, y movía las manos para explicar lo que decía—. Lo que hacen es coger la parte blanda del coco, la secan, la muelen y luego le echan colorante, y de ahí sacan el Cola Cao.

—¡Que no es así! —insistía yo, medio desesperado ya— ¡Vamos a comprar un bote de Cola Cao, y verás lo que pone! ¡Y cuando volvamos a casa, miramos la enciclopedia y... !

—¡Que te calles! —me interrumpió mi padre levantando la voz, ya enfadado del todo—. ¡Que el Cola Cao sale del coco, y ya está!

Yo estaba a punto de llorar, y no me fui de la cocina porque mi padre me habría arreado una torta. Así que procuré concentrarme en las magdalenas e intenté no escuchar a mi tío, que empezaba a decir que él lo sabía porque lo había oído en la radio y explicaban cómo era la fabricación, y tonterías por el estilo.

Me había parecido que mi padre, por una vez, sí que sabía que el Cola Cao no salía del coco. Los ojos se me humedecieron, y tuve que abrir la boca y aspirar aire para contener el llanto. ¿Por qué le había dado la razón a mi tío? No entendí el motivo hasta mucho más tarde, cuando también yo me hice mayor. Pero aunque fuera capaz de comprenderlo, siguió pareciéndome mal. Mi padre se sorprendió mucho al saber que yo aún recordaba aquello. Supongo que mi tío nunca ha tenido ocasión de darse cuenta de algo así, porque no ha tenido hijos. Es curioso, pero puede que aún siga pensando que el Cola Cao sale del coco.

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