Nada normal (2002)

Tiempo muerto

Alberto Freire Tirado

Para Isabel, que pasa rozándome,
siempre a un segundo.


Podrían ser las dos y media de la tarde. Acababa de escuchar el ruido del ascensor al pararse en el segundo piso, y el tintineo de las llaves de Eva al sacarlas del bolso para abrir la puerta de su casa, un piso por debajo del de Felipe. Estaba seguro de que eran las dos y media de la tarde. Desde la habitación podía ver como un potente rayo de sol invadía la cocina. Olía los pimientos asados que cada miércoles. Milagros preparaba a David y a Jorge para comer antes de volver a las clases. Los miércoles eran de matemáticas y dibujo, a partir de las tres y media, e imaginaba lo difícil que debía ser aprender logaritmos una tarde tan calurosa de abril, 25 de abril.

Estaba seguro de que era 25 de abril. Ayer se había cruzado con Charito cuando volvía de comprar la tarta para celebrar el cumpleaños de su hija Flor y le había vuelto a contar la misma historia.

—¿Sabes, Felipe?, mi hija se llama Flor porque yo estaba en Lisboa aquel día... sí... cuando la Revolución de los Claveles.

Al escucharla de nuevo, ocultó su aburrimiento mostrando un interés que se notaba exagerado.

Se levantó e intentó abrir la ventana de la habitación para comprobar, una vez más, que estaba atascada. Pensó en llamar a un cerrajero pero no estaba seguro de si en realidad debía ser un cristalero quien lo solucionara. Decidió darse unos días.

Se sentó en el borde de la cama y cogió los calcetines que había encima de la alfombra. No recordaba si se los había puesto ayer por primera vez, o eran los que ayer pensaba echar en el cesto de la ropa sucia. Al final decidió estrenar un par porque la ocasión lo merecía. Un día con un sol radiante y unos calcetines nuevos podía ser un buen comienzo.

Rodó sobre la cama hasta llegar a la mesilla, al otro lado de la ventana, junto al armario, para abrir el cajón y sacar unos calcetines, todavía con el cartoncito cosido y la argolla metálica uniéndolos. Intentó cortar los hilos con los dientes pero al final tuvo que hacerlo con unas tijeras oxidadas que encontró en el armario del baño. Cuando consiguió ponérselos, los pies le entraron enseguida en calor y el contacto con el algodón nuevo le hizo pensar que había decidido bien.

Abrió el armario para coger una camisa, pero recordó que hacía calor y que lo mejor sería llevar una camiseta, de manga corta, algo informal y cómodo. El día podía acabar siendo más largo de lo que esperaba y además los nervios le hacían sudar. Para qué complicar las cosas más de lo que con frecuencia solían ser.

Se decidió por la camiseta que Juan le había regalado el verano pasado cuando estuvo en París. Tenía un bordado de la torre Eiffel en el pecho, y en la manga con letras rojas: “París”. Pensaba que incluso la había comprado en el aeropuerto, aunque no se lo reprochaba, solían regalarse cosas así.

Terminó de vestirse con unos pantalones vaqueros y fue hasta la cocina para calentar un café en el microondas. Al girar la rueda tres minutos escuchó los gritos de Nieves advirtiendo a Gerardo que, o pasaba la pensión, o no volvería a ver a los niños en su vida. La misma cantinela de cada miércoles y de la que sólo se libraba en agosto. Al sacar el vaso del microondas comprobó que estaba demasiado caliente como para beberlo de un trago. Sorbió despacio pero el calor le hizo dejar de un golpe el café sobre la encimera y escupir el sorbo en la pila de la cocina.

Pensó de nuevo en el calor, un calor exagerado para un mes de abril, demasiado calor para tres minutos de microondas. Fue a la sala de estar y bajó las persianas. Podrían ser las tres de la tarde. El sol empezaba a invadir toda la estancia y el tronco del Brasil estaba amarillento. Necesitaba que le ayudaran a respirar, casi imploraba.

Fue hacia el estudio para correr las cortinas y que el sol no se comiera su colección de mariposas y el barniz de las estanterías de pino. Hizo lo mismo en el dormitorio. Cuando se acercó a la ventana vio a Lucia aparcando el coche frente al portal. Tocó el claxon para que Pepe bajará y la ayudara a subir la compra. Como cada miércoles ella salía del ministerio y compraba en El Corte Inglés. No creía que fueran más allá de las tres y cuarto. Todavía tenía tiempo para encender la tele y ver el final del telediario. Carlos Sainz acababa de abandonar en el Rally de Inglaterra, esta vez por una caja de cambios defectuosa.

Mientras hojeaba un periódico que había sobre la mesita de café sintió un vacío en el estomago que crecía a medida que pasaba de nacional a internacional y que le hizo incorporarse cuando llegó a las páginas de sociedad. Era el momento de marcharse.

Calculó el tiempo que tardaría en llegar al metro. Siete minutos. El tiempo del trayecto hasta Atocha. Veinte minutos. El tiempo que le llevaría comprar el periódico e intercambiar tres gilipolleces con el del quiosco. Cinco minutos. Cruzar la calle para llegar al Hotel Mediodía y subir hasta la habitación 415 del cuarto piso, le llevaría otros quince minutos. Un total de cuarenta y siete minutos para llegar antes de las cuatro y media.

Empezó a no pensar en nada y a centrarse en los pasos que iba dando hasta llegar a la boca de metro. Saludó a la taquillera y bajó atropelladamente las escaleras mecánicas por el estrecho pasillo que le dejaban a la izquierda. Cuando llegó al anden se acababa de marchar un tren hacía treinta segundos. El próximo llegaría en cuatro minutos. Dio un paseo a lo largo del andén hasta situarse donde quedaban los vagones de cola, así, ganaría un minuto.

Cuando el tren llegó, pudo sentarse junto a alguien que dormía. Llevaba una bolsa de deportes medio vacía entre las piernas y el As enrollado en una mano.

En mitad del trayecto, una pareja entró en el vagón y cantó un bolero con voz de Lucho Gatica y pensó que no estaba mal eso de que hubieran alargado el tiempo que dedicaban a cantar en cada vagón. Ya casi todos lo hacían durante dos estaciones. Algunos durante tres.

Se bajo en Atocha y salió al Paseo del Prado. El vacío en el estómago era cada vez mayor. Parecía como si hubiera desaparecido por completo, como si debajo de la camiseta lo que tuviera fuera un molde de estómago absolutamente hueco, una pieza protésica de laboratorio. Sabía que en un momento, todo volvería a la normalidad.

Junto al hotel había un quiosco donde compró el periódico. Intercambió con el dependiente opiniones acerca de si se vendían más periódicos con la llegada del calor y se fue hacía la entrada del hotel.

Pasó por delante de recepción como un cliente más y esperó a que llegase un ascensor vacío. Empapó la manga de la camiseta al secarse la frente, pulsó el cuarto piso y se alegró de que ya no hubiese ascensoristas. La moqueta en los pasillos del hotel silenció sus pasos y también se alegró por ello. Se hecho la mano al bolsillo y comprobó que todo estaba en orden. Era importante no haber olvidado el silenciador.

Llamó a la puerta y se encontró delante de un hombre con pinta de nada. Le metió dos tiros y bajó de nuevo por el ascensor. Cruzó el hall del hotel y salió a la calle. Cuando alcanzó el Jardín Botánico se sentó en un banco a respirar. Desdobló el periódico, vio que era el Día del Libro y que Álvaro Mutis había iniciado este año la lectura de El Quijote.

Subió hasta Cibeles y luego por Alcalá, entró en el Círculo de Bellas Artes y esperó su turno para leer algunas líneas. Se quedó mirando fijamente hacia el atril y pensó en lo agradable de un paseo en barco. Un paseo con la cara llena de sal y la brisa cortándole los labios, un paseo solo, y él como capitán.

Al llegar su turno ya no sudaba. Recitó de memoria:

—Cuando creía que ya habían pasado por mis manos la totalidad de escritos, cartas, documentos, relatos y memorias de Maqroll el Gaviero...

Sintió al acabar que algo no encajaba y que mañana sería otro día.

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