Nada normal (2002)

Las cosas torcidas

Emilio de Miguel

Hace tres meses me di cuenta de que mi mujer tenía la cara torcida. Era algo casi imperceptible, pero lo que importa es que me di cuenta. Ocurrió mientras me servía la sopa. La miré a la cara y de pronto me dije: “Dios mío, esta mujer tiene la cara torcida”. Esperé a que se durmiera y entonces cogí una regla y comprobé que tenía razón. Su nariz a partir del caballete se curvaba un milímetro hacia la derecha. Tampoco su boca era recta: la comisura del labio izquierdo estaba un milímetro más elevada que la del lado derecho. Estos descubrimientos me llenaron de desazón. ¡Que hubiera necesitado quince años de matrimonio para darme cuenta de que mi mujer tenía la cara torcida!

Fue un poco lo que me pasó con la reproducción de la Mona Lisa que tenemos junto al televisor. Hace cinco años, mientras veía el Real Madrid-Barcelona, me fijé en ella y me dije: “Dios mío, ese cuadro está torcido”. Era algo casi imperceptible, pero la idea de que el lado del cuadro no fuese perfectamente paralelo al lado del televisor me llenó desazón.

Desde aquel día no pude volver a ver la televisión tranquilo. Toda mi obsesión era que el extremo del cuadro recuperase su condición de ser la paralela perfecta del extremo de la televisión. “Levántese, mueva un poco el cuadro y ya está”, me dirá usted. Pues no. Poner recto un cuadro no es tan sencillo. Uno se levanta, mueve un poco la esquina del cuadro y cree que ha terminado. Vuelve a sentarse, mira al frente y comprueba con horror que las supuestas paralelas siguen negándose a no encontrarse más que en el infinito.

En aquel entonces yo era muy inexperto y creía que con un poco de ojo y pulso arreglaría el problema. Cada dos por tres me iba hacia el cuadro y con extrema minuciosidad corregía su inclinación para que estuviese perfectamente paralelo al televisor. Cuando me alejaba y comprobaba el efecto, siempre advertía que o me había pasado o me había quedado corto y otra vez a calibrar distancias. Mi mujer, cuando me veía, me decía: “Manolo, deja en paz ese cuadro ya de una vez”. A ella, como es de letras, las cosas de la armonía no la desazonan. A mí, sí.

Fue entonces cuando comprendí que necesitaría la ayuda de la técnica. Compré una regla de esas de los arquitectos y una plomada. Con la plomada establecí claramente la vertical y con la regla determiné que ambas esquinas del cuadro deberían estar exactamente a un metro cuarenta y dos centímetros del suelo. Con un lápiz marqué los puntos importantes y clavé el cuadro como era debido. Me senté, lo contemplé. Y nuevamente había algo que fallaba. Su extremo superior no era exactamente paralelo al techo. Estuve dos semanas haciendo cálculos hasta que comprendí que el error no había sido mío. Era el techo que estaba alabeado. No mucho, algo casi imperceptible, pero lo suficiente como para producirme desazón.

Contraté a un albañil para que con un poco de escayola nivelase el techo. Mi mujer me dijo que había perdido la cabeza, que porqué teníamos que gastarnos veinte mil pesetas en una cosa tan nimia. Ella, que es de letras y mujer, no comprendía la importancia de estas cosas. Fueron las veinte mil pesetas mejor utilizadas de mi vida. El cuadro quedó equilibrado y pude volver a disfrutar del Real Madrid-Barcelona o incluso del Osasuna-Alavés como antes.

Así que imagínese mi desazón. Ahora que el cuadro estaba finalmente equilibrado, después de tantos desvelos, y que yo había vuelto a disfrutar de una vida ordenada y tranquila, iba y descubría que mi mujer tenía la cara torcida.

Desde que lo descubrí, cada noche aguardaba impaciente a que se durmiera. Tan pronto notaba que lo había hecho, sacaba mi regla y medía su cara. No había lugar a dudas: la nariz estaba alabeada como el techo del comedor y el labio lo tenía torcido como el cuadro. Fueron muchas las noches de insomnio en las que no pude conciliar el sueño, pensando en cómo podría arreglar lo de la cara torcida de mi mujer. Perdí el apetito y empecé a sufrir de dispepsia y de jaquecas.

Mi mujer me dijo: “Manolo, a ti te pasa algo” y antes de que hubiera podido responderla, ya me había obligado a iniciar la ronda de médicos, que si el gastroenterólogo, que si el otorrinolaringólogo, que si el cardiólogo. Fue en la consulta de uno de esos “ólogos”, que me vino una idea. “Cariño”, le dije a mi mujer, “¿qué tal si te hicieras una pequeña operación de cirugía estética?” “¿Me estás llamando fea?” “No, pero, es un suponer, si tuvieras la nariz torcida y una comisura del labio más alta que la otra, es un suponer, te lo corregirían y tendrías un rostro perfecto”. “Mi cara está perfecta y además no tenemos dinero para una cirugía”. “Pues pedimos un crédito al banco...” “¡Tú estás loco!” Después de aquello mi mujer se cerró en banda y cada vez que quise volver a sacar el tema de la cirugía, me pegaba un bufido.

Como verá, yo quería arreglar la cuestión por las buenas, pero ella no me dejó alternativa. Una noche, le puse un somnífero en la sopa. Cayó rendida, mientras veía Operación Triunfo. La llevé en brazos al cuarto de baño. Cogí un martillo y un escoplo de la caja de herramientas y empecé a corregir esa nariz alabeada y esa boca torcida. El efecto del somnífero no fue suficiente y se despertó en medio de la intervención. El resto no se lo voy a contar, señora abogada. Ya lo habrá leído usted en el expediente.

Por cierto, le voy a pedir un favor. ¿Ve aquellas rejas de allí? ¿Se ha dado cuenta de que están un poco torcidas? En su próxima visita, ¿no podría traerme un martillo?

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