Salas en la memoria

 Elena Hernández

Limpias y aseadas. Así nos había dicho sor Visitación que debíamos ir aquella mañana para pasar el reconocimiento médico. A la hermana no le importó que la clase estuviera todavía helada para mandarnos desnudar a las cinco primeras de la lista. A Pili Geijo, que era el número uno, le dejó quedarse puesta la camiseta. De vez en cuando le daban ataques epilépticos y las monjas siempre la trataban con un poco más de cuidado para que no se pusiera nerviosa.

Ana Isabel Gomero, Luisa Gómez Lobera, Paloma Gutiérrez y yo nos fuimos quitando delante de toda la clase el uniforme, la blusa y la camiseta, que doblamos con cuidado encima del pupitre bajo la estricta mirada de sor Visitación, que viendo que yo tardaba demasiado se acercó a mi mesa para abrocharme la bata con sus manos frías y amarillentas. Miró hacia el suelo y con un gesto de la mano me indicó que me estirara bien las medias, ligeramente arrugadas por la poca consistencia de la goma que mi abuela siempre dejaba demasiado floja.

Antes de empezar las oraciones, la hermana nos explicó que este año el reconocimiento no iba a ser en el gimnasio porque, según la directora, hacía frío, sino en la sala contigua al oratorio, situada en el convento, una vez pasada la capilla. sor Visitación leyó dos oraciones, recitó el Avemaría y todas cantamos de pie con las manos juntas «Demos gracias al Señor» dirigidas por la aflautada voz de la hermana que luego nos dio permiso para que nos sentásemos.

La ausencia del uniforme hizo que el frío de la silla se me pegara a la espalda. De pronto, la pierna derecha se me empezó a mover precipitadamente cuando sor Visitación había comenzado la lección de Ciencias y eso significaba que el reconocimiento médico estaba cada vez más próximo. A Pili Geijo le vino a buscar sor Asunción, la portera, no fuera que a mitad de camino le diera el ataque y se quedara allí sola sin nadie que la ayudara. Me imaginé a la pobre Pili tirada en el suelo toda tiesa, con la espuma desbordándole la boca, y me dio un escalofrío.

A mitad de la lección, cuando sor Visitación acababa de explicar en qué consistía la fuerza centrífuga, entró en el aula Luisa Gómez Lobera. Eso quería decir que los médicos habían empezado a mirar a Paloma y que yo debía salir ya para llegar a tiempo. No sabía exactamente dónde estaba la habitación que la hermana había mencionado antes de rezar, pero tampoco me había atrevido a levantar la mano para preguntarlo por miedo a una de sus terribles reprimendas.

Volví a estirarme las medias, me alisé la bata y salí de clase dispuesta a encontrar cuanto antes el lugar del reconocimiento. El pasillo de la tercera planta tenía un aspecto descomunal a aquella hora de la mañana. El azulejo brillaba y se hacía cada vez más negro según se avanzaba por él, acompañada por los murmullos que se escapaban por debajo de las puertas de las aulas. De pronto, un grito hizo que me parara. En la clase de séptimo la señorita Mari Carmen reñía a alguien que estaba en la pizarra y yo deseé con todas mis fuerzas que al año siguiente no me tocara como tutora.

No había reanudado todavía la marcha cuando se abrió a mis espaldas la chirriante puerta de mi clase y la figura oscura de la hermana, sólo rota por la cinta blanca del velo, me gritó:

—Señorita Hernández, venga por favor. ¿Se puede saber qué hace ahí parada en medio del pasillo? Toma, dale este libro a don Luis cuando pases por la capilla. Lo necesita para el funeral de esta tarde por sor Pilar. Anda y date prisa, que siempre estás como pasmada.

—Sí, hermana —atiné a decir agachando la cabeza.

Bajé todo lo rápido que pude las escaleras hasta llegar a la entrada principal del colegio. Las puertas estaban abiertas y todo el frío del patio vacío entraba con fuerza hasta la portería donde sor Asunción, con una manta sobre el hábito, rellenaba los recibos que luego nos subiría a clase. Me sonrió y con una leve inclinación de cabeza me invitó a seguir por aquel siniestro camino.

A pesar de que eran las nueve y media de la mañana, el convento estaba oscurecido. Dejé atrás las últimas clases de las niñas de párvulos con su olor a goma de nata y traspasé el umbral que me iba a conducir hacia el oratorio. Apreté con fuerza el libro que me había dado sor Visitación para don Luis y me asomé a la capilla desierta.

Me costó llegar con la vista hasta el altar, a pesar de que Jesucristo, agrandado por la luz anaranjada de los cirios, dominaba desde las alturas todo el pasillo central. Esperé unos segundos por si aparecía don Luis, pero el cura debía de estar en la sacristía. Miré hacía el pasillo. Nadie pasaba por allí.

Di unos pasos pegada a la fila central de bancos sin mirar al frente. El olor de las flores y de las velas era muy intenso. Mis zapatos crujían al contacto con el suelo encerado. Llegué al primer banco y alcé la vista. Jesucristo me miraba con dolor desde arriba. La tela blanca bordada que cubría el altar se movía insinuante al compás de las llamas de las velas.

Subí los dos escalones que me separaban del altar y me acerqué al púlpito donde se leían las preces. Era demasiado grande para mí sin el altillo que nos ponían para leer cuando había misa. De pronto, la madera brillante y oscura del púlpito hizo un ruido seco y plomizo a mi lado. Me quedé quieta y miré a Jesucristo. Seguía allí, parcialmente iluminado con sus gotas de sangre secas en las manos y en el costado.

Apenas me dio tiempo a fijarme en el gladiolo blanco que desde las alturas había caído a mis pies. Solté el libro y salí corriendo por el pasillo reluciente escuchando sólo a medias la voz rasposa de don Luis a mi espalda. Tenía la respiración entrecortada. Pegué la cara contra el cristal de las puertas que daban al patio y con los ojos cerrados dejé que el frío que venía de la calle aplacara todo el calor de mi cara hasta que los latidos de mi corazón se fueron calmando.

Con los ojos todavía cerrados pensé en los gritos de sor Visitación y, lo que era peor, en el castigo que me iba a poner si no llegaba a tiempo al reconocimiento. De las cocinas salía ya el olor a sopa de verduras y garbanzos que todos los martes nos servían en el comedor. Sólo el chocar de las cucharas con las ollas interrumpía la calma del convento. ¿Dónde estaban las otras monjas, las mayores, las que no daban clase? ¿Dónde estaba el oratorio?

Pasé la cocina y una serie de puertas se alinearon ante mis ojos en la parte derecha del pasillo. Empecé a recordar. Hacía más de un año, desde el curso pasado, que la hermana no nos llevaba a rezar al oratorio, pero aquellas puertas grises me eran familiares. Pensé en Paloma. Debía haber salido mientras yo estaba en la iglesia y ahora estaría en clase ya vestida siguiendo la lección de la hermana.

Un murmullo uniforme empezó a resonar en el vacío del pasillo. Me paré unos segundos, me subí un poco las bragas, me arreglé las medias y metí las manos apretadas en los bolsillos de la bata. Debía estar cerca, las voces se hacían cada vez más fuertes. De nuevo el olor de los cirios se hizo presente, más intenso que en la iglesia. Esa era una buena señal, quería decir que el oratorio estaba cerca y, por tanto, también el aula del reconocimiento.

En la oscuridad del pasillo inundado por el olor a sopa, vi que una luz se escapaba por debajo de la última puerta y que el rumor de voces se aproximaba. Los médicos estarían esperándome. Saqué la mano derecha y giré el picaporte para entrar por fin en la habitación.

Un inmenso ataúd marrón ocupaba toda la estancia rodeado por el calor y la luz cimbreante de unos gruesos cirios rojos que alumbraban intermitentemente unos bultos negros que desde las paredes rezaban en letanía. Apreté los muslos y fijé la vista en el ataúd un instante. Luego cerré los ojos y esperé a que la imagen se borrara. Los volví a abrir. Las luces de los cirios se habían metido dentro de la caja. La cara amarillenta y arrugada de la hermana muerta emergió de las tinieblas. Se oscureció y volvió a iluminarse a medias. La miré fijamente. Se acentuó el rumor siseante de las oraciones y una humedad caliente empezó a descender por mis piernas.

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