Para mi abuelo,
porque llevo su pajarita anudada
alrededor de mi corazón.
No consigo encontrar la fotografía. La he buscado desde lo del robo, pero no aparece por ningún lado. Sin embargo tengo esa imagen grabada en la cabeza. Mi padre con su chupa de cuero, mi madre con su chaqueta de lana azul. Yo estoy en medio, tengo unos diez años. Los dos me rodean con su brazo pero ellos no se tocan. Están tan alejados el uno del otro que al fondo destaca una montaña cubierta de nieve. Seguiré buscando el álbum, tiene que estar en algún sitio.
Recordé lo de la fotografía en comisaría, mientras le explicaba al policía que me habían abierto el coche y se habían llevado una chupa de cuero negra, una chaqueta de lana azul y la cartera con todos mis carnets. Sólo dejaron la cazadora de cuadros vieja que compré en el Rastro, la única que no me habían regalado mis padres.
Este documento no acredita la identidad personal. Firmé la denuncia y me fui a un taller de guardia. Alguien tenía que limpiar todos aquellos cristales del asiento de atrás para que yo pudiera ir a casa de Pedro. La misma noche del robo íbamos a cenar juntos. Creo que incluso llegué puntual. Una cosa llevó a la otra y acabamos en el sofá de su salón. Fue entonces cuando le pedí que me dejara hibernar entre sus brazos.
Pero bueno, cosita, creí que me habías dicho que tú no eras nada cariñosa.
Pues es verdad, pensé en el momento, pero luego ya no volví a pensar. Aquella noche sentí su piel con tanta intensidad que habría dado igual que llevara siete jerseys puestos. Todo mi cuerpo se transformó en un colador con 150 agujeros por los que Pedro me penetró.
Al día siguiente empecé a guardar los calcetines por parejas. Ni siquiera me sorprendió que dos semanas después los ladrones se molestaran en enviarme la cartera por correo.
Pedro me dejó un miércoles. Se escurrió entre mis dedos, sin más.
Perdóname, he conocido a otra persona, nunca me había sentido así.
Volvían a robarme, y yo sin localizar la fotografía. A lo mejor se la había llevado mi padre, con el lío de la mudanza. Esa montaña con nieve, bonito paisaje, claro que, ¿no era un retrato de familia? Tenía que reaccionar, centrarme y decir algo, lo que fuera, pero rápido.
Suerte, que te vaya bien con ella, te deseo lo mejor.
Sonó como en esas películas antiguas donde de repente una escena está doblada por otra voz.
Necesitaba salir del apartamento de Pedro, pegar un par de gritos y racionalizar. Así que era verdad lo de la canción, el amor es un piano que te arrojan desde un cuarto piso en el instante menos oportuno sólo porque estabas en el lugar equivocado. No quería ser un bicho bola otra vez, abrazar mis rodillas y esconder la cabeza siempre que alguien se acercara.
De alguna forma conseguí llegar a casa. Subí a mi cuarto sin encender las luces y me dormí. En algún momento apagué el despertador y me fui a la facultad. Terminé sentada en el césped de Filosofía. Lo bueno de los jueves es que siempre hay fiesta. Saqué la cartera para pedir un mini, miré el carnet de conducir y de pronto lo vi claro. Por fin había recuperado mi identidad. No necesitaba la chupa de cuero, ni la chaqueta de lana azul, ni siquiera a Pedro. En realidad se trataba de respetar la entropía del universo. Tarde o temprano todo se desorganiza. Quizás la felicidad radique en aceptar el caos como modo de vida. Nunca se sabe cuando te va a caer un piano en la cabeza. Ahora ya no me hago una bola ni me escondo. Las cosas son como son y está bien. Tampoco es conformismo, pero se pierde demasiado tiempo intentando controlarlo todo. Tanto que a veces te olvidas hasta de quién eres.
Me gustaría encontrar la fotografía. Algún día mis hijos tendrán una igual. Claro que ellos no se acordarán del paisaje, sólo de su madre con una cazadora de cuadros vieja abrazando a su padre.

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