Sin remedio

 Gabriela Llanos

A Emi, por seguir aquí



«Puedo escribir los versos más tristes esta noche», recitó Emilia antes de darle el más indigno de los exilios a Pablo Neruda, allá en la oscuridad debajo de su cama. Era inútil. No podía escribir los versos más tristes esa noche. ¡Y sí que estaba triste! Es más, presentía que la máquina de tortura invisible que traía la inquisición a su cama y la enterraba en el «mundo Prozac», excedía incluso los territorios propios de la tristeza. Pero, ¿cómo escribir, o mejor dicho describir, ese dolor tan huérfano, repleto de canas y arrugas?

Seguramente la llamada de Berta, que borracha de alegría le comunicó la llegada de su tercer hijo, fue el detonante de tanta tragedia en reposo. Recordó a Berta y fue como tenerla en frente comentando las bondades de la margarina para la tortilla francesa. Nadie podría negar que se había superado. Berta, que probablemente vio la luz con un delantal en la cintura y una batidora bajo el brazo, de tener boletos en primera clase para la soltería pasó a tatuarse los ojos de Alberto en la piel.

Y ¡cuánto había cambiado Alberto! Ya no quedaban rastros de aquel chico seductor que sólo se reunía con las más inteligentes de la clase, promotor de la campaña en contra del lento y lamentable suicidio que bautizó como matrimonio. Ahora Alberto preparaba barbacoas mientras barajaba nombres para su tercer retoño, haciendo caso a Berta y su cábala prenatal de llamar por nombre y apodo al nuevo integrante de la familia con la ecografía en mano. Así lo había hecho con Alfredito, alias «el cabezón» (porque ya desde el segundo mes de embarazo Berta había advertido que el niño tendría un amplio tejado) y con Anita «la eléctrica», debido a que la criatura no dejaba de mover cuanto hueso y músculo se le iba incorporando. Soportando la ironía, la cábala había funcionado: «la eléctrica» y «el cabezón» paseaban con orgullo esa ventaja diferencial que el instinto maternal de Berta había identificado.

En alguna época Emilia también creyó tener la facultad de vaticinar el futuro, pero Berta, con su doméstica seguridad, logró dejar atrás, aparcados sin más, tantos años defendiendo la idea de que un hijo no amarra a un hombre y la agónica certeza de que Alberto simplemente le daría un apellido al producto de aquella noche, en la que el alcohol y el humo, le robaron la cuidadísima virginidad a Berta. Pero, ¿cómo podría ella haber imaginado que Alberto terminaría enamorándose de Berta y su manteles de hilo ruso? Cómo podría haber siquiera sospechado que él cambiaría sus intelectuales gafas redondas por el antifaz de hielo rosado con el que Berta combatía las ojeras? Le resultaba difícil, le resultaba imposible digerir sin algún fármaco milagroso que las ideas se transforman con el paso del tiempo, o lo que es aún peor, que los años de juventud, de defender lo indefendible, no son más que un recreo en la vida de los hombres, antes de caer en brazos de tantas Bertas de albornoz y cafetera desparramadas por el mundo.

El timbre del teléfono la alejó de tanto pasado. «Hola, mamá. No, no he podido hablar con el rector de la Universidad. Miguel tiene una calificaciones fatales, mamá. Me da vergüenza recomendarlo directamente. Sí, sé que se lo prometí, pero ¿qué futuro puede tener en el periodismo un niño que está convencido de que la Guerra Fría fue un enfrentamiento entre la Coca-Cola y la Pepsi-Cola? Bueno, está bien, veré qué puedo hacer por Miguel. No, no estoy fumando, mamá».

Colgó el teléfono y volvió a pensar en Berta y su explosión demográfica. Se preguntó si tal vez la sobredosis de cuentos de hadas antes de dormir, paseos en bote los domingos y Disneylandia en el verano son los verdaderos cimientos de un Premio Nobel. Tal vez Berta hacía lo correcto, pues qué había logrado ella con tanto empeño por cultivar la mente y el espíritu de Miguel, el primogénito de su hermana. Clases de inglés, talleres de escritura, Rayuela de Julio Cortázar a los 15 años e intensivos de César Vallejo durante los fines de semana en el chalet de la sierra. Tanta transmisión de conocimiento al compás de música clásica para obtener un chico que sólo deseaba ser periodista para viajar y entrar a los conciertos gratis.

Se levantó con esfuerzo de la cama rumbo a la cocina para preparase el quinto café de la noche. Se detuvo frente a la biblioteca. Observó la foto de su sobrino y experimentó la misma angustia de siempre. ¿Sería ella la culpable? ¿Sería un justo castigo para la obstinación malsana de conducir una vida? No, no lo consideró justo. Ella hubiera dado sus costillas por haber crecido en un hogar donde los almuerzos significaran algo más que una detallada revista de los últimas novedades del barrio. Infancia y adolescencia sintiéndose estafada, endosada en un clan familiar que no le correspondía. Pero sus padres también habían perdido en esa apocalíptica repartición de descendencia. Ya hasta habían desechado la esperanza de que Emilia simplemente logre normalizar su vida: dejar esa rutina de veleta que la transportaba a diferentes latitudes y estados anímicos.

Se marchó café en mano hasta el escritorio, con el objetivo de descargar en el ordenador todo lo que esta noche bautizaba por primera vez como tristeza. La foto de Miguel la observaba como todas la noches. La colocó de espaldas. Sentía que hasta su sobrino, el depositario final de sus mejores intenciones, la miraba con lástima. Abrió el primer cajón de la derecha. Allí estaban, llenas de polvo y fracaso, las cartas de tantos ilusos que habían pretendido enamorarla. Más abajo, las fotos de aquella época que pasó con Alberto. Le costó reconocerse en esa joven de cabello largo y hambre de proyectos, que se aferraba al brazo del chico que admiraba y deseaba como testigo de vida. Emilia y Alberto en la conferencia de Nuevo Periodismo, Emilia y Alberto planificando la campaña para las elecciones estudiantiles, Emilia y Alberto en la puerta del Louvre a punto de tocar la historia y eternizarse con tantas ideas que no llegaron a salir de sus cabezas. Alberto solo, jugando con su pelo.

No le fue difícil recordar aquella tarde, la última que pasaron a solas. Estaban en la terraza de su casa. Alberto acababa de leer sus primeros cuentos y decretaba que llegaría el momento en el que ella podría vivir de su imaginación y de la ebullición de frases ingeniosas que él tantas veces repetía. Volvió a mirar la foto y por primera vez reconoció ese gesto de Alberto que le torció el destino. ¡Cuánta admiración había en sus ojos! Alberto esperaba todo de ella. No podía defraudarlo. No podía decirle que ella, «la moderna e inteligente Emilia» se había equivocado en las cuentas. No podía decirle que la naturaleza le había jugado una mala pasada, ubicándola en la lista de las niñas ingenuas que no tienen control de sus cuerpos, sus ciclos menstruales, sus hormonas. Peor aún hubiese sido reconocer que para ese entonces no le importaba nada a su lado, que un cambio de 180 grados se presentaba como una hermosa aventura, que había llegado a imaginar el futuro juntos: ellos dos más ese inoportuno error que tendría sus ojos y una matrícula de honor en la vida.

Volvió al presente asustada. Reconoció la voz de Miguel desde el portal. Se asomó por la ventana y contempló a su sobrino de una manera diferente. Alberto debía tener unos cinco años más que Miguel la tarde en que la expulsó para siempre de su vida. Había llegado puntual, con una barba y un humor que presagiaban algún desastre. Con la mirada perdida, Alberto le anunció que había cometido un error y tenía que asumir las consecuencias. Oír que Berta no se merecía que él la dejara sola en esa situación y que el fondo él siempre había deseado tener una familia, le parecía irreal, una broma de mal gusto, un mal sueño. «Eres demasiado para mí, Emilia. Traté de seguirte con tus ansias de comerte el mundo pero no soy tan bueno como tú. Tienes que cumplir con tu destino y yo enderezar el entuerto que me he procurado.»

Miguel abrió la puerta y la rescató de la escena que tantas veces había prometido olvidar. Miguel le habló con ternura: «La abuela me dijo que no te encontrabas bien.» Se abrazaron fuerte, evidenciando un acuerdo que ni Cortázar, ni Vallejo, ni la música clásica hubiesen podido concertar. Miguel siguió hablando: «¿Nunca has tenido la sensación de estar equivocándote sin remedio?» Emilia se aferró a Miguel con todas las fuerzas que su tristeza le permitía. «Siempre, hijo, siempre», respondió, pero sólo ella y sus recuerdos recibieron el mensaje. Ya después, sola en la cocina preparando una tortilla francesa con abundante margarina, pudo derramar todas las lágrimas que pedían auxilio. Sólo entonces logró escribir, o mejor dicho describir, su tristeza. Pero ya era de día.

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