Sin título

 Lara López


Mi hermano Cote solía decir «hay músicas que me hacen cerrar el grifo y darle una vuelta a la salsa boloñesa». Y yo asentía en silencio mientras escuchábamos la Primera Sinfonía de Tchaikovsky, nuestro mayor tesoro. La había conseguido Cote, que era el mayor, al comprar la primera entrega de una colección de Grandes Clásicos del Romanticismo. Yo entonces era un chaval de once o doce años y, aunque nunca me habría atrevido a confesarlo, lo cierto es que disfrutaba más de las canciones de la radio. Había un locutor, Carlos Alberto Diego, que mezclaba novedades con canciones del pasado, «pepitas de oro», decía. Solía ponerme delante del espejo y ensayarlas, como si me fueran a llamar para ir a Gente, en la tele. Unos cuantos gestos por si me preguntaban por qué había escogido una canción de Nino Bravo y yo, sin inmutarme, ni mover demasiado las manos, que es un síntoma de nerviosismo, contestaría algo relacionado con la luminosidad de su textura vocal o algo así. Pero a Cote nunca se lo habría podido decir. Delante de él siempre aseguraba que mi idea de la diversión era poder hablar de Mussorgsky y sus Cuadros para una exposición o de las Noches en los jardines de España de Falla, los discos que él tenía en su habitación, que siempre estaba llena de cosas. Tenía muchas más cosas que yo, porque para algo era el mayor, decía siempre.

Una tarde me atreví a decirle que así no había manera de iniciar una conversación. Cote me contestó que no me preocupara, que me limitara a escuchar. Y eso fue lo que hice, cerrando los ojos, como él, cuando llegaba el divisi de los violines de la obertura de Lohengrin e intentando emocionarme y llorar, aunque nunca he tenido facilidad para la lágrima.

Cuando Cote se fue, mi discografía esencial menguó de golpe, porque sólo me quedé los Conciertos para violín de Bach y Las cuatro estaciones de Vivaldi, que salían en todos los anuncios de sopa de sobre. Y con la habitación entera para mí, eso sí es verdad, aunque ya no me gustaba tanto. A cambio, me tocó hacer la comida a mi padre todos los días. No me daba tiempo a nada, de tanto ir a la compra para él y hacer la comida todos los días. Pero así era mi padre. Siempre había que hacer lo que él decía. Primero mi padre, después Cote y, el último, siempre yo. A nadie parecía importarle lo que yo quisiera.. Y ya no pude volver a salir los domingos, que era el día en el que echaban fútbol por la tele y no quería verlo solo. Entonces empecé a dejar de encerrarme en el baño, porque cada vez que lo hacía, en vez de cantar delante del espejo me daban ganas de otras cosas y me dio miedo convertirme en un degenerado. Y aunque la tele no estaba tan mal, en aquella época era capaz de adivinar las músicas de todos lo anuncios, de vez en cuando quedaba con mis compañeros de clase. Para que no creyeran que no ponía de mi parte. Y, sobre todo, para quitarles de la cabeza que yo pudiera ser maricón.

Solían citarse los sábados a las cuatro, en la salida del metro de Callao y subían y bajaban la Gran Vía, porque aún no les dejaban entrar en las discotecas. Un sábado, unas chicas que iban solas a una de parejas que había en Santo Domingo nos pagaron la entrada. A mí me tocó entrar con una que tenía el pelo corto y una chaqueta verde de mezclilla jaspeada. Al principio me hice algunas ilusiones, pero nada más bajar las escaleras desapareció en la oscuridad de la sala, y al cabo del rato la vi bailando con uno que parecía bastante mayor. Se estaban besando. Esa tarde me juré no salir con ellos, ni con nadie, nunca más. Pero al lunes siguiente conocí a Paula.

Ya la había visto antes, porque fregaba la escalera de casa cuando no iba su madre. Pero hasta esa mañana nunca la había saludado, porque la veía siempre con el flequillo sobre los ojos y esa no era mi idea de peinarse para ir a trabajar. Había bajado muy pronto a hacer la compra y fue ella la que me propuso ir a tomar algo. Me acuerdo que tosí un poco antes de contestarla, pero no creo que se diera cuenta y, todavía no se por qué, le dije que sí. Fuimos a un karaoke, uno que estaba cerca de Gran Vía y yo me acordé de mis amigos de clase y de la chica de la chaqueta de mezclilla. Nos lo pasamos muy bien. Paula cantaba con gran profesionalidad, con el micrófono en la mano y el cable recogido en un bucle corto, balanceándose despacio cuando el estribillo llegaba a la parte instrumental. Estaba muy guapa sobre el escenario, un rectángulo del local, que no era tan oscuro como las discotecas de parejas de Santo Domingo. Esa noche le dije que me había enamorado de ella y que no me importaba que se dejara el flequillo para ir a trabajar. Pero ella no dijo nada. Bueno, sí, me dijo que era un poco raro, pero yo pensé que era un cumplido. Mi hermano Cote solía decir que Satie era considerado en su momento un tanto estrafalario. No volvió a quedar conmigo, pero aquella tarde con Paula cambió mi vida.

Seguí yendo a todos los karaokes que pude, aunque entonces yo no me sabía ninguna canción. Bueno, excepto Tío Alberto, de Serrat y alguna de Frank Sinatra. He de admitir que el inglés se me da bastante mal. Sin embargo, me convertí en un experto de las canción italiana. Al principio, sentía una profunda admiración por los que llegaban en grupos, o en parejas. Siempre parecían divertirse más que yo.

Un día me atreví a conversar con una de las chicas que iban a celebrar un cumpleaños y le hablé de mi manía de escuchar música clásica cuando cocinaba pasta a la boloñesa. Todo fue bien hasta que conocí a Mateo. Bueno ya habíamos hablado un par de veces, porque era un habitual del Ezequiel's, que estaba en Bravo Murillo. Mateo trabajaba en una cafetería pero sólo tenía turno de comidas y, aunque al principio se despedía hasta otra, en seguida me di cuenta de que al día siguiente me lo encontraría en la barra. Siempre estaba en la barra, comiendo panchitos y bebiendo una Mahou cinco estrellas. Una vez estuve a punto de decirle que me resultaba un poco vulgar. Pero pensé que sugerirle un ginfizz, que entonces era mi bebida favorita, podría considerarse un gesto un poco arrogante, y en definitiva me agradaba su compañía silenciosa, como de antiguos compañeros de curso. Lo mejor de conocerle es que yo sabía que me admiraba. En su fuero interno. No se cómo explicarlo, pero lo intuía.

Por ejemplo, si salía a cantar a Perales, en el que me había convertido en un experto, en la parte de «perdóname si te hago otra pregunta», me giraba para ver su reacción. Y siempre le delataba un estremecimiento. Lo malo es que un día le animé a que la cantara él. He de reconocer que lo hice sin pensar que aceptaría. La verdad es que creo que me mareé cuando acabó la canción y todos lo que estaban allí, hasta el camarero de la chaqueta roja, se puso de pie y empezaron a aplaudir. Mateo saludó como si lo hubiera hecho siempre, primero una pequeña inclinación de cabeza y luego, mientras aumentaban de intensidad los aplausos, gesticulando notoriamente, como hacen los tres tenores en las galas. Cote solía decir que el esplendor de Rossini sólo podía medirse si se comparaba con la sencillez de Bellini. Me alegré de que Paula no pudiera verme, sentado en la barra. Yo parecía Salieri y Mateo un Mozart sonriente. Cuando llegué a casa, me puse cinco veces seguidas El Anillo de los Nibelungos, en una reedición de CBS Masterworks que había encontrado rebajada en El Corte Inglés. Y en ese momento supe que aquello no podía volver a ocurrir.

La mañana siguiente le llamé por teléfono a su pensión, en la calle del Carmen. Tuve que esperar un rato, después de que contestara una mujer que me dijo que el señor González se pondría en seguida. Él se sorprendió un poco, porque no recordaba haberme dado el número, pero le dije que me había hablado de dónde vivía y que lo había encontrado con facilidad en la guía. Quedamos en La Oficina, que es un bar que hay un poco más abajo y que los miércoles está lleno de turistas, no sé por qué se llama así. Le pregunté por su familia y me dijo que sólo tenía una novia que vivía en Albacete y que la veía muy poco. Cuando le aseguré que tenía dotes para la canción se mostró muy contento e, incluso, preguntó «¿de verdad?» un par de veces seguidas, con su sonrisa amarilla. Me costó muy poco convencerle para que viniera a casa de mi padre, bueno, a mi casa, porque mi padre se murió el año pasado, cuando le conté qué había sido de Cote. Lo cierto es que fue fácil limpiar la sangre de las tijeras y hasta del cuerpo de Mateo, que la verdad es que no parecía que iba a pesar tanto, tumbado como estaba sobre la carpeta de Werther. Aunque la próxima vez, creo que preferiré algo menos ampuloso. He pensado que podría poner una de esas músicas que te hacen cerrar el grifo y darle una vuelta a la salsa boloñesa. Un Réquiem, por ejemplo, el de Fauré. Lo buscaré para tenerlo a mano.

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