En el semáforo

 María Vila


A mi primo, el Bala Perdida







No sé por qué desde un principio no me salté aquel semáforo cuando suelo hacerlo, sobre todo teniendo en cuenta que eran las tres de la madrugada y no había un alma. Los semáforos a esas horas son mortalmente largos. Todo el mundo se los salta. Así que miré a derecha e izquierda, y al ver que no había nadie me dispuse hacerlo, porque sí, aunque el muñequito autoritario con delirios de guardia civil estuviera en verde, y el disco en rojo; aunque todas las señales de tráfico a una legua me gritaran que no podía volverme a casa porque así lo disponía el código de circulación. Metí la marcha, cuando en el espejo de retrovisor apareció un Mustang descapotable y descapotado. Saqué la marcha y no me moví por la curiosidad de saber qué clase de grillado iba con el coche descapotado en pleno noviembre. Se paró a mi derecha. Se trataba de un joven de no más de veintitrés o veinticuatro años, con el pelo rubio y engominado hacia atrás y con cierto aire de guiri. Llevaba un jersey de cuello vuelto y una bufanda de cuadros. Me miró un momento, a través de sus gafas de cristales cuadrados. Tenía un aire mezcla de intelectual y de chulo-putas. Se echó el aliento en las manos que salió en forma de nubecita de humo, y a continuación se las friccionó. Yo tamborileé los dedos sobre el volante mirándolo de reojo. Él me analizó con todo el descaro del mundo y volvió a dirigir la vista al frente. Yo también perdí la vista a través del parabrisas. Las luces de cruce de mi coche iluminaban la calzada mojada y el intermitente izquierdo se reflejaba a intervalos en los catadriópticos de los coches aparcados. Había estado lloviendo hasta hacía un cuarto de hora y Madrid se veía anormalmente limpio. Volví a desviar la vista hacia él. Cogía un paquete de Camel light de la guantera. Dándole unos golpecitos sacó un cigarrillo y se lo puso en los labios. Me miró y yo me sentí ligeramente avergonzada. Centré mi vista en la radio y traté de buscar alguna sintonía en la que no pusieran bacalao, disco o algo terriblemente triste y pastelón. Supongo que pedía demasiado. Él ya había encendido el cigarrillo y le daba una calada honda y profunda para, a continuación, expulsar el humo muy despacio. Volví a mirar la luz roja del semáforo. Definitivamente me lo tenía que haber saltado cuando estaba en ámbar. Volví a encontrarme con sus ojos. Es increíble la cantidad de veces que una persona te puede descubrir mirándola en un semáforo. Yo me sentí ridícula en mi escarabajo del año de la polca. Él subió el volumen de la música hasta que yo la pude oír también. «Train», de Anthrops. Llevaba el ritmo golpeando con la mano izquierda el lateral de su cochazo. Debía de ser una cinta porque yo había sido incapaz de encontrar esa emisora. Apagué la radio y bajé unos centímetros la ventanilla para poder escuchar. Me costó un esfuerzo considerable porque las ventanillas de mi coche son de manivela, lógicamente, y se caracterizan por no funcionar como Dios manda. La siguiente vez que le miré me sonrió. Pareció haberle gustado mi natural gesto de cabreo ante los adelantos de la ciencia que a mí jamás me llegaban. Me cansé de disimular más. Busqué un plan de ataque y me vino a la mente la vieja estrategia de la niña tímida; bajé la vista al volante con una sonrisa inocente y avergonzada. A él también le gustó este otro gesto porque su sonrisa se hizo más abierta. Entonces me decidí. Total, la noche no se había dado nada bien y aquel era el hombre que había estado esperando toda mi vida. Puse el pie en mi asiento y me abracé la rodilla desnuda. Creo que llevaba mi minifalda beige. Él se aflojó la bufanda. Yo me reí, también con cierta inocencia buscada. En aquel instante el muñequito verde del semáforo de peatones comenzó a parpadear. Yo coloqué la mano sobre la palanca de cambios y la acaricié con suavidad. Él observaba con atención cada uno de mis movimientos. La acaricié de nuevo y él sopló y se terminó de quitar la bufanda. Recuerdo que pensé que con el numerito se iba a agarrar el mayor gripazo de la historia. Me solté el pelo. Soy incapaz de conducir con el pelo suelto porque no hace más que molestar, pero valía la pena hacer una excepción. Él pasó un dedo por la carrocería de su coche y yo, ni corta ni perezosa me lamí la rodilla. Él siguió acariciando la carrocería del coche con su dedo, aunque ahora lo movía rítmicamente hacia adelante y hacia atrás. Yo me metí el mío en la boca y lo chupé del modo más sugerente del que fui capaz mientras el monigote verde, escandalizado se apagaba para que viniera su compañero rojo, muñequito de la prohibición. Pero yo no estaba para prohibiciones. A base de tanta tontería y por llevar más de un mes a pan y agua, mi ropa interior se comenzó a humedecer y mi mente volaba. No sabía cómo estaría él. Se había apoyado en el reposacabezas y había cerrado los ojos mientras su lengua bailaba en sus labios. Quité el intermitente dispuesta a seguirle. Nada me esperaba en casa.

El semáforo se puso en verde, verde como mis intenciones, como las esperanzas de encontrar por fin la idea de hombre que propuso Platón. En aquel instante tuve un segundo para pensar en el filósofo: «Nosotros vemos un hombre u otro, personas determinadas, pero no vemos el hombre, la idea de hombre. Esa idea está sólo en nuestra mente». Yo siempre me había negado a aceptar eso. Sí que había un hombre, el hombre por excelencia, que me hacía temblar de placer en mis sueños. Y en aquel instante ese hombre estaba en el coche de al lado.

Metió la marcha y aceleró. Y yo detrás, dispuesta a seguirle en mi escarabajo, metí la marcha también y también aceleré. Entonces ocurrió. Tuvo que ocurrir. Mi escarabajo, voz de la conciencia, decidió que ya había tenido suficiente marcha por esa noche, y los dos nos quedamos allí, quietos, inmóviles, estropeados, jodidos y rotos, viendo como el muñequito rojo nos miraba burlón mientras los pilotos traseros del Mustang se perdían en la oscuridad limpia de un Madrid recién llovido.

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