Festín de amotinados (2000)

Un relato de taller

Matilde Ruiz Boada

A Enrique Páez, por hacerme comprender

que escribir no es fantasear inagotablemente,

si no ver más allá de los objetos y las personas.

Jueves 22 de enero: Falta un cuarto de hora para terminar la clase en el taller de escritura. Hoy sólo estamos cuatro, debemos de ser los sobrevivientes de la catástrofe navideña. El profesor nos reparte las hojas con el trabajo de la semana. Ésta va de “historias cruzadas”. Mientras voy leyendo la explicación me fijo en un párrafo preciso: “Las historias secundarias son importantísimas en cada narración. Son ellas, especialmente, las que hacen creíble un relato, porque muestran un mundo imaginario, que tiene varias facetas, al igual que el nuestro”. Lo leo varias veces, puntuando mentalmente. Me viene ahora el recuerdo de las redacciones escolares que, con tanto interés, me explicaba Marina, quien veía en mí apuntar una escritora en ciernes ¡y esto a los trece años! Bien, sigo con las historias cruzadas. “Un altísimo porcentaje de novelas están construidas basándose en historias secundarias”. Totalmente de acuerdo. ¿Qué sería de nuestra vida sin las historias secundarias? No puedo imaginarlo, desde que me levanto hasta que me acuesto lo que me da sentido al día, es lo imprevisto y sus consecuencias. La voz de Enrique Páez me trae de nuevo al taller, nos pide que escribamos en una hoja un pequeño argumento para un relato, que lo copiemos exactamente igual en otra y nos lo repartamos entre los compañeros. Me hago un pequeño lío, pero al final me encuentro con dos papeles en la mano. Ninguno es mi historia. Los leo, serán la base de mis historias cruzadas.

Primer argumento. Leo textualmente: “Una chica descubre al cabo de unos días que lo que ha soñado la semana anterior, en realidad es un hecho real”. Aquí él o la argumentadora se ha liado un poco con los hechos. Bien, adelante. “Cada vez está más asustada porque sus sueños van siendo muy macabros y luego le ocurre a gente que conoce”. Acabo de leer y echo una visual alrededor de la mesa. Charli me devuelve la mirada y niega. Sólo me queda la chica nueva y Beatriz. Pregunto y Bea se responsabiliza del tema con un encogimiento de hombros mientras dibuja en los labios una de sus más tiernas sonrisas. Le correspondo y paso a la segunda hoja.

Segundo argumento. Leo textualmente: “Un saltamontes va saltando por un prado, cada vez más alto, para llegar a las hierbas más frescas, pero se lo come un ruiseñor que quiere cantar más alto para atraer a una hembra. A éste se lo come una zorra para alimentar a sus cachorros. A la zorra la mata un cazador, sin más, para coger su cola y hacerse un llavero”. Lo leo tres veces, la primera porque no entiendo bien la letra, las otras dos porque me ha dado la historia completa y no sé cómo voy a entrecruzarla con la otra para formar a su vez mis historias cruzadas. Surrealismo puro.

Durante el habitual café que nos tomamos al terminar la clase, Charli, Bea y yo seguimos con el tema. Al hermano le ha caído lo mismo que a mí y trato de sonsacarle hábilmente sobre sus intenciones. Para él la cosa va por el tema ecologista (el cazador y la zorra) entrecruzada con una difusa interpretación onírico-psicológica de los sueños de la muchacha. Pensándolo bien, lo de la ecología mezclada con el sueño y psicoanálisis se puede aprovechar algo. Enrique, mientras se toma el café con leche, nos comenta que para escribir se necesitan tres cosas: A saber: Tener algo que contar (lo tengo), quererlo contar (quiero), y saberlo contar (ahí te quiero ver, Matilde).

Viernes 23 de enero:

Fiel al horario que me he auto-impuesto me siento a las seis de la tarde a escribir. Coloco las hojas ante mí y me quedo un rato esperando la inspiración, esa Safo de la que hablan los poetas. A la media hora me he fumado dos cigarros y no he escrito una sola palabra. Las hojas aparecen llenas de trazos seguros o inseguros formando dibujos que me recuerdan las grecas de los cuadernos escolares. Me razono a mí misma que me quedan cinco días y me largo al cine. Todo sobre mi madre. Almodóvar a tope.

Sábado 24 de enero:

A las seis de la tarde ya estoy escribiendo. Tengo el argumento. Mi historia va a ir sobre Arturo, un chico guapísimo que trabaja en el campo, estudiando el sistema de alimentación animal. Allí se va a encontrar con Elena, una chica también guapísima que no sabe nada sobre animales pero que a cambio tiene unas pesadillas horrorosas. Ve saltamontes de ojos inmensos y largas patas, pájaros que se comen esos saltamontes y que a su vez son comidos por zorras a las que luego matan cazadores para hacerse llaveros con sus colas. Lo malo, es que eso le dura muchos días y ella lo relaciona con desgracias que suceden a personas queridas. Arturo con su amor, le va a hacer comprender que eso es una tontería. Les ha unido el azar y sus supuestos terribles sueños sólo eran el camino para conocerse ambos. Elena acepta sin más la explicación y acaban casándose en los Jerónimos. ¡Qué horror, cómo voy a escribir esto! A las siete levanto el campo y me pongo a ver la televisión.

Domingo 25 de enero:

Hoy no he escrito nada. Creo que el esfuerzo de ayer me ha dejado bloqueada. Esta tarde, después de dar la clase en el Thyssen, me he ido con el grupo a tomar café al Palace. En un momento dado, se me ha ocurrido contar en alto las dos malditas historias. Más que nada para ver si alguien con imaginación me echaba un cable. Durante unos instantes he gozado de silenciosa expectación, después han contestado varios al tiempo. Lo único que he podido sacar en claro es que hay dos tipos de respuesta: A) “La gripe me ha dejado noqueada”; y B) “La visita a la exposición surrealista la tenemos el mes que viene”. Pues muy bien.

Lunes 26 de enero:

¿Cómo no lo he pensado antes? La explicación viene del mundo surreal. Un relato surrealista es imaginativo ante todo, imprevisible y caótico. Por ahí voy bien. Llamo a Charli para comunicarle que yo ya tengo el argumento y sonsacarle para ver como va él. No está en casa, pero Marcelo me comunica, extraoficialmente, que se ha ido a la sierra para recoger datos sobre el protagonista de su relato, que es un ecologista guapísimo que se encuentra con una chica que tiene pesadillas horrorosas, etc., etc. Mi argumento surrealista: “Una chica pintora lleva un mes trabajando sobre un cuadro. Cada vez se angustia más. No sabe como terminarlo. Empezó pintando un armario abierto, con muchos cajones cerrados. Lo bordea un desierto con dunas que acoge los objetos más insólitos. El cadáver putrefacto de una zorra es devorado por enjambres de insectos. Un inmenso saltamontes de facetados ojos trata de introducirse en el armario, parece un pene diabólico. Sobre un lirio blanco, un pájaro rojo mira la escena”. Me gusta. Mañana lo desarrollo.

Martes 27 de enero:

Esta tarde, al sentarme a la mesa para escribir, me he dado cuenta de que no he entrecruzado las historias. Mi relato no pasa de ser la descripción de un cuadro surrealista. Así que ahora voy a montar una historia psicoanalítica paralela que sirva de nudo narrativo. A ver: “La pintora es una reprimida, que no se atreve a enfrentarse a su propia realidad. Los cajones cerrados, representan sus frustraciones. Ella tiene sueños espantosos que relaciona con aparentes desgracias, pero en realidad teme al hombre o le odia. Por eso pinta saltamontes y pájaros y colas de zorra”. Ahora me parece que ya lo tengo. Hay dos historias sin relación que consigo entremezclar con cierta lógica. Llamo a Beatriz para contárselo. Se queda obnubilada, mi argumento le parece muy bien, pero no encaja ni de lejos con su chica de las pesadillas, que no entiende nada de surrealismo. Sólo tiene un miedo horrible a que le pase algo malo. Vuelvo a llamar a Charli, y Marcelo me comunica, extraoficialmente, claro, que sigue en la sierra inspirándose. Son las doce de la noche. Me voy a dormir.

Miércoles 28 de enero:

Mañana tengo que llevar el trabajo terminado al taller. No sé qué escribir. Me he pasado toda la noche soñando con chicos guapísimos que llevaban llaveros hechos con colas de zorras. Chicas asustadas que huían de saltamontes-pene. Pájaros rojos que se tragaban los saltamontes verdes. Arenas amarillas que avanzaban sobre mí, tratando de ahogarme. Tengo algo que decir, quiero decirlo, pero creo que no sé cómo. ¡Socorro!

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