Festín de amotinados (2000)

El balón de fútbol

Mara Sacristán

Con la cabeza metida debajo de su cama, Guillermo gritó: —Mamá, mamá, ¿has visto mi balón de fútbol? La madre tenía la mirada perdida en la televisión. De nuevo chilló:

—Mamá, mamá, ¿y mi balón de fútbol?

Guillermo se levantó, se arrastró por todo el suelo, miró debajo de la estantería, de la mesa, pero al salir se dio un golpe en la cabeza.

Con la mano izquierda sobre la cabeza comenzó a llorar. Se fue hacia el salón, donde seguía sentada su madre en el sofá mirando la televisión.

—Mamá, mamá —le dijo con lágrimas en los ojos.

—¿Qué te pasa, corazón?

—No encuentro mi balón.

—¿Has mirado bien, Guille? —le secó las lágrimas con sus manos y lo estrechó entre sus brazos.

—Sí, y no está. Ven, míralo.

Frunció el ceño y puso morro a la vez que se desembarazaba de su madre. Para que se levantara le tiraba de dos dedos de la mano; en uno llevaba dos alianzas. Ana continuaba con la mirada perdida en la televisión.

—Mamá, mamá, venga.

—Pero, ¿qué quieres, cariño? —le dijo de un modo muy dulce, sonriéndole.

—Que vengas conmigo a buscar mi balón.

La arrastraba con todas sus fuerzas, hasta que por fin consiguió que se levantara y se fueron hacia la habitación.

—¿Ves? No está el balón —señaló hacia el suelo.

—Tranquilo, verás cómo lo encontramos. Tú mira debajo de la cama.

Se metió esta vez entero debajo de la cama y con una mano recorrió toda la pared. Cuando Ana recorría con la mirada la estantería de la habitación, se paró frente a una foto en la que estaban los tres en el último cumpleaños de Guillermo con el balón de fútbol entre las manos. En ese instante se volvió a tocar las dos alianzas con su mano izquierda. De debajo de la cama salió el niño y se colocó frente a ella muy serio.

—Mamá, ¿ves cómo no está?

Ella le cogió de la mano y se sentaron en medio de la habitación. Le acercó una caja roja llena de juguetes que estaba debajo de la estantería y arrastró la otra azul que había al lado para ella.

Con las manos metidas en la caja, Guillermo sacó un cocodrilo de plástico. Lo tiró al suelo. Frunció el ceño nada más ver el tren eléctrico. Cogió un puzzle y sus ojos se empañaron de lágrimas. Ahora era un dinosaurio, pero sus lágrimas no paraban de salir. Se las secaba como podía con la camisa.

Mientras, Ana miraba en la azul removiendo los osos, focas, elefantes y bisontes de plástico. También había un tambor rojo, pelotas de tenis y lápices. No dejó sin mirar ni un hueco. Se giró hacia el niño y lo estrechó entre sus brazos.

—Guille, cariño, ¿por qué lloras?

—Mamá, no está mi balón de fútbol.

—No te preocupes. Mamá te compra otro.

—No. Yo quiero mi balón —dijo, gritando cada vez más alto.

—Yo te compro otro igual. Venga, corazón. No llores más.

Abrazada a su hijo, miró hacia arriba, donde estaba la foto de los tres con el balón. Guillermo lloraba, hipaba, se sorbía los mocos y no hacía más que repetir:

—Yo quiero mi balón.

Ella lo besaba y acunaba, rodeados los dos por todos los juguetes menos por el balón de fútbol.

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