Festín de amotinados (2000)

Adolescencia

Carmen S. Osorio

Para mi hijo, que siempre me escucha

Fui hasta el campo con grandes propósitos,

pero allí encontré sólo yerbas y árboles...

F. Pessoa

—Mañana a las seis voy a buscarte a la salida del cole —me dijo Martín. —No, los miércoles salgo a las ocho.

—Bueno, pues a las ocho estaré allí.

Sonó el despertador, me levanté sin rechistar y de muy buen humor. Cuanto antes llegue antes me voy, pensé. Empecé a vestirme mecánicamente. Tomé un cuello de puntillas blanco limpio del cajón de la coqueta aunque no era jueves. Descosí la hebilla del cinturón para podérmelo ajustar con un imperdible. Me hice trenzas, las deshice; recogí el pelo en cola de caballo, lo solté; probé con la raya al lado, con la raya en medio, lo sujeté con un pasador, con un lazo; volví al principio y lo recogí en dos coletas. Tomé el neceser de mi hermana mayor y me puse unos cuantos brochazos de colorete. Aún no había llegado el buen tiempo y mi cara tenía la palidez del invierno. Medio bote de Heno de Pravia se desparramó por mi cuerpo. Me miré al espejo una vez más, no estaba de mi agrado, pero no podía hacer nada por mejorar mi imagen. El uniforme me daba un odioso aspecto de niña pequeña.

Miré el reloj. Llegaré tarde, como todos los días, me dije. Tomé la cartera y salí corriendo por la calle Maese Luis, Pedro López, Espartería... Jadeante llegué hasta la plaza de la Compañía, pero aún tenía que atravesar la calle Santa Victoria, y en el reloj de la iglesia del Espíritu Santo ya sonaban las campanadas de las nueve.

—¡Ave María Purísima!

—Señorita Berjillos, llega tarde como todos los días.

—El despertador no ha sonado, madre, lo siento.

—Se quedará esta tarde después de ética.

—Por favor, madre, le prometo no volver a faltar a la lista.

—Váyase, ya hablaremos.

Corrí pasillo adelante hasta llegar al crucifijo de obligado saludo. Al besarle el pie, el clavo que tanto martirizaba al pobre señor terminó en mi ojo izquierdo. ¡Mierda! Rezongué con rabia, a la vez que mis ojos se llenaban de lágrimas. Llegué a mi sitio jadeante. Cuando me tranquilicé le dije a Ana Rodríguez:

—Te tengo que contar una cosa.

—¿Qué es?

—¡Ya te lo diré!

La monja daba clase de religión y se esforzaba por convencernos que Dios es uno y tres a la vez.

Entre clase y clase le dije a Ana:

—Por fin Martín se ha decidido, hemos quedado esta tarde a la salida de clase.

Este año yo no salía con Ana, pero seguía contándole todas mis cosas. Yo había entrado en la pandilla de Queti, Elisa y Queca. Me habría gustado que Ana se viniera con nosotras, pero su madre decía que estabamos salidas del tiesto y no la dejaba salir.

¡Qué día! Cero en historia, de matemáticas me habían echado y por si fuera poco el trabajo de literatura me lo había dejado en casa. Las horas pasaban mucho más lentas de lo que yo deseaba y por los pasillos ya olía al repollo con patatas que nos ponían los miércoles. Sonó la campana y se formó la fila para el comedor:

—Señorita Berjillos, hoy leerá usted —me dijo la encargada.

—San Juan de la Cruz —dije con voz clara y lo suficientemente alta como para que se oyera en todo el comedor:

Esposa:

Allí me mostrarías

aquello que mi alma pretendía.

Y luego me darías

allí tú, vida mía,

aquello que me diste el otro día...

Silencio.

—Señorita Berjillos, hoy está usted en Babia, siga leyendo.

Por la tarde: clases, rosario, recreo, ética. Sonó la campana de salida. Tomé los libros que me había de llevar, ajusté el cinturón con el imperdible, arreglé las coletas, me pellizqué las mejillas para sustituir el colorete que se había ido, froté la punta de los zapatos contra las medias y me situé de las primeras en la fila de salida.

Madre Patrocinio con los brazos cruzados vigilaba nuestro desfile frente a la puerta de salida.

—Señorita Berjillos, esta mañana le he dicho que se tendría que quedar después de ética.

—Le prometo no volver a llegar tarde. Por favor., déjeme salir.

—Me parece muy bueno su propósito, pero salga de la fila y váyase al estudio.

Vi desaparecer a mis compañeras. Volví al estudio con lágrimas, sólo pensaba en Martín.

Cuando salí ya había anochecido y las farolas despedían una luz mortecina. El silencio se dejaba oír. Más allá de lo que alcanzaba mi vista solo había oscuridad. Miré inquieta a un lado y a otro de la calle. Por la esquina de los maristas apareció Martín. ¡Menos mal que no se había ido!, pensé con alivio.

—Estoy helado, llevo aquí un buen rato.

—Lo siento, me han castigado por llegar tarde esta mañana

—Bueno no importa, ¿a dónde vamos?

—¿Quieres que bajemos hacia el río?

—De acuerdo.

Empezamos a caminar por las calles estrechas del casco antiguo. No sabía de que hablar, íbamos en silencio.

—¿Qué tal se te ha dado el día? —me preguntó Martín.

—¡Psss! Un poco aburrido —por supuesto no le dije lo largas que se me habían hecho las horas esperando verle—. Bueno, la única clase que ha merecido la pena es la de filosofía. Don Manuel es un profe muy especial y hace que las clases sean diferentes.

—Las chicas sois un poco tontas y flipais por los profes; ¿acaso ese don Manuel tiene algo más especial que yo?

—¡Qué va, hombre! También tú eres especial, pero es distinto.

Silencio. Que torpe estoy hoy, no sé de qué hablar y cuando hablo digo tonterías. Me sudan las manos. ¡Maldita sea! Se me escapa cuando torpemente tropiezo con un adoquín que hay suelto y mi cuerpo va a parar a los brazos de Martín. Empiezo a temblar, me lo va a notar, seguro que me notar lo nerviosa que estoy.

—¡Menudo morrazo si no estoy aquí! —me dice Martín.

—Desde luego, has sido mi ángel protector.

Otra vez silencio, empiezo a morderme las uñas.

Atrás van quedando las calles Cedaceros, Deanes, Muchotrigo... Atravesamos los jardines del Moro, pasamos ante el seminario y en el reloj de su fachada suena una campanada corta de las 8½. Nos acercamos al río y su humedad se deja sentir. Empiezo a tener frío, me gustaría acurrucarme contra el cuerpo de Martín y que sus manos calentaran las mías, pero nada de esto ocurre y sigo atenta esperando.

Carraspeo.

—¡Oye! —decimos los dos a la vez. Nos miramos y nos reímos de la coincidencia.

—¿Qué querías decir, Martín?

—¡Grr! Verás, Elena, es que no sé cómo decirlo.

—Dilo como quieras.

—Verás, estoy hecho un lío, y aunque no lo parezca para estas cosas soy muy tímido.

—Bueno, hombre, tampoco es para tanto —intento que mi voz suene neutra, que no note mi inquietud—. ¡Dime lo que quieras!

—Verás —volvió a repetir Martín—, Queca me gusta mucho, pero no me atrevo a pedirle que salga conmigo. Tú la conoces mejor que yo y sabes que tiene un carácter difícil, eres su mejor amiga y estoy seguro que me puedes ayudar. Habla con ella.

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