Festín de amotinados (2000)

Lobo

María Vila

Una vez más, a la Luna



Él dio un salto y se refugió en una esquina de la habitación enseñando los dientes en un gruñido. Ella dudó unos instantes, el rostro anegado en lágrimas redondas, saladas, como brillantes tallados por una mano divina. Después se acercó lentamente a él y se puso de cuclillas a su lado. El gruñido se hizo más pronunciado a medida que ella acercaba una mano a la mejilla de él.

—Lo siento —murmuró ella en un hilo de voz—. Lo siento.

Sus dedos le rozaron la piel y él dejó de gruñir y de arrugar la nariz para sentarse en el suelo, en aquella esquina de la habitación.

—Lo siento —repitió ella una vez más. Se sentó a su lado y le apoyó la cabeza en el hombro. Él permaneció inmóvil, sin mirarla, escuchando su respiración entrecortada por el llanto.

Unas pisadas fuertes y sordas se oyeron al otro lado de la puerta, en el piso de abajo. Eran hombres que entraban corriendo. Se oyeron unas voces, alguien que preguntaba en qué piso estaba escondido el hombre-lobo.

—Estaba asustada —trató de explicarse la mujer—, y no comprendí cómo te sentías tú. No pude entenderte. Perdóname. Perdona mi miedo.

Él no reaccionaba. Seguía con la mirada clavada en el cielo que se abría más allá de la ventana abierta.

Ella alzó los ojos para contemplarlo a él, para admirar aquella serenidad que tanto le había asombrado y que sólo entonces comprendía, aquellos ojos profundos, aquellos rasgos salvajes y hermosos. Y se agarró con fuerza a su brazo.

Los pasos subieron las escaleras. Una voz tronó en el descansillo:

—Es aquí. ¡Ya lo tenemos!

Y luego la orden de que abriera la puerta.

Él se puso en pie, desembarazándose de ella, y se acercó a la ventana. Ella se apresuró a seguirle, con aquel caudal de lágrimas nublándole la vista. Un golpe en la puerta. Él miraba por la ventana, aquel cielo iluminado por la luna llena, el parque, metros más abajo, cruzando la calle. Dos matones esperaban en la entrada del edificio. Pero todo estaba demasiado abajo.

Ella se encogió sobre su estómago, sin aguantar el dolor.

—Por favor —susurró entre hipidos—, dime que me perdonas.

Otro golpe en la puerta. Él se puso de cuclillas en el alféizar de la ventana. Miró a la luna y después volvió la vista un instante hacia la mujer. Acercó sus labios a la mejilla de ella y le lamió las lágrimas saladas. Y saltó. Ella le observó caer en el instante en que cedía la puerta y aquellos hombres entraban. Nada más tocar el suelo con las cuatro extremidades, él corrió, cojeando de la mano derecha, a refugiarse en la espesura del parque.

El hombre que estaba al mando se apresuró a asomarse por la ventana y profirió una exclamación de fastidio. A continuación dio órdenes a través de una radio a otros hombres que esperaban en una furgoneta para que le acortaran bordeando el parque. Entonces se dirigió a la mujer y le preguntó.

—¿Ha sido usted quien ha llamado? ¿Se encuentra bien?

Ella no contestó. Siguió con la vista clavada en la espesura. Las lágrimas que le quedaban en la mejilla izquierda aún no se habían secado, pero ya no lloraba.

La radio del hombre sonó, y a través de ella llegó el mensaje de que la furgoneta no arrancaba.

—¡Mierda! —exclamó el hombre al mando—. Lo hemos perdido.

La mujer observó la Luna y murmuró:

—Soy yo quien lo ha perdido.

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