Festín de amotinados (2000)

El castillo de Herodes

Elena Yágüez Pérez

Pancho empujó con cuidado la puerta y vio a su padre sobre la mesa encajando los diminutos ladrillos de corcho, que durante toda la semana había estado preparando. Estaba ansioso por ver terminado el castillo de Herodes.

—Pancho, ¿aún no estás en la cama? —preguntó Ramón, sin volverse.

—¿Lo acabarás para el 24, papá?

—Tu padre es un hombre de honor, Pancho. Si pierdes el honor, pierdes la hombría. No lo olvides nunca.

—Pero, ¿estará terminado?... —a Pancho se le atragantaron las últimas palabras al recibir la mirada de su padre. Dio media vuelta y, temblándole las piernas, se marchó a su habitación.

Abrió la enciclopedia y se tropezó con una ilustración que, aunque le producía terror, le gustaba mirar. Era un puente rompiéndose por el que caían niños y niñas hacia las llamas que brotaban del fondo, llenas de horribles demonios. Se detuvo poco tiempo, porque quería encontrar el dibujo de Herodes. Antes de que lo encontrara, apareció su madre, que apagó la luz mientras le preguntaba:

—¿Te lavaste los dientes? ¿Has hecho pis? ¿Rezaste tus oraciones? —sin esperar las respuestas, le arropó y le dio un beso de buenas noches.

Pancho no podía dormirse y empezó a recitar una poesía que había aprendido en el colegio “He dormido esta noche en el campo, con el niño que cuida las vacas...”, cuando de repente vio una enorme figura en la puerta que blandía una espada y, antes de que pudiera pedir ayuda, se sintió agarrado por el cuello y arrojado contra la pared. “Te mataré, os exterminaré a todos”, gritaba el gigante barbudo. Debió de perder el conocimiento porque cuando despertó, estaba sobre la cama, temblando y empapado. Se encontró con la cara de su padre y empezó a recobrar la calma.

—Papá, me quería matar —consiguió decir Pancho, gimiendo.

—Los hombres no lloran, Pancho. Y además, no mientas. La verdad siempre por delante, hijo. Has mojado otra vez la cama y ya sabes cuál es el castigo.

Pancho miró confundido a su padre y, por un momento, le pareció ver al monstruo que le había atacado.

—Papá, estaba ahí, me quería matar —dijo Pancho tratando de contener las lágrimas.

—Ya está bien. ¿Qué te dije la última vez que mojaste la cama? ¡Responde!

—Que me quemarías la cola —dijo tembloroso Pancho.

Ramón sacó del bolsillo la caja de cerillas y ordenó a su hijo que se bajara los pantalones del pijama.

—Por Dios, Ramón, déjalo ya —intervino Carmen.

—Soy un hombre de palabra, Carmen —dijo al tiempo que encendía una cerilla.

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