Festín de amotinados (2000) |
Ausencia |
Montse Cantón |
No podía ser que no se hubiera dejado nada. Mina buscaba una y otra vez en los armarios y cajones. La ropa se mezclaba desordenadamente por el suelo. Mina había comenzado a llorar. Tenía entre las manos una camiseta azul desteñida.
Aquella camiseta había sido de Iván, su primer novio. Mina todavía recordaba las escapadas del instituto para irle a ver, y cómo él pintaba esos extraños cuadros mientras ella le observaba admirada. Se acercó la camiseta al rostro, aspirando fuertemente, tratando de rescatar algún olor. Al momento la arrojó al suelo, junto al resto de la ropa. El llanto se hizo más intenso. Siguió rebuscando nerviosamente entre los cajones, tenía que haber algo, Mario se tenía que haber olvidado alguna cosa. Encontró unos pantalones a cuadros verdes y negros. Eran los de Javi, el camarero que conoció en la playa aquel verano y que por la noche le invitaba a las copas y a su apartamento alquilado con vistas al mar. En los pantalones también trató de buscar algún olor, pero sólo encontró el del suavizante. Las manos le temblaban débilmente. Mario se había marchado la noche anterior, se lo había advertido muchas veces y ella no le había creído. Había aprovechado que ella tenía una cena de trabajo y lo había recogido todo, sin dejar ni siquiera una nota. Se había marchado. Mina había pasado toda la noche dándole vueltas, era algo que se podía intuir, últimamente se pasaban las horas discutiendo, y esa mañana ella le había llamado inútil, le había dicho que estaba harta de mantenerle. Pero aun así le quería ¿cómo se había podido marchar? Ahora sostenía un jersey entre las manos, era el horrible jersey jaspeado que aquel italiano no se quitaba nunca y que para cuando se lo dio ya estaba lleno de agujeros. ¿Dónde estaría Mario? Necesitaba hablar con él, explicarle que no la podía dejar sola. De Eduardo, después de dos años y medio, conservaba una larga ristra de camisetas, calcetines y camisas. Mario se las había puesto muchas veces, en los tiempos en que todavía no vivían juntos y se quedaba a dormir en casa. Pero toda esa ropa estaba doblada y limpia. Mina olió, una y otra vez, pero no quedaba nada de él. Miró a su alrededor, el suelo estaba lleno de ropa de hombre, de todos los hombres que habían pasado por su vida, incluso a Mina le costaba reconocer a quién pertenecía: el pañuelo de Roberto, la camisa de Carlos, la bufanda de Víctor... De Mario era del único que no tenía nada. ¿Cómo iba a hacer ahora? Siempre que Mina había sufrido un desengaño amoroso había conservado algo, y todas las noches, después de cada pérdida, de cada despedida, Mina había cogido la camiseta, los pantalones o lo que fuera que le había dejado el que se había marchado y cerrando los ojos se había dormido respirando su olor y sintiendo así, en una especie de engaño, que la persona todavía estaba a su lado. Para Mina el olor era lo más importante de una persona, algo más real de lo que pudiera ser una fotografía o recuerdo absurdo; para ella el olor de una persona era lo que le hacía real. El olor se pierde, es algo difícil de recordar cuando no lo tienes cerca, pero Mina sabía que había algo capaz de apresar el olor de una persona, por lo menos durante algún tiempo: su ropa. Por eso no le había devuelto a Iván su camiseta después de que le dejara por aquella modelo belga; y se había quedado los pantalones de Javi la última noche antes de terminar el verano; o le había tenido que suplicar al italiano que le regalara su horrible jersey mientras le ayudaba a hacer la maleta... Así había pasado el tiempo y para cuando las prendas habían perdido su olor, también Mina había perdido la necesidad de esa persona. Gracias a ese engaño había logrado no sufrir nunca el fracaso de sus relaciones. Cuando la prenda no le sugería nada, cuando había perdido la última partícula olfativa, Mina ya estaba totalmente recuperada; entonces cogía los pantalones, la camiseta o lo que fuera y después de lavarlos los guardaba en el armario. A partir de ese momento pasaban a ser una prenda más que le recordaba a cuando Iván pintaba y ella le observaba admirada, o cuando aquel italiano se encendía un cigarrillo tras otro quemándose su horrible jersey. Mina se había doblado sobre sus rodillas. La ropa le rodeaba. Era inútil, él no se había dejado nada. Miraba todas esas prendas que ya sólo olían a suavizante, sin poder parar de llorar. Ahora ella, cuando llegara la noche, no tendría con qué hacerse el engaño de su presencia, no podría recordar su olor. Esa noche la pasaría sola. Toda la noche sola. Sin poder abrazar otro olor que el de la ausencia. |
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