Festín de amotinados (2000)

A la hora de la merienda

Victoria Carmena

—¡Tú, canijo, no cotillees aquí! ¡Los canijos a ver la tele! No les gustaba que fuese con ellos, pero me hacía el tonto y les seguía a una distancia suficiente como para que me lo permitieran. Mi hermano y sus amigos eran lo que yo quería ser: mayores. Ya tenían más de once años, mientras que a mí se me acababa de caer el primer diente.

Mil veces les había oído hablar de Nina, de Paca la gorda y de Rufo, su perro; pero no entendía nada de lo que contaban y me picaba la curiosidad, así que una tarde decidí pasar de los dibujos animados y fui tras ellos. Con los bocadillos en la mano, los alientos humeantes y los flequillos rebeldes, Sechu y sus amigos hicieron corro bajo el balcón de Nina, mientras yo les espiaba desde el otro lado de la plaza desierta.

Vi como Sechu, que era el más alto, se adelantaba haciendo bocina con las dos manos.

—¡Nina, Nina, asómate, Nina; que salga Rufo! ¡Enséñanos tus tesoros, Nina!

Enseguida la muchacha salió al balcón y avanzó como una tromba hacia la barandilla, se agachó y, así, en cuclillas, con la cara entre los barrotes y el tosco corpachón hecho un ovillo, chilló con voz áspera.

—¡Eh, chaval, dile a tu padre que si quiere ser mi novio! ¡Está bien bueno tu padre, chaval!

De pronto se puso de pie y cambió a un tono maternal y empalagoso.

—¿Qué hacéis ahí, chiquitines? Os vais a resfriar, chiquitines...

Pero los de abajo empezaron a silbar con los dedos en la boca y siguieron gritando.

—¡Eh, Nina, las bragas de tu madre!, ¡enséñanos las bragas de la Paca, las bragas de la gorda!

A la chica le cambió la cara y empezó a gritar insultos. Por un momento creí que los dirigía exclusivamente a mí.

—¡Tú, enano, como te coja te machaco, y a ti, y a ti, y a tu madre que la parió una serpiente!...

—¡A verlo, chulita, a ver cómo nos coges! ¡Que nos coja, que nos coja!

—¡Oye, chicos, la gorda un día revienta, a ver si revienta de una vez la gorda! —decía ella entre carcajadas.

Dos mujeres que atravesaban la plaza cargadas con bolsas se quedaron mirando hacia arriba; al pasar junto a mí, les oí decir algo sobre la vida, la pena, y también algo sobre Dios que no pude entender porque los gritos arreciaban en el corro.

—¡Eh, Nina, ¿dónde está Rufo?! ¡Déjanos ver lo guapo que has puesto a Rufo!

Toñete y Luis se agacharon a por piedras y empezaron a tirárselas mientras los otros cantaban cada lanzamiento

—Uno... al toldo, dos... a la pared, tres... ¡toooma, en toda la pierna!...

La chica entró y salió al poco con un perro en los brazos. Era pequeño y lanoso, tenía una pata vendada y el lomo lleno de trasquilones. Nina sin dejarse amedrentar acariciaba al perro y le hablaba.

—No les hagas caso Rufito, mañana te vuelvo a peinar...

—¡A ver si vas a aprender peluquería, chapuza, trasquilaperros! ¡Nina la trasquilaperros! ¡Nina la trasquilaperros!

Apoyada en la barandilla se puso a mirar un punto perdido. Aunque yo estaba más lejos que los otros, pensé que me miraba a mí y corrí temblando a esconderme detrás de un árbol. Desde allí observé sin perder detalle los gestos de la chica. Primero dejó a Rufo en el suelo y se encogió lloriqueando pero, al momento, volvió a ponerse en pie y a chillar.

—¡Y vosotros más, chupones, marrullos, cirulos!...

Soltaba ríos de babas y extendía los brazos como si quisiera subirnos al tercer piso agarrados de los pelos.

Me entraron unas ganas enormes de gritar, creí que sus manos se estirarían como las de Bugs Bunny y que acabaría por enganchar a alguno de nosotros. Pero Sechu, Toñete, y toda su banda siguieron allí abajo gritando y tirándole chinas hasta que llegó Paca, la madre de Nina, y todos salimos corriendo.

Sechu se dio cuenta de que yo había estado allí todo el tiempo, pero no se enfadó; sólo me dijo que si quería volver, nada de dar guerra, y ni una palabra a mamá.

A partir de ese día, al salir del colegio, después de los dibujos animados, cogía mi bocadillo y les acompañaba hasta el balcón de Nina. Su pelo revuelto, sus gritos de amenaza, sus cambios bruscos, formaron parte habitual de mis interrogantes y sobresaltos, se metieron en mis pesadillas. Pero sin duda lo de los tesoros era divertido, mucho más que ver la tele.

— ¡Tus tesoros, Nina, enséñanos tus tesoros!

Nina empezaba entonces a moverse adentro y afuera de la terraza y cada vez que se asomaba había sorpresa. Llovían los objetos más impensados: lentejas, naipes, pequeñas piezas de bisutería, postales escritas... en ocasiones alguna jarreada de agua, algún huevo, trapos sucios... Yo sacaba la cabeza de detrás del árbol y veía, no sin ganas de hacer los mismo, cómo los otros se guardaban las cosas más llamativas y reunían un estrambótico botín. Sechu me enseñó un día un reloj que había recogido. Me dijo que lo guardarían una semana Toñete y otra él porque lo habían visto al mismo tiempo. Era muy bonito, aunque me decepcionó que no funcionase. Sin embargo, desde que lo vi, todas las tardes antes de volver a casa, echaba un vistazo al terreno por si a los demás se les había pasado algo de “provecho”; por ejemplo, un reloj que siguiese funcionando a pesar de los golpes, como le pasaba al Coyote después de un encontronazo con el Correcaminos.

A pesar del frío y del furor de los sabañones, nadie se movía de allí abajo hasta que Paca aparecía por la esquina del banco avanzando hacia nosotros entre el lastre de sus caderas.

—¡Desgraciaos! ¿No tenéis otra cosa que hacer? ¡Hijos de mala madre! Ir a joder a otra parte... El día que pille a alguno... ¡Vamos, Nina, entra y no les hagas caso, mi niña, que ya subo a hacerte la cena...

—¡Gorda, déjalos en paz, son mis amigos, pírate y déjalos, no quiero cenar, so foca!

En un revuelo el pequeño ejército se dispersaba; pero Paca, todas sus voces y todos sus kilos no impedían que al día siguiente, sin cita previa, se reuniera de nuevo allí.

—¡Nina, ¿qué hace Rufo?! ¡A ver cuándo lo sacas a mear, so guarra!

Una tarde les hizo caso. Agarró al perro con las dos manos, extendió los brazos y lo sacó a este lado de la baranda. Aún desde mi posición más alejada, vi brillar la trufilla por entre la cara peluda y oí al animalito gemir. Nina se puso a pasearlo así, al aire, de lado a lado de la terraza sin que Rufo hiciese ningún movimiento.

—¡Así, así! ¡Eeeeeh, eeeh, ooolé, ooolé! —gritaban algunos desde abajo, batiendo palmas—. ¡Eh, Nina, trasquilaperros, a ver si le compras una correa!

Recuerdo que también palmeé y me fui acercando poco a poco hasta unirme al grupo.

Arriba, ella le cantaba a Rufo y lo mecía como a un bebé, sin atender al bullicio.

—¡Perro, perrito, estate quietecito!

Supongo que en una de las idas y venidas el animal debió encogerse o hacer algún movimiento, porque de pronto Nina gritó con la voz más ronca que le había oído nunca.

—¡Rufo, ya me estás cansando demasiado! —y al tiempo, lo soltó en el vacío.

El rabo de Rufo rozó mi cara al caer. Quedó a mis pies y cuando lo miré, vi la pancita sonrosada vuelta hacia arriba, como pidiendo caricias. Me agaché y empecé a rascarle, pero no se movía. Creo que debí seguir allí mucho rato tocando las orejas a Rufo, rozándole la trufa con el dorso de la mano sin darme cuenta de que los demás se habían ido. De pronto oí a mi lado la voz de Paca llorando.

—¡Ay, Dios mío, la tendremos que encerrar, al final, la tendremos que encerrar!...

Recogió a Rufo con mucho cuidado y luego, de sopetón se dirigió a mí.

—Y tú, ¿qué haces ahí, eh? Anda corriendo a tu casa, que ya habéis hecho bastante mal.

Me quedé quieto mirando como la mujer se metía en el portal con el perro en los brazos. No acerté a contestarle que estaba esperando a ver si Rufo echaba a correr tambaleándose, como el Coyote de los dibujos.

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