Festín de amotinados (2000)

La mala suerte o Codicia y lujuria

Gabriela García Salzmann

Para todos los que creen que la vida es cuestión de suerte



Pedro se arrebujó en la gabardina y se cercioró de que el amuleto que había atado al mango de la pala seguía en su sitio. Estaba muerto de frío y paralizado por el miedo, sobre todo después de que Juan se hubiera largado, dejándole solo en esa capilla helada. Antes de que cerraran, Juan y él se habían escondido dentro de un confesionario con la pala bien camuflada debajo de la gabardina, dispuestos a desenterrar al muerto y a recuperar el boleto premiado de la bonoloto que estaba en los bolsillos de sus pantalones. La humedad le calaba los huesos, pero la idea de recuperar su boleto le daba fuerzas para quedarse ahí. Juan no fue capaz de hacerlo. Ni siquiera cuando le dijo que en lugar del 20% convenido, le daría la mitad. Con lo que le costó convencerlo, que podrían haber intentado esa aventura la noche anterior, y a esas horas ya serían millonarios. Era el colmo de la mala suerte. Toda la vida jugando la misma combinación de números y cuando por fin le toca, resulta que el boleto ganador está en los bolsillos de sus pantalones, puestos por equivocación a Fernando Osorio y de la Vega, enterrado casi bajo sus pies en esa capilla tétrica de la catedral de Segovia. Y todo porque él tuvo que vestirse a toda prisa y salir disparado, para que no les pillara el señor Sánchez, a él y a la Yoli, follando en el cuarto de atrás de la funeraria, donde estaba el muerto esperando a que lo arreglasen para meterlo en la caja. Mira que estaba buena la Yoli. Aunque Pedro no quería que sus amigos supieran que se la tiraba. Pensar en ella y en su enorme trasero, lujuria, le hacía olvidarse de que se encontraba ahí, paralizado por el frío y el miedo, mientras sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad y empezaban a divisar los contornos del altar y las estatuas de mármol de los nichos. A ratos, la luz que entraba a través de los cristales de la vidriera situada encima del altar, se intensificaba y los objetos de piedra parecían cobrar vida, al definirse con mayor claridad. ¡Era como para cagarse de miedo! Menos mal que los golpes que hicieron que Juan se largase habían cesado, porque a él también le habían puesto los pelos de punta. Empezaron siendo un leve martilleo metálico, pero luego, poco a poco, se fueron acercando hasta acabar con un golpe seco, justo debajo de sus pies. Sintió unas enormes ganas de hacer pis, pero no se atrevió a usar los jarrones del altar. No fuera a ser que las flores, que todavía estaban frescas, se marchitasen de golpe y el muerto, que no debía de estar muy contento con él, se enfadara aún más. Aunque pensándolo bien, el tal Fernando debería comprender su situación. Con todos esos millones, más de trescientos, al fin podría dejar de repartir pizzas. Podría incluso montar su propia empresa de repartidores y hasta Sandra, que lo trataba como si fuera un gusano, iba a mirarle con más respeto. Esa sí que estaba buena de verdad. Lujuria. Medía casi dos metros y tenía un cuerpo como para quitar el hipo. Nada que ver con la Yoli, que era una ballena sebosa llena de granos, aunque Pedro estaba seguro de que cuando cobrase los trescientos millones, codicia, ahora que no iba a tener que compartirlos con nadie, iba a ligar como loco. Dicho y hecho. Se sacudió la última gota de miedo y se puso manos a la obra. No se permitió ni el más mínimo ataque de pánico. Sólo pensó en encontrar sus pantalones, meter las manos en los bolsillos y coger el boleto. Mientras hacía fuerza con la pala, intentando meter la hoja entre la losa que hacía de lápida y las demás losas del suelo, Pedro recordaba como por poco le dio un infarto cuando se enteró de que habían tocado sus números, los que llevaba jugando desde hacía más de tres años después de que una noche soñara con ellos. Y como casi le dio uno de verdad cuando cayó en la cuenta de lo que había pasado y llamó a la Yoli para decirle que intentara recuperar el boleto premiado de los pantalones del muerto y ella, toda codiciosa, le exigió la mitad. ¡Como si fueran gananciales! Claro que él se negó y le dijo que sólo le daría un 10%. ¡Pero qué pretendía! Codicia. ¡Sólo por meter las manos en el bolsillo cuando no la viera nadie! ¡Ni que le hubiera pedido que se tirara del acueducto para recuperar sus pantalones! Entonces ella se enfadó y le dijo que de todas formas no podía hacer nada porque al muerto lo habían enterrado el día anterior. Pedro sudaba la gota gorda y se alegraba al comprobar que la argamasa estaba aún blanda y que se podía intentar agrandar el resquicio que había entre losa y losa para meter la pala y hacer palanca y poder, al fin, levantar la enorme placa de mármol que cubría la caja del muerto. Se concentró y acarició con toda la intensidad de su deseo el amuleto que seguía atado al mango de la pala. Habían pasado ya tres días desde que lo habían enterrado. “¿No tendrá gusanos?”, se preguntó espantado, imaginándose al muerto saliendo de la caja como el Freddy de las películas de terror que tanto le gustaban. Por poco echa a correr ahí mismo. Si no fuera porque la hoja de la pala, que por fin encontró un hueco por donde colarse, le dio a entender que el amuleto funcionaba, lo hubiera dejado todo en ese mismo instante. Pero el ver como poco a poco la pala iba haciendo palanca y levantando la losa, le mantuvo fijo, como a un autómata, a su tarea. Respiró hondo y se apoyó con todas sus fuerzas en la pala hasta que la placa por fin se dio la vuelta, partiéndose en dos. Se arrodilló y metió las manos en el hueco dejado por ésta. Ahí estaba por fin, codicia, la madera suave y pulida de la caja, por lo que antes de empezar a dudar y de que se le volviese a aparecer la imagen de Freddy, levantó la tapa. No veía nada, pero se armó de valor y empezó a revolver en la oscuridad entre las ropas del muerto. Tú me entiendes, Fernando, tú me entiendes, empezó a decirle a modo de letanía, aunque en realidad lo que quería era conjurar el pánico. Lujuria y codicia. Codicia y lujuria, le repetía su conciencia. ¡No! ¡No!, se decía a sí mismo, convencido de que la suerte no podía dejarle así sin más y preguntándose si habría perdido la razón, mientras su búsqueda se hacía cada vez más frenética y metía y sacaba las manos de los bolsillos del pantalón y de los bolsillos de la chaqueta, le daba la vuelta al muerto, le cacheaba, le sacaba los pantalones y nada, ahí no había nada. Codicia y lujuria. Lujuria y codicia. No podía creer que le estuviera pasando eso. Era como si la suerte se estuviera burlando de él, como si Dios hubiera decidido castigarle. A partir de ahora tendría que pasarse la vida repartiendo pizzas y, lo peor de todo, ya ninguna mujer iba a dejar de mirarle como a un gusano. Sólo tendría a la Yoli para el resto de su vida. Salió, despacio y sin prisas. No le importó dejar todo tirado: la losa partida y dada la vuelta, la caja abierta y hecha un revoltijo, el muerto en calzoncillos e, incluso, el propio cuerpo del delito, la pala con el amuleto, abandonada en el suelo helado de la capilla. Ya no tenía frío, ni mucho menos miedo. Los pies le pesaban, el cuerpo le pesaba, la vida toda le pesaba. Fue arrastrando los pies hasta el primer confesionario que encontró y se metió dentro, agradeciendo el cobijo que le ofrecía. El terciopelo del asiento y de las paredes tenía un tacto suave y acogedor, pero a él ya todo le daba igual. Había estado a punto de alcanzar lo que quería y ahora no tenía nada, ni siquiera ilusiones. Si al menos estuviese con la Yoli, se acurrucaría en su regazo y se dejaría mecer por sus enormes pechos. Sólo quería eso: dormir en el regazo de la Yoli. Ella era buena, le quería, por fin lo veía claro. Le había tenido que pasar todo eso para darse cuenta. Empezó a encontrarse mejor, a sentirse, incluso, redimido por su propósito de quererla también él y se durmió por el agotamiento. Se despertó más tarde de lo previsto, cuando ya habían descubierto lo que había pasado, pero no pudo remediar pasar cerca de la capilla.

—Pues, ayer mismo lo enterramos y ahora esto. Es increíble, la gente ya no respeta nada —oyó como decía una mujer, que intentaba a duras penas enjugarse las lágrimas.

Salió de la catedral, con la ligera sensación de que algo no encajaba y procurando no llamar la atención. Continuaba rendido por la frustración y el sueño, así que en cuanto llegó a su casa, se metió en la cama. Cuando se despertó, ya bien entrada la tarde, se puso unos vaqueros, la camiseta que le había regalado la Yoli y salió a buscarla.

—No está —le dijo el señor Sánchez.

La desilusión debió pintársele en la cara, porque el señor Sánchez, que era hombre de pocas palabras, se sintió en la obligación de seguir hablando:

—¡Ah! ¿Es que no lo sabes? Le tocó la bonoloto y hoy mismo de madrugada se ha ido a Madrid con un amigo, Juan creo que se llama. Se van al Caribe. ¡Vaya suerte!

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