Festín de amotinados (2000)

La jaula sin barrotes

Álvaro Jarillo

A mis sueños, por hacer de brújula



El despertador sonó y Pablo no recordaba por qué. Sí. Recordó que había quedado en ir a ver a Felipe al circo. No podía faltar a la función, se lo había prometido. La cabeza le pitaba sin parar. No recordaba cuántas ginebras se había tomado la noche anterior, pensar en los hielos le daba arcadas. Otro sábado más Pablo se despertaba con una fuerte resaca. Tumbado en la cama estiró un brazo y acarició las orejas de su gata Luna acurrucada sobre el montón de periódicos. Pobre Luna, cada vez le hacía menos caso, otra vez se le había olvidado comprarle su comida. Desde la cama miró con los ojos entreabiertos los pantalones tirados en el suelo y el jersey arrugado encima de la tele. El pequeño estudio tenía un olor apestoso a tabaco, tenía que ventilar la habitación. Tal vez el alcohol se quedaba en el aire de la habitación y por eso le duraban a él tanto las resacas, o tal vez era esa sensación de amalgama que se le quedaba en los dientes. Tenía que levantarse, esta vez no podía tirar el sábado a la basura. El plan de ver a su amigo en el circo era lo único diferente en muchos fines de semana. Ya estaba bien de la rutina de los bares de los viernes y de los sábados perdidos comiendo espaguetis y congelados a las cinco de la tarde. Su trabajo del almacén tampoco le ofrecía conocer gente nueva. Volvió a cerrar los ojos y le vino a la cabeza la camarera del Bulevar, la última copa del Hotel California y el último porro sentados en los bancos de Tribunal, qué pasada de maría le habían pillado. Por fin se levantó de la cama y abrió la ventana, pero el frío le hizo volver a cerrarla y se quedó con el calorcito del estudio cargado con olor a tabaco. El frío de la pasta de dientes sí le gustaba a Pablo, se cepilló varias veces como queriendo borrar un recuerdo. Mientras se cepillaba pensó en Felipe. En esos momentos también se estaría vistiendo nervioso preparando su primera función del circo, se lo imaginó en un camerino rodeado de sombreros con plumas y espejos con luces de colores alrededor. Felipe era vecino suyo del barrio y se habían ayudado mucho cuando empezaron a vivir solos, creían que se iban a comer el mundo. Ahora Felipe tenía una buena racha, había encontrado un curro en el circo y había conocido un montón de gente nueva, aunque el pobre había pasado el último año desesperado de estar en el paro. Pensando en Felipe, Pablo logró ponerse las lentillas en los ojos rojos después de varios intentos. No recordaba ni cómo se las había podido quitar la noche anterior. Enseñó los dientes al espejo y comprobó que aún no estaban blancos. Volvió a cepillárselos. Dudó un momento si afeitarse o no. Desechó la idea, nadie le iba a conocer en el circo, era una de las ventajas de ir solo. Miró el reloj y se puso a vestirse rápido. Su gata Luna se le restregaba por los tobillos. No podía llegar tarde al circo, Felipe no se lo perdonaría. Se puso los pantalones que había tirado la noche anterior cerca de la única silla del cuarto. Salió rápido del estudio sin querer hacer caso a las dos bolsas de basura ni al montón de papeles para reciclar.

Ya en el circo, Pablo seguía pensando en su amigo. Se alegraba de que hubiera pasado de estar en el paro, en el sillón de su casa, al escenario de un circo. Antes de que comenzara la función, Pablo observó a su alrededor las familias con los niños de la mano rodeados de palomitas y globos, los había de todos los colores, sobre todo rojos. Antes de ir a su asiento tuvo que guardar la cola envuelto en el fuerte olor a palomitas para hacerse con algo de beber. La resaca le estaba secando la garganta, notaba la lengua de trapo y le costaba tragar saliva. Los niños se ponían de puntillas y agarrados al mostrador no paraban de gritar a la dependienta. Apartando los globos rojos logró hacerse un hueco y consiguió una coca-cola. No entendía cómo no vendían cerveza para los mayores. Al ir a sacar las monedas del pantalón notó que aún tenía un condón de la noche anterior en el bolsillo pequeño. Seguro que éste también acababa en la lavadora. Después de unos cuantos pisotones de niños por fin logró salir de aquella fila sin tirar la coca-cola. No era fácil esquivar los algodones de azúcar y los brazos de las madres que querían atar a los niños a sus cinturas. Se alejó rápido de allí intentando dejar de oler la peste a maíz quemado de las palomitas.

Cuando llegó a su asiento en medio de la grada, Pablo empezó a beber la coca-cola. No le gustaba nada ese sabor pero al menos le ayudaba a recuperar saliva. Miró a los niños de los asientos de delante, no paraban de moverse, no había ninguno que se estuviera quieto ni un segundo. Sus cabezas giraban de forma compulsiva hacia todos lados al mismo ritmo que movían los algodones rosas y las cajas de palomitas, algunas eran más grandes que sus cabezas. Hasta las propias madres se confundían en aquel hormiguero. Los niños las tiraban del brazo cada vez que querían llamar su atención. Pablo no recordaba bien aquella vez que había ido de pequeño al circo, pero seguro que no se movía tanto. Parecía que fueran ellos los que iban a saltar a la arena con los enormes vasos de refrescos a modo de armas de gladiadores. Todos hacían ruidos horribles al beber con esas incómodas pajitas de colores. Mientras bebía la coca-cola intentando humedecer su garganta, Pablo pensó que nunca podría trabajar en un circo, no soportaba la idea de que hubiera tanta gente pendiente de él. En cuanto se subió el telón, las cabezas de los niños dejaron de moverse y todos irrumpieron en aplausos. La arena del circo se llenó de elefantes que daban vueltas seguidos por los malabaristas con antorchas y los bailarines de trajes de colores. Pablo buscó nervioso a su amigo. Las antorchas de los malabaristas se reflejaban en los trajes de colores de los bailarines. El juego de luces era deslumbrante. Los niños se quedaron inmóviles como estatuas, ya no miraban otra cosa, levantaban las cejas y abrían la boca. No encontraba a Felipe. Los elefantes se retiraron del escenario entre los aplausos de los niños y dieron paso al número del domador con los leones. Pablo se bebió el final de la coca-cola, se bebió hasta la última gota, la resaca seguía secándole la garganta y le forzaba a tragar saliva. El domador abrió la jaula de los leones y los sentó en fila sobre las sillas altas. El domador llevaba un enorme loro de colores sobre el hombro y le susurraba al oído para que fuera el loro quién diera las órdenes a los leones. Los leones se movían de una silla a otra al compás de la voz cascada del loro y el numerito resultaba bastante original, los niños no paraban de aplaudir. En ese momento por fin apareció Felipe en el escenario. Salió vestido de indio con la cara pintada y unas enormes plumas en la cabeza. Sin dejar de mirar al público, se inclinó de forma solemne para saludar moviendo todas las plumas. Pablo no pudo evitar esbozar una sonrisa al verle con toda la cara pintada y con las plumas rojas y amarillas en la cabeza. Felipe se situó decidido en el centro del escenario con un látigo en la mano para intentar meter a los leones en la jaula. Dio un golpe seco en el suelo con el látigo, pero en ese momento el loro enorme del domador abandonó su hombro y se abalanzó sobre las plumas de colores de la cabeza de Felipe. El público comenzó a gritar y Felipe no lograba quitarse el loro de encima que no dejaba de picotearle la cabeza. Felipe soltó de golpe el látigo y sin dejar de agitar los brazos corrió asustado alrededor del escenario dando vueltas como una peonza. Se fue hacia la jaula vacía de los leones y se encerró dentro dejando fuera al loro enfurecido que empezó a dar vueltas en torno a la jaula. Allí estaba Felipe, encerrado en la jaula con su cara pintada y sus plumas de indio caídas hacia detrás. Agarrado con las dos manos a las gruesas rejas de la jaula dejó de mirar al público. Con la cabeza baja miraba el látigo que había quedado en el suelo en medio de la pista. No se movía, se quedó agarrado a las rejas sin levantar la vista hacia los niños de la grada. Los niños le señalaban con las pajitas de colores y reían sin dejar de mover las cajas de palomitas y los vasos de refrescos. Las madres levantaban las cejas y también sonreían, se llevaban una mano a la boca y con la otra señalaban a su amigo. Pablo giró la cabeza hacia la salida. Pensó en levantarse, pero se quedó inmóvil. La sequedad de garganta se volvió insoportable, sintió que ya no podía ni tragar saliva.

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