Festín de amotinados (2000)

La bestia de las bestias

Luis Félix Navarro Parada

Las puertas todavía no se han abierto. Llevo seis días aquí, de pie y esperando que alguien me reciba de la manera que me merezco, por lo menos eso es lo que me dijo Afrodita: “No te preocupes, mi querido Gigaspenis, tu dirígete a las puertas del Olimpo, yo intentaré convencer a Zeus para que formes parte del reino de los dioses. Cuando le cuente cuál es el mayor de tus atributos tendrá que aceptarte”. Sí, eso fue lo que me dijo.

Ha tenido que pasar algo, de no ser así, Afrodita ya me hubiera abierto. Cuando nos conocimos me repetía continuamente que nunca, nunca se olvidaría de mí.

Seguro que Zeus se habrá enfadado al saber cuál es mi tesoro. No me extrañaría en absoluto, toda la gente que lo ha conocido se ha extrañado, asustado o sorprendido. Incluso algún hombre me ha querido matar por creer que me estaba burlando de todos, que ese gran distintivo no podía ser mío; pero lo peor es saber que todas las mujeres, excepto Afrodita y mi madre, se han muerto de repente al descubrirlo.

No miento al contar esto último. Antes que Afrodita me quitara la vida, yo ya era una figura mitológica en la tierra, y ello se lo debo a mi grandioso don.

La primera persona que lo descubrió fue mi madre. Siempre me contaba cómo fue mi parto. Me dio a luz en un montón de paja y debajo de una manta mugrienta y haraposa. Cuando terminó de sufrir, acuchilló el cordón que me unía a ella y me levantó hacia su cara para verme bien. Me tiró enseguida al suelo. Contaba que nunca, hasta entonces, había visto un adorno tan grande como el mío, ni siquiera el de mi difunto padre, y que pensaba en cuando yo fuera mayor y mi cualidad fuera creciendo y creciendo.

Crecí junto a mi madre y la pobreza, sin ningún tipo de lujos, aunque siempre me llevaba limpio. Las ropas que me hacía eran como las del resto de los pobres, excepto mis pantalones, que eran tres tallas más grandes.

En el colegio empezó mi leyenda. Un día jugando a la guerra con el resto de los chicos yo era el prisionero. Me llevaron a lo que llamábamos los calabozos, y ahí una de las niñas, Amaranda, que hacía de jefa del pequeño ejército, ordenó que me despojaran de todas mis pertenencias y, por supuesto, me quitaron los pantalones. La pobre Amaranda, cuando vio mi peculiar emblema, se echó a llorar y salió corriendo en busca de nuestros maestros. Y los encontró. La primera que llegó fue nuestra tutora, Masora. Se echó las manos a la cabeza. “No es posible, no es posible”, eran las únicas palabras que conseguía decir. También salió corriendo llamando a Agérido, el cuidador de la escuela. Éste llegó enseguida, y riéndose como un loco, se hizo cargo de mí y me llevo a casa.

Mi fama, como mi tesoro, comenzó a crecer y crecer. Mi compañera de estudios le contó a su madre lo que había ocurrido. Ésta, medio escandalizada, medio extrañada, fue al día siguiente a la escuela para saber con certeza qué es lo que había sucedido. Nuestra tutora le confirmó lo que ya sabía por su hija, le contó lo de mi sobresaliente virtud, y que nunca había visto a ningún hombre con una cualidad tan grande como la mía.

Lo demás se veía venir conociendo a la madre de Amaranda. En pocos días las gentes de mi ciudad ya sabían lo de mi distintivo. A mi madre y a mí nos miraban sin parar por la calle. La que peor lo pasaba era mi madre: no podía soportar ser el centro de atención por haberme traído a este mundo. En cambio a mí me daba absolutamente igual; me divertían bastante los guiños y miradas de deseo de las mujeres; se encontraban impacientes por que creciera. No tardé mucho tiempo en descubrir por qué.

La primera mujer que intentó seducirme fue la madre de Amaranda. Desde que oyó hablar de mi gran atributo, no hizo otra cosa que interesarse por mí. Habló primero con mi madre. “No se preocupe usted, señora, a mí no me cuesta ningún trabajo recoger a su hijo en la escuela a la vez que recojo a mi hija. Se lo traeré a su casa. Así usted tendrá más tiempo para sus cosas”, eso fue lo que le dijo. Mi madre, encantada, se lo agradeció enormemente; no se imaginaba las intenciones que tenía esa mujer hacia mí.

La madre de mi compañera no faltó a su palabra, y todos los días estaba en la puerta de la escuela esperándonos. Los primeros días me llevaba directamente a mi casa; pasada una semana empecé a quedarme a comer en casa de Amaranda. Mi madre contentísima por ello, y por su puesto la madre de mi compañera también; el primer día de la tercera semana no fui a la escuela por la tarde. La madre de Amaranda llevó a su hija. “Tú quédate aquí. Dejo a mi hija y en seguida vengo”, eso fue lo que me dijo antes de salir de su casa. El miedo empezó a doblarme las rodillas. Intenté tranquilizarme y lo conseguí. Pensé que por mucho que me opusiera, esa mujer haría cualquier cosa cuando regresara para que le enseñara la enorme propiedad por la que tanto había suspirado y deseado.

Tardó poco la buena mujer en volver. Entró con la respiración entrecortada, se notaba que había corrido mucho; no quería perder ni un minuto para descubrir mi tesoro.

“¡Uy, Gigaspenis! Tienes los pantalones manchados. Lo mejor será que te los quites y los lave. No tardaré nada en dejártelos limpios”, eso fue lo que me dijo. Los miré y los pantalones estaban limpios. “No hace falta, señora”, iba a contestarle cuando se abalanzó sobre mí, ya me había bajado los pantalones hasta las rodillas. Con un suave empujón me dejó sentado en una silla de madera, levantó mis piernas y rápidamente me quitó las chanclas y los pantalones. Ese fue el momento en que me vi libre de sus garras. Me levanté para marcharme corriendo de esa casa. Entonces oí un horrible grito. La mujer se encontraba de rodillas frente a mí, boquiabierta, como si hubiera descubierto el elixir de la vida. Me sujetó las caderas e intentó dirigir su cara hacía mi entrepierna, yo sujeté fuertemente su cabeza con mis manos. Entonces fue cuando quitó sus manos de mis caderas y se las llevó a su garganta, no podía respirar. Se puso morada y cayó fulminada al suelo.

La madre de Amaranda fue la primera mujer en morir por culpa de mi atributo. Más tarde vinieron muchas otras. Esta tragedia nunca ha significado un halago para mí. Sobre todo porque muchos hombres, casi todos casados, me persiguieron durante años para acabar conmigo y con mi emblema, que consideraban un estorbo más que una cualidad.

El destino se ha ocupado de que tuviera que esperar a tener veinte años para mantener un contacto físico de verdad con una mujer, y esta no ha sido otra que Afrodita.

Me encontró agazapado entre dos barriles de vino en una de las calles oscuras de mi ciudad. Yo me escondía de uno de tantos maridos que había decidido matarme al creer que había asesinado a su mujer. Cuando el esposo enojado había descubierto mi escondite y su daga bajaba directamente hacia mi pecho, apareció ella. Agarró al hombre por la mano asesina, y mirándole profundamente a los ojos, perpetró el crimen. Yo salí de entre los barriles y con los ojos cerrados le di las gracias. Me dijo que no tuviera miedo, que era una diosa, que le debía un favor por haberme salvado la vida, y que tenía que pagárselo. “¿Qué es lo que posees?”, me preguntó. Le dije que lo único que tenía era un atributo, una gran cualidad por la que el hombre que acaba de morir iba a matarme, me dijo que se la diera. Inmediatamente me bajé los pantalones. Al observar que no había caído fulminada tuve la certeza de que me encontraba ante una diosa. “¿Qué diosa eres?”, le pregunté. “Afrodita, la diosa del amor”, me contestó babeando. Al oír sus palabras esperé lo peor: no iba a morir a manos del marido enfadado, pero iba a hacerlo en las de la diosa equivocada. Y acerté, pero no de la manera que yo había pensado en un principio. Afrodita, al ver mi gran cualidad, se abalanzó sobre mí y no paró de hacerme el amor hasta que el desmayo se lo impidió. Cuando despertó me dijo que yo no era de ese mundo, que mi sitio estaba en el Olimpo, entre los verdaderos dioses, y que allí era donde me llevaría.

Y aquí sigo, esperando a que abran las puertas que están delante de mí. La verdad es que no sé si he hecho bien dejándome convencer por Afrodita. Abajo, mi madre debe de estar preocupada y buscándome por toda la ciudad; sabiendo la fama que tenía seguro que pensará que alguna mujer me ha conseguido y que no podré escaparme.

Un momento. ¡Las puertas se abren por fin! Vienen a recibirme. Es Zeus. No tiene cara de un anfitrión alegre y en la mano lleva una hoz gigantesca.

Creo que al final no voy a entrar en el Olimpo.

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