Nada normal (2002)

Dos vidas

Patricia Acero

Hoy, después de mi convalecencia, es la primera vez que subo al cerro de San Esteban. Una mañana agradable de mayo, me ha invitado a madrugar y entre el ruido acompasado de subir las persianas metálicas y el runrún de los camiones que abastecen los comercios, cruzo la calle de La Paloma, ayudado por el chivato del semáforo, apoyado en mi único amigo, el bastón, por la acera, subiendo subiendo, he llegado a mi destino.

Aquí está Jorge, aquel niño burgalés que fue tan buen estudiante y trabajó en un banco.

También fui un tanto don Juan, porque paseando por el espolón, las niñas bien se dejaban ilusionar en mi compañía. Hubo una que me conquistó con su sencillez, su ternura y sus atractivos ojos negros. Se llamaba Julia. Creo que coincidíamos en nuestros sentimientos y nos íbamos poniendo de acuerdo para compartir muchas cosas, incluso una vida larga y feliz. Pero un día... cuando conducía mi coche, salí al arcén para observar unos ruidos raros en el motor. Un todo-terreno se echó sobre mi Renault. Percibí un fuerte impacto y no supe más. Aparecí en un hospital. Semiinconsciente, llevé mi mano a la cara y noté un sudor caliente que se deslizaba hasta la boca. Me pareció salado. Los médicos no tenían reparo en repetir: “No recobrará la vista”. El tiempo pasaba y la opinión de los doctores era siempre la misma.

Fuerte trago para mí, pero no menos para Julia. Yo estaba en casa y Julia necesitaba recuperarse. La animé para que hiciese un viaje por los países nórdicos. “La perderé”, pensaba. Me hablaba por teléfono y me hacía compartir la hermosura de aquellas tierras. “Te veo en las aguas tranquilas y transparentes de los fiordos”, me decía.

Una mañana que hacían una excursión por Suecia, el autocar estaba completo, menos un asiento que permanecía vacío. Se llamó a la habitación y no contestaron. Subió el guía con el director del hotel, y encontraron a Julia sentada en el sillón, preparada para salir, con el bolso en la mano. ¿Dormida? El médico dijo la última palabra: “Está muerta”. La trajeron a casa. “¡Quiero verla!”, grité. Fui junto a ella, toqué sus manos heladas, junté su cara con la mía en un largo y sentido beso. Tuve el deseo de unir mi alma a la suya, para continuar el viaje juntos. La imaginé envuelta en una nube blanca, iluminada por una luz intensa que la absorbió. Cerré con un aspa mi corazón y me prometí no abrirlo jamás.

¿Por qué os cuento esto? Para descargar el peso de mi infortunio y porque aquí veo claramente el final de una vida y el comienzo de otra. Desde aquí, ahora, lo veo todo de una forma nueva. Es como si hubiese estrenado unos ojos nuevos que ven con más profundidad la realidad de las cosas, de una manera más auténtica, sin que los árboles y el paisaje que nos rodea, nos impidan ver la verdad desnuda.

Oigo las campanadas del Papamoscas. Son las doce y distingo perfectamente el martilleo del muñeco y casi puedo ver la boca abierta de los que acuden por primera vez a contemplar sus graciosos movimientos. Pero, sobre todo, hoy siento los capiteles de la catedral de forma nueva. Me hablan de elevarse, de sobrevivir a pesar del tiempo y de las tempestades. Me contagian y grito: “Quiero ser como ellos. De pie, firme”.

Pasó el tiempo. Una tarde, paseando por la isla, un suave y agradable olor invadía el ambiente. “Es olor a jazmín”, me dije. Pero cerca no sabía que existiese ninguno. Seguí andando y el olor se sentía cada vez más próximo. Una mano suave tomó la mía. “¿Quieres que te acompañe? ¿Dónde vas?” Su voz era delicada. “Paseo”, contesté, “disfruto del día, aspiro los buenos olores de las flores y la caricia del sol. ¿Cómo te llamas?” “Soy Nuria.” “Yo me llamo Jorge”, respondí al mismo tiempo que seguía aspirando el olor a jazmín. Ya no dudaba que era ella quien lo llevaba. Cogidos de la mano, seguimos paseando.

“Mi vista no me acompaña”, le dije al fin, “pero mi mente guarda paisajes, ideas y cosas bonitas que desearía llevar a un papel, o mejor, compartir con alguien. Necesito una buena secretaria que me haga realidad mis ilusiones”. Nuria calló... “A veces me parece más hermoso lo que percibo con los ojos cerrados”, añadí. “¿Cómo ves tú, Nuria, el paisaje que nos rodea?” “Un sol radiante ilumina el verde de las hojas de los árboles, algunos cuajados con flores blancas. Allá, los rosales cubiertos de flores rojas, blancas, amarillas. Algunas mariposas descansan en sus pétalos, y las abejas laboriosas y los pájaros agitadísimos, parecen enloquecer dando vueltas sin cesar. ¿No oyes sus ruidos y sus cantos? También hay mamás con sus bebés paseando, y parejas de enamorados que se miran caminando cogidos de la mano”. “¡Fenomenal!”, asentí, “lo vivo con más fuerza que si lo transmitiesen mis ojos”. Puse mi mano sobre su hombro. Me pareció bajita. “¿Eres rubia o morena? Ya sé que tienes el cabello rizado”, dije al mismo tiempo que acariciaba su melena. “¿Me dejas tocar tu cara?”. Era fina, redonda.

Un día, cuando me dirigía de nuevo al paseo de la isla, tres jovenzuelos se acercaron a mí ofreciéndome ayuda. Noté algo raro. Quizá una risita escapada. Los pelos de la melena de alguno, tocaron mi rostro. Mientras hablaban en alto, me dieron la vuelta y me cambiaron de dirección. Aquello era desconocido para mí. Toqué un árbol muy débil, noté un suelo irregular, olor a algas y el golpear de las aguas en las piedras del río Arlanzón. “¿Qué queréis, muchachos?”, grité enérgicamente, al tiempo que levanté mi bastón. Sentí pasos rápidos y marcados. Estaba en un puente, di un giro y apoyado en la barandilla, llegué a una zona de adoquines cuadrados, como los que había a la entrada del paseo. Cerca, el árbol centenario, con su áspera corteza. Un banco de hierro forjado, con bastantes filigranas. Sería el primero que debía pasar, habría un segundo, y después el que buscaba. El olor a jazmín nuevamente se hacía notar. Había llegado Nuria. Me senté junto a ella, acaricié su mano y su brazo, que llevaba con manga corta. Era delgado y su piel fina seguía oliendo a jazmín.

“¿Cómo ves hoy el paisaje?”

“Más hermoso que nunca”, me contestó.

Un perrito se había acercado y jugaba con el bajo de mi pantalón. Le pasé la mano acariciando su generoso pelo y me correspondió con un ladrido agradecido y dando golpecitos en mis piernas con su rabo.

“Debes tener los ojos muy bonitos, porque lo ves todo muy hermoso.”

“Mis ojos son azules, como el cielo de hoy”, dijo Nuria, “mis pestañas, largas y negras son como mis cabellos. Mi corazón inquieto y agradecido. Mis ojos trabajan como los tuyos, con el caudal de la imaginación.”

“¿Cómo dices?”

“Que soy ciega, como tú”. Al decir esto, acercó su mano a la mía y ambas se apretaron con fuerza.

Y cogidos de la mano caminamos unidos, acompañados de los últimos rayos del sol, al caer la tarde.

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