Nada
normal (2002)
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Por la gracia de Dios |
José Antonio Aguilar Amorós |
El
día 23 de febrero de 1946, Manuel Rojo fue ejecutado en el garrote
vil. El juicio había tenido lugar pocos meses antes. El juez asignado
al caso, consideró probado que el acusado era culpable de homicidio
en primer grado, por haber causado la muerte de José María
Alcázar, arrojándole desde lo alto del viaducto, en Madrid,
en la madrugada del 20 de noviembre de 1944. Vanos habían sido
los esfuerzos del abogado defensor, cuya argumentación se basaba
en la ausencia de testigos presenciales. El juez consideró que
el escrito hallado junto al cadáver, en el que el propio Alcázar,
instantes antes de su muerte, malherido pero aún consciente, habría
escrito el nombre de su asesino, probaba sobradamente la culpabilidad
de Rojo. Consideró además un agravante la indefensión
de la víctima, dada su avanzada edad y delicada condición
física, y finalmente no dudó en condenar a Rojo a la pena
capital.
Llegado el terrible
día, fue tal la vehemencia y desesperación que el reo
puso en proclamar su inocencia que, el verdugo, acostumbrado a presenciar
los últimos instantes de tantos condenados, tuvo el convencimiento
de que aquel hombre no era culpable. Pese a ello, hizo girar con firme
determinación la abyecta manivela que arrancó brutalmente
la vida de Manuel Rojo, apagando al mismo tiempo su desgarrado grito
postrero, para volver poco más tarde a su casa, besar a su mujer
y a sus hijos, y dormir apaciblemente, con la conciencia aletargada
de quien cree que cada cual debe cumplir con su deber, y que el suyo
era ejecutar a aquel hombre y no juzgar su culpabilidad. Meses después,
alguien hizo llegar a la redacción de un periódico un
documento escrito y firmado por José María Alcázar
días antes de su muerte en el viaducto. El documento decía
así: Si Dios quiere,
y todo sale como he previsto, cuando este escrito se haga público,
Manuel Rojo habrá sido ejecutado en el garrote vil, acusado de
un crimen que no cometió. De este modo, Dios, en su inmensa sabiduría,
habrá aprovechado un error de la justicia humana para ejercer
la justicia divina. En efecto, el infame Manuel Rojo no es culpable
de mi muerte, pero sí lo es de un crimen mayor: ofender gravemente
a Dios y a la Patria poniendo en duda la legitimidad del poder de nuestro
invicto Caudillo, cuya victoria sobre las hordas comunistas y ateas
tuvo sin duda inspiración divina. Es cierto que podía
haberme limitado a denunciarle a las autoridades, pero entonces sólo
hubiera sido condenado a unos meses de cárcel, y su crimen merece
un castigo mayor. Por otro lado, mi avanzada edad y debilidad física
me impiden dar muerte al infame con mis propias manos. Por ello concebí
este plan que pienso llevar a cabo en breve: me dirigiré al viaducto
de madrugada; me aseguraré de que no hay ningún testigo;
escribiré en un papel el nombre de Manuel Rojo con mi propia
sangre; y finalmente agarraré el papel y me precipitaré
al vacío. |
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