Nada normal (2002)

Luis

Sonia Aldama Muñoz

Salimos de casa a las 8 de la mañana. Mi padre llevaba sus bermudas marrones y la camisa de cuadros. Me reí. Me encantaba su forma desenfadada de vestir en verano. Cuando subimos al coche me di cuenta que no llevaba el pasaporte, así que subí corriendo a recogerlo.

Recorrimos el paseo marítimo y contemplamos el mar. Estaba en calma. Era poniente y las gaviotas revoloteaban cerca de la orilla. Al fondo, el peñón de Gibraltar. Casi me estremecí cuando vi aquella roca, que me recordaba tantos veranos felices, tantas horas en la playa de La Línea inventando historias con la pandilla de amigos, buscando conchas, navajas, caracolas de mar...

Llegamos a la frontera y mi padre saludó al guardia como si fuera militar, sonrió y me dijo:

—Chata, cuando salgamos me voy a poner una insignia del ejército en la solapa y ya verás como no nos miran el maletero, así podremos llevarle a mamá azúcar, chocolate y tabaco para tus hermanas.

—Vale, papá —le contesté—, pero ya sabes que a mí se me pone cara de sospechosa, tendré que ponerme gafas de sol para disimular.

Nos reímos mientras dábamos vueltas buscando aparcamiento.

Llegamos a la Plaza del Reloj y preguntamos por la sede del Gobierno. Yo tenía cita con el Relaciones Públicas del Primer Ministro. Tenía que entrevistarme con él para solicitarle información sobre el censo. Estaba decidida a escribir mi tesis doctoral sobre la población gibraltareña.

Mi padre me dijo que me esperaría en el bar de su amigo marroquí. Estaba en la calle Real, aunque los gibraltareños la llaman Maint Street.

Después de la entrevista me reuní con él, tomamos un licor y nos fumamos un cigarro. Él sólo fumaba en ocasiones especiales y dijo:

—Hoy es un gran día. Mi hija se acaba de entrevistar con un político y dentro de poco será doctora en Ciencias Políticas. Brindemos por ello.

Le miré y observé las arrugas de sus ojos, su poblada barba canosa y tez morena. Me entristeció ver cómo se hacía mayor, pero me alegró comprobar que era un hombre fuerte, orgulloso de su familia y capaz de disfrutar al máximo de las pequeñas cosas de la vida.

Paseamos por el puerto y me contó que le hubiera encantado viajar por todo el mundo, que se casó con treinta y un años, y que si no hubiera conocido a mi madre, ahora estaría soltero y llevaría una vida bohemia, pero que se alegraba de haber formado una familia y ver a sus niñas convertidas en mujeres.

Cuando llegamos a la frontera, mi padre me guiñó un ojo y se puso la insignia en la camisa, miró al guardia, le saludó y el policía se cuadró ante mi padre y le dijo:

—Buenos días, señor. Pueden pasar.

—Gracias jefe —dijo mi padre con una sonrisa en los labios.

Miré su rostro y comprendí la grandeza de su ser, recordé todas las cosas que me había enseñado, cuando me decía que todos somos iguales y que tenía que sentirme orgullosa de lo que era y de todo lo que había conseguido. Se me llenaron los ojos de lágrimas, le miré y pensé: “¡Qué grande eres, papá!”

Mi padre ya no está, pero todos los días cuando abro los ojos susurro al viento: “¡Qué grande eres, qué grande eres!”

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