Nada
normal (2002)
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Aquellos zapatos altos |
Verónica Barceló |
Quedó allí
tirado, muy cerca de la blanca taza de loza. Lentamente giró
su dolorida cabeza para observar aquellas largas piernas alejarse, con
aquel tac-tac que hacían sus zapatos de tacón. Nunca se
había parado a pensar en lo frío que era el suelo de la
cocina. Los muebles giraban a su alrededor como inmensos gigantes que
amenazaban con engullirlo. Intentó moverse pero su cuerpo apenas
le respondía... Y allí tirado dedicó el poco aliento
que le quedaba a pensar en los últimos días de su existencia,
en cómo la providencia y el tesón le habían guiado
hasta encontrar aquella casa y de este modo conocerla a ella. Hacía mucho que buscaba
un lugar en el que establecerse, pero le era difícil encontrar
una casa que reuniese las condiciones que para él eran esenciales,
a saber: limpieza, orden y silencio. Si además la comida era
buena, mejor. Sabía que para algunos estos puntos eran superfluos,
irrelevantes y hasta innecesarios. Y no es que él fuera un exquisito,
quizás simplemente era diferente. Por eso fue insoportable el
tiempo que vivió en la casa de la vieja sorda. Él tenía
por costumbre dormir durante el día, pero allí eso parecía
imposible. Aquella bruja se pasaba las mañanas gritando, al borracho
de su marido, a las vecinas, a los perros... Para colmo a él
no le gustaban los perros, ni los gatos, ni los canarios... aunque éstos
encerrados en sus jaulas apenas molestaban. Y si todo esto no era suficiente,
la comida era pura bazofia. Aguantó en aquel infecto lugar hasta
que el invierno pasó y dejó de hacer frío en las
calles. Y en cuanto tuvo ocasión salió en busca de un
nuevo domicilio donde establecerse. La búsqueda fue más
ardua de lo que pensó en un principio: o tenían animales
o tenían niños chillones y maleducados, o la comida era
un potingue indescriptible o simplemente escasa. Él pensó
que fue el destino, pero pudo ser simplemente la suerte o su inagotable
paciencia la que le condujo hasta aquel pequeño apartamento de
dos habitaciones, situado en un viejo edificio. Llegó una tarde
de primavera ya casi anochecido. En cuanto entró supo que allí
era dónde siempre había deseado vivir: su aspecto era
acogedor, con una decoración cuidada, elegante pero sin pretensiones,
todo en orden, todo limpio. Pero fue cuando la vio cuando supo que era
el lugar perfecto. Ella le despertó sentimientos que hasta entonces
ningún otro ser humano le había provocado. Su sonrisa,
su voz, su perfume, su forma de andar... todo en ella era delicado,
dulce, encantador. Para colmo de dicha, no tenía hijos, ni perro,
ni gato, ni marido... estaba sola y además cocinaba estupendamente,
pudo comprobarlo aquella misma noche. Sí, aquel era un hogar
excelente. Ella pasaba la mayor parte
del día fuera, trabajando. Él pasaba las mañanas
sin poder conciliar el sueño, esperando en vano que ella volviera
antes de lo habitual. Ya al atardecer, cuando escuchaba el inconfundible
ruido de sus llaves abriendo la puerta, él corría a ocultarse
en algún lugar desde dónde poder observarla en silencio.
No era timidez: era simplemente cautela. Sabía que su presencia
podría incomodarla. Le había pasado otras veces, nunca
con ella, con ella siempre había sido prudente. Disfrutaba de aquellos momentos
en los que sólo estaban los dos. Y poco a poco se fue haciendo
más audaz. Comenzó a colarse en su habitación por
las noches, se deleitaba observándola mientras dormía:
cómo sus manos de largos dedos, agarraban suavemente la almohada,
cómo su cabello castaño enmarcaba su rostro, cómo
su cuerpo se abandonaba dulcemente al sueño... Se acercaba a
ella cuanto podía, para aspirar su olor, su perfume, para tocar
su piel... El día que estuvo a punto de despertarla decidió
no ser tan osado. Aquel 9 de julio, ella volvió
antes de lo acostumbrado, oyó la puerta de la calle al cerrarse
y el tac-tac de sus zapatos de tacón. Colgó su bolso y
su chaqueta en el perchero de la entrada. Se dirigió directamente
a la cocina, se preparó una taza de café y comenzó
a preparar la cena. Entonces fue cuando la vio llorar. Con la manga
de su pulcra camisa intentaba enjuagarse aquellas lágrimas que
descendían como riachuelos por sus rosadas mejillas. Él
olvidó su habitual reserva y se acercó a ella. Quería
conocer la razón de aquella pena, detener aquellas lágrimas.
Y en aquel momento ella profirió un grito desgarrador, la taza
y el plato se precipitaron contra el suelo con un estrépito ensordecedor,
sus rápidos reflejos evitaron que le derribasen pero no impidieron
que esquivara aquel libro de cocina que ella dejó caer con fuerza
sobre su cuerpo. Quedó allí tendido, patas arriba, moribundo.
Así lo dejó ella. Ya no le quedaban fuerzas.
Comenzó a temblar. ¿Por qué ella había dejado
la puerta de la terraza abierta?, era de noche, hacía frío.
¿Qué iría a hacer con la escoba y el recogedor
a esas horas? Ella se agachó y acercó su cara lo suficiente
como para que él observara feliz cómo las lágrimas
habían desaparecido. Y dedicó su último aliento
a pensar que si al menos no la había hecho reír, había
conseguido que dejara de llorar. Ya no sintió más. No
sufrió cuando ella recogió su cuerpo con la escoba y lo
tiró a la basura. Tampoco vivió lo suficiente para escuchar
sus palabras: ¡Mierda!, una
cucaracha justo hoy que viene Pedro a cenar, con el asco que las tengo.
Dejó la escoba y el
recogedor en el suelo; y siguió pelando y cortando cebollas.
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