Nada
normal (2002)
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Ver Nápoles |
Rosario Barros Peña |
Laura aspiró
el intenso olor de los jazmines y se sintió mejor. Le gustaba la
noche, adivinar la vida que se ocultaba entre las sombras del parque,
imaginar cuántas personas, como ella, se sentirían solas
bajo las estrellas y cuántas intentarían retener entre los
dedos el tiempo de la dicha. La brisa mecía el cabello corto que
enmarcaba el rostro crispado por la discusión. Brillaban los ojos
castaños, se hacían más profundas las ojeras y se
acusaba el gesto duro de los labios finos. Había discutido con
María y le dolía que hubiera ocurrido precisamente cuando
el viaje llegaba a su fin. Sintió nostalgia de otras excursiones,
cuando con Elena se saltaba las normas, pero eran decisiones de las dos.
Este viaje era diferente, porque Elena se había roto una pierna
unos días antes de la partida y quiso que su sobrina la sustituyese.
María era dócil, inquieta, curiosa, una niña con
cuerpo de mujer y un extraño magnetismo que la hacía centro
de todas las miradas, aunque sus ojos limpios y el gesto inocente de su
boca la protegían de pensamientos libidinosos. Laura se sentía
bien a su lado, por eso le había molestado tener que contradecirla.
Da gusto viajar con
un guía que se preocupa tanto por la gente, ¿verdad? había
comentado al subir del comedor. La decepción que le
había producido el tener que prescindir de la salida nocturna,
para tener una primera impresión de la ciudad le hizo contestar
airada. El guía es imbécil,
María. Hemos salido todas las noches. No sé por qué
no podemos hacerlo aquí. Porque es una ciudad
peligrosa Laura, yo creo que tiene razón. Es mejor no correr
riesgos. Mira, niña,
para eso nos hubiéramos quedado en casa. Todavía nos
queda mucho que ver dijo María conciliadora. Mañana
vamos a Capri. Nosotras no, María.
No podemos ir a Capri, porque entonces no veríamos Nápoles.
Y qué importa,
Laura, Capri es una isla preciosa, y van todos. Además, el guía
dijo que tenemos que andar todos juntos, que aquí hay mucho peligro.
Estoy hasta las narices
de la peligrosidad gritó Laura, y no hay por qué
discutir. Si prefieres ir con ellos vete. Yo me quedaré en Nápoles.
Escuchó el llanto
de la chica desde la terraza y después el silencio. Se acostó
muy tarde y apenas durmió, pero estaba ya en el baño cuando
sonó el teléfono. Salió envuelta en la toalla,
cuando el timbre había dejado de sonar. Han llamado dijo
María entre las ropas revueltas. ¿De verdad tenemos
que quedarnos en Nápoles? Ni rastro de llanto en la
voz cantarina. Laura se tranquilizó. ¡Claro que sí!
contestó cogiendo un bollo de la bandeja del desayuno,
y me lo agradecerás eternamente. No miraron el reloj durante
toda la mañana. La sombra de inquietud que inundó los
ojos de María cuando vio partir el autocar hacia el puerto desapareció
pronto. Recorrieron el centro de la ciudad, ruidosa y ajetreada. A María
no le llamaron la atención los comercios elegantes ni las concurridas
cafeterías, pero el funicular la cautivó. La calidez de
la madera y el brillo del bronce de los vagones, las risas de los pasajeros,
las conversaciones distendidas y el lento deslizarse del convoy, subiendo
la colina trabajosamente o deslizándose hacia el mar con prisa.
Hicieron varios viajes y lo dejaron en la parte alta, a la hora de la
comida, en una zona de pequeñas edificaciones rodeadas de jardines.
Conocieron a Mario en el
Ristorianti Girasole. Les ofreció su mesa
en la terraza, les señaló los mejores platos del menú
y les indicó la situación de los monumentos más
interesantes de la ciudad que resplandecía bajo el sol. Tenía
negocios en Mallorca, hablaba español con fluidez y en sus ojos
oscuros brillaba la alegría. A Laura le pareció
un desatino sentirse atraída por su sonrisa, por la cadencia
de su voz y por el olor a menta de sus cigarrillos y le molestó
que, durante la tarde, los ojos oscuros siguiesen los movimientos de
María que, con su blusa blanca pegada al cuerpo sudoroso, intentaba
encerrar en carretes fotográficos el encanto de las viejas plazas,
las empinadas calles, los juegos de los niños y las tertulias
de los viejos que se resguardaban del calor bajo las pérgolas.
Laura había escuchado
las explicaciones de Mario sintiendo un calor extraño en su cuerpo,
más intenso cuando sus manos se habían rozado en un movimiento
involuntario. Cuando la brisa había
refrescado la tarde llegaron a Pompeya. El sol teñía de
oro las piedras y acentuaba el silencio. Pasearon entre las ruinas con
reverencia hasta que una campanilla sonó cercana. El hombre les
dijo que todavía tenían tiempo de ver el museo. Mario
intentó evitarlo reteniendo a Laura, pero María ya había
entrado en la sala donde se exponían los yesos obtenidos por
los arqueólogos en las cavidades que dejaron los cuerpos, inmovilizados
por la lava, dentro de las cenizas. María se había detenido
ante un yeso con dos figuras fundidas en un coito que la muerte había
convertido en eterno. ¿Puede existir
una muerte mejor? preguntó Mario situándose a su
espalda. Ella enrojeció y se
cogió del brazo de Laura. Esperaron el autobús
frente al Vesubio, que oscurecía el cielo rojizo con su penacho
de humo, luego bajaron hasta el puerto para contemplar en silencio como
el sol se hundía en el mar. En una iglesia cercana sonaron las
campanadas de un reloj. Son las nueve, Laura
dijo María en voz baja. Los de Capri ya habrán
llegado. Se despidieron. Mario quería
que cogieran un taxi, pero Laura se obstinó en conocer el Metro.
María la siguió. Ya en la puerta se volvió sonriente,
dijo Gracias y envió a Mario un beso con la punta
de los dedos. Bajaron varios pisos por
una escalera metálica y llegaron al andén que estaba desierto,
apenas iluminado por dos grandes fluorescentes. Se sentaron muy juntas,
en el único banco, situado bajo un anuncio de chocolates. Laura, son las nueve
y media. El guía se enfadará. No pretenderás
que subamos otra vez esas odiosas escaleras, ¿verdad? María la miró
apesadumbrada y Laura le pasó un brazo por los hombros. ¿Y si ya no
hay más trenes? preguntó María. Se escucharon pasos sobre
el andén. Un hombre se acercó despacio. La camisa de cuadros
dejaba ver los brazos musculosos y al encender el cigarrillo, la llama
iluminó los ojos oscuros. Laura se levantó. María
corrió hacia el hombre. ¿Y los trenes?
preguntó ¿Cuándo llegan los trenes? El hombre sacó un
cigarrillo y se lo ofreció. Ella negó con la cabeza. Laura se acercó. ¿Me entiende?
preguntó Estamos esperando el metro. ¿Sabe
si tardará? El hombre siguió mirando
a María. De verdad, ¿pasan
trenes? volvió a preguntar ella. El hombre tiró el
cigarrillo y lo aplastó con la bota. Sonrió acercándose
a María. Ella intentó retroceder, pero él se lo
impidió. Laura vio el cuerpo poderoso del hombre, los ojos brillantes,
la boca entreabierta, las manos fuertes hundiéndose en los hombros
delicados de María y vio los ojos asustados de la chica y los
labios gordezuelos que no sabían de besos. Cogió su bolso
con las dos manos y pegó con todas sus fuerzas en la espalda
del hombre que no se movió. ¡Cabrón!
gritó ¡No es para ti! La escalera metálica
vibró y Mario apareció bajo la luz mortecina. Corrió
hacia el hombre y saltó sobre él sujetándolo por
el cuello. María, libre del abrazo,
se quedó quieta, temblando. ¡Vete! gritó
Mario ¡Vete! Un ruido ensordecedor llenó
el espacio cuando el vagón iluminado se detuvo. Una mujer bajó
y cruzó el andén, cerca de los hombres que se peleaban
jadeantes. Laura arrastró a María y entraron las dos en
el vagón. Se quedaron quietas. Vieron brillar una navaja. Escucharon
el grito de Mario, el golpe de su cuerpo al caer sobre las losas, y
los pasos apresurados del hombre subiendo la escalera metálica.
María quiso salir, pero Laura la retuvo. Cuando el convoy se puso
en marcha internándose en la oscuridad, Laura apretó a
María contra sí, sintiendo el calor de su cuerpo, el latir
apresurado de su corazón y el aliento que se mezclaba con su
aliento. Una ternura nueva la envolvió mientras acariciaba la
cabeza que reposaba sobre su hombro. El guía las esperaba
a la puerta del hotel. Os advertí que
se cenaba a las nueve dijo con el ceño fruncido.
El comedor ya está cerrado. Cruzaron el vestíbulo
desierto. Hicieron las maletas en silencio y cuando María rompió
a llorar, Laura le dijo que nunca hablarían con nadie de lo ocurrido.
María la miró y Laura se asustó de la expresión
de sus ojos. Cogió el rostro delicado entre sus manos y la besó
en la frente. De nada de lo ocurrido
insistió. |
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