Nada
normal (2002)
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Loco |
María José Béjar |
Sinceramente,
en la vida cotidiana me parecía una puta mierda, igual de miserable
que todos, igual de matao si no le pasaban una raya para colocarse. Pero
cuando se subía al escenario se transformaba.
Yo llevaba la iluminación
en los conciertos. Desde lo alto de mi torre iba viendo llegar a la
gente. Dos horas antes del comienzo entraban las primeras pandas. Pillaban
unos cuantos minis de cubata y se sentaban en la tierra en corro para
coger sitio. Ese era el comienzo de un largo ritual que se repetía
todas las tardes. Mientras la bebida rodaba de mano en mano y de boca
en boca, uno se encargaba de quemar el costo. El olorcillo de los primeros
porros subía con el calor que se desprendía de la tierra
y de tanto cuerpo junto. Era primavera y se notaba. Aquella noche especialmente.
Las hormonas hervían en la sangre de tíos y tías,
no había mas que verlas, todas vestidas como unas guarras, con
esas camisetas ajustadas y sin sujetador. Según iba oscureciendo,
la inmensa olla que era el Auditorio de la Casa de Campo se iba calentando
en el caldo de los sudores y las salivas y todos tomaban el sabor de
todos, lo mismo que en el cocido los garbanzos cogen el sabor del jamón
y la morcilla. Para cuando salían
los teloneros ya se había hecho de noche y los olores del humo,
el alcohol y el sudor de los cuerpos me subían mezclados en uno
que yo reconocía al instante. Ya entonces todos se estaban besando
y bailaban provocándose y rozándose entre sí, y
a mí me picaba todo el cuerpo por la maldita alergia y porque
tenía la sangre envenenada. Susana estaría maquillándose
en esos momentos, con la bata transparente que se pone cuando sale de
la ducha, pintándose las pestañas con rimel y peinándoselas
hacia arriba en movimientos semicirculares. Y se estaría dando
el carmín rojo oscuro sobre los labios. Me moría por no
poder estar allí. Sabía que el Loco andaba detrás
de ella y sabía también que le gustaba echar un polvo
antes de los conciertos. Decía que salía más relajao.
Me lo imaginaba entrando en su camerino y quitándole la bata
y me ponía enfermo. A mí nunca me dejaba tocarla cuando
ya se había maquillao, me rechazaba y se revolvía hasta
zafarse de mis brazos. Era hábil y tenía fuerza la condenada.
Un día me iba a obligar a violarla. Se estaría poniendo
las medias de rejilla y la minifalda de charol negro. Y yo enfocando
a estos muermos. Ahora, como un día lo pille en su camerino pensaba
me lo cargo, le agarro del cuello y le hundo la nuez con los dedos hasta
que deje de respirar. El murmullo poco a poco iba
subiendo de tono. En la oscuridad la ceniza roja de los cigarros brillaba
por instantes aquí y allá como luciérnagas incandescentes.
Los teloneros se habían marchado y algunos grupos tomaban la
iniciativa de llamar al Loco a gritos a los que poco a poco se iban
sumando todas y cada una de las voces hasta formar otra más fuerte
y más apremiante: Loooooco, Looooooco. El Loco se
hacía esperar, el grito crecía y todas las miradas se
clavaban en el escenario vacío. Entonces yo apagaba las luces,
una sábana caía en el escenario y detrás de ella
una luz amarilla iluminaba el cuerpo de Loquillo desde dentro. El murmullo
se hacía silencio y la música comenzaba a sonar. El Loco
bailaba allí detrás y su sombra se proyectaba en la sábana
engrandecida. El cuerpo gigante bailaba de espaldas ocupando todo el
escenario. El Loco se ponía de perfil y enseñaba su tupé,
luego se llevaba la mano a la frente, mostraba sus bíceps y ponía
posturitas de chulo mientras las niñas gritaban. Todos los días
me sobrecogía el tamaño de su cuerpo, de aquella sombra
poderosa proyectada sobre la sabana que me hacía confundir la
fábula con la realidad. Y me creía el mito del tipo duro,
el respetado del barrio, el que hacía sufrir a las chicas y las
tenía a sus pies sin ni siquiera proponérselo, el que
era despectivo sin abandonar esa elegancia suya natural, sólo
ese leve desdén, el justo, y esa desgana, ese estar por encima
de las cosas. Todo eso me lo creía en ese instante y debía
decirme para mis adentros que ese tipo era el mismo que se dormía
en el coche con la boca abierta y se le caía la baba en un hilillo
que le resbalaba por la comisura, el mismo rata que no se invitaba a
unas cervezas ni pa Dios. Después la sábana
se levantaba y yo enviaba un foco directamente hacia él. Entonces
surgía el Loquillo con sus pantalones de cuero y su camiseta
negra sin mangas, cantando con esa voz ronca y las tías comenzaban
a saltar. Porque yo tengo una banda de rock and roll, y dos mil pares
de tetas subían y bajaban marcando el ritmo de la música. De las cuatro que hacían
los coros, mi novia era la que estaba más buena de todas. La
rubia de la derecha, la del culo redondo y respingón y las uñas
de gata. A veces el Loco la cogía y bailaba con ella, muy pegado,
y le ponía la mano en el culo. También aquella noche la
agarró. Era cuando yo tenía que poner las luces rojas
y el humo salía del suelo creando un ambiente denso como de club
de alterne, medio íntimo, medio erótico. Pero algunas
veces le enchufaba una luz verde directamente a la cara que le quedaba
de pena y le hacía parecer enfermo, aunque lo que en realidad
me hubiera gustado hubiera sido tener un láser y quemarle los
ojos. Y hace un momento que me ha dejado aquí en la ladera del
Tibidabo la última rubia que vino a probar el asiento de atrás,
cantaba dirigiéndose a Susana. Y luego se separaba de ella y
se paseaba por el escenario sacando pecho como un torero e imitando
a Elvis. Y cuanto más chulo se ponía, más se excitaba
la gente y los chicos cogían a hombros a las chicas y las levantaban
entre la muchedumbre para que tuvieran un lugar de privilegio desde
donde verlo y de paso notar el calor de ellas en su cuello. Después
yo ponía las luces naranjas y amarillas y el Loco se movía
de un lado a otro del escenario como un toro enjaulado, mostrando el
poderío de su cuerpo. Me picaban los brazos y la nariz. Mierda
de alergia, mierda de primavera. Cuando terminaba el concierto
corría al camerino de Susana para comprobar que estaba sola.
Aquella noche terminamos discutiendo más fuerte de lo normal
porque yo le decía que teníamos que irnos de allí,
que el Loco pagaba una mierda y estaba harto de sus manías y,
sobre todo, de las miradas lascivas que le echaba en los conciertos,
de cada vez que se pegaba a ella y le ponía la mano en el culo.
¿Por qué siempre tenía que hacer el numerito con
ella? Que eligiera a otra. ¡Que le hiciera los coros al Fari,
coño! Pero ella me decía que estaba enfermo, que estaba
harta de mis celos, que era un esquizofrénico, que no sabía
discernir la realizad de la ficción, que si no podía comprender
que eso era parte del espectáculo, el que me tenía que
ir era yo y que la dejara en paz. Aquella noche me fui de la habitación
dando un portazo y salí al escenario a fumarme un cigarro cuando
ya todo el mundo se había marchado. Escalé por los andamios
hasta el techo y descolgué la sábana blanca. Me imaginé
una vez más la sombra del Loco cobrando vida. Pensé en
suicidarme allí delante. Calculé la altura que había
hasta el suelo. Nueve metros podían ser suficientes si la caída
era mala. Pensé en esto como el único modo de matar al
gigante de sombra que crecía todas las noches tras la sábana.
Si lograba romperme el cráneo todos dejarían de mirar
al Loco, incluida Susana, que por un momento gritaría mi nombre.
Mi espectáculo superaría al suyo. Me colgué de
los andamios y fui andando con las manos hasta uno de los extremos,
sosteniendo el peso de mi cuerpo suspendido en el aire. Un ligero fallo
y todo acabaría en ese momento. Me noté flaquear uno o
dos metros antes de llegar y temblé de miedo. Sudaba y me picaba
todo el cuerpo. La propia adrenalina me dio las fuerzas que me faltaban.
Llegué por fin a la columna donde apoyé los pies y comencé
a bajar. Me dirigí al camerino de Susana y pensé pedirle
perdón por mis celos, pero según me acercaba la vi salir
con el Loco llevándola de la cintura. El Loco tenía el
pelo mojado y peinado hacia atrás. Cuando llegaron hasta el Cadillac
que el Loco conducía, la apoyó contra el coche, la abrazó
y la besó en la boca y en el cuello. Después él
le abrió la puerta y aún permanecí inmóvil
durante cinco minutos más después de que el coche doblara
la esquina y yo los perdiera de vista. Al día siguiente vi
a Susana antes del concierto. Le rogué que me perdonara por lo
de la noche anterior y le dije que la quería y que ya hablaríamos
luego. Te noto raro esta tarde, me dijo. Yo le di un beso
en la mejilla, sonreí y me subí a mi puesto en la torre
dispuesto a hacer de aquella mi gran noche. |
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