Nada normal (2002)

El pepinillo sangriento

Luis de Benito

Yo sólo quería una hamburguesa gigante: tomate, lechuga, cebolla, carne bien hecha y un jugoso huevo frito. Una espléndida y maravillosa hamburguesa gigante, pero sin pepinillo. Así de fácil. Coño, no creo que sea necesario ser un premio Nobel para saber distinguir entre una hamburguesa con pepinillo y otra sin pepinillo. He comido cientos de hamburguesas en mi vida, unas excelentes y otras que parecían ungüentos contra la tendinitis. Una vez estuve cenando en un bar de mala muerte. Me atendió una gorda que tenía granos sebosos por toda la cara, incluso uno enorme y asqueroso en la punta de nariz. Aquella gorda apenas era capaz de hablar, pero la pedí una hamburguesa gigante sin pepinillo y me la trajo. Hasta ella fue capaz de hacerlo, y eso que no sabía hablar.

Pero aquél imberbe no sabía la diferencia. Tenía las luces necesarias para hacerse un piercing en la nariz, pero no era capaz de cumplir mis deseos.

Rodrigo y yo nos sentamos en una mesa al lado de una cristalera con vistas a la calle Velázquez. Yo estaba de buen humor. Me acababa de comprar un jersey y estaba deseando estrenarlo. El camarero arrastró su piercing hasta nuestra mesa y Rodrigo pidió un sandwich mixto y yo una hamburguesa gigante sin pepinillo. Me moría de hambre. Tardó casi veinte minutos en traernos la comida, pero estaba de buen humor y no quería que ningún camarero patoso me aguara el día. Miré debajo del pan y, ¿qué creen que encontré? Sí, efectivamente, pepinillo. De nuevo, y ya era la segunda vez que lo hacía, le expliqué que no deseaba pepinillo, que por favor me lo retiraran de mi hamburguesa. Puso cara de suficiencia, pero se llevó de nuevo la hamburguesa a la cocina para retirarle el pepinillo. Un par de minutos después volvió de nuevo con mi hamburguesa. Me la dejó sobre la mesa sin mirarme. Levanté de nuevo el pan y el pepinillo ya no estaba allí. Pero mira por donde, doy el primer bocado a mi hamburguesa y un asqueroso sabor desciende desde mi boca hasta mi estómago. Levanté de nuevo el pan y no vi rastros de pepinillo. Miré debajo del huevo y apareció. Un trozo de pepinillo, con la anchura de un lapicero y de cuatro centímetros de largo. Casi vomito, y si no lo hice fue por que la rabia pudo más que la sensación de asco.

Puedo ser pesado, pero no me gusta el pepinillo. Es una realidad. Hay cosas que, aunque no me gustan, aguanto, pero el pepinillo me supera. Tiene un sabor agrio y una textura indefinida, ni carnosa ni correosa, sino una mezcla de las dos; algo verdaderamente asqueroso. Si se hubiera equivocado en otra cosa, qué sé yo, en el huevo, en la carne, en la lechuga, en lo que sea; entonces yo lo habría aguantado.

Pero esto era diferente. Era un insulto personal que ese imbécil me lanzaba directamente a la cara. Era una ofensa directa y personalizada. Me estaba diciendo, “no quieres pepinillo, pues por mis huevos que lo comes”, y eso no. Yo aguanto, pero no tanto.

Otras personas hubieran devuelto de nuevo la hamburguesa a la cocina, o se habrían ido sin pagar, pero hubieran caído en un acto de cobardía. Hacer eso hubiera significado dejar a ese mamarracho con patente de corso para volver a hacer lo que le diese la real gana, y ya está este mundo plagado de inútiles con poder como para añadir uno nuevo a la lista. Ustedes no habrán reflexionado sobre ello, pero yo sí lo he hecho. Todos esos inútiles con poder tienen un comienzo; todo tiene un comienzo, incluso la vida. Si esos inútiles hubieran sido descubiertos y castigados al comienzo de sus andanzas hoy no estarían aburguesados en sus puestos de trabajo, con sus ridículas tareas y sus pésimos resultados. Son elementos a extinguir. No vayan a pensar ustedes que soy racista, nada más lejos de la realidad, pero el mundo sería un sitio mucho mejor si gaseáramos a los inútiles. ¿Puede imaginarse, aunque sólo sea por unos instantes, si esos inútiles e indeseables llegaran a reproducirse exponencialmente y nos dictaran lo que debemos y no debemos hacer? Este mundo sería un auténtico infierno, el Apocalipsis.

Por esos motivos no me reprimí. Puede que ahora no lo entiendan, todo tiene un proceso, pero estoy seguro de que lo harán. Me ven con ojos distintos, pero no tardará el momento en el que se den cuenta de que fui un luchador social, un adelantado a mi tiempo.

¿Qué podía hacer yo? Díganme. Yo se lo diré: nada. Solamente me quedaba la huida hacia adelante. Por eso me abalancé contra ese estúpido, (¿Ginés se llamaba, verdad?), contra ese parásito y le golpeé con el servilletero metálico. Lógicamente, yo quería hacerle daño, pero a decir verdad, no esperaba que se fuera a caer desplomado sobre el suelo a las primeras de cambio. Le alcancé en una ceja y se la abrí de parte a parte. Sangraba como un cerdo. Había tenido suerte con el primer golpe. Pero no hay que dejarlo todo a la suerte. Por eso agarré la bandeja que llevaba y con el filo le golpeé todas las veces que puede, hasta que mis brazos no pudieron más.

Nadie se movió. Nadie dijo ni mu, ni siquiera Rodrigo. ¿Y sabe por qué? Porque todo el mundo estaba de acuerdo conmigo.

Cuando dejé de golpearle pude ver mi obra. ¡Santo Dios! Le había destrozado la cara. Fíjense que fui incapaz de encontrarle la nariz, y mucho menos el piercing. Yo creo que de los golpes él solo se lo tragó. Ahora sí tenía excusa para desmayarse.

Estaba intentando limpiarme la cara y las ropas de la sangre del parásito y así lo hubiese dejado todo si aquel mentecato de tres al cuarto no hubiese salido de la cocina. Se plantó delante de mí, sudando como una foca en el desierto y blandiendo ante mis narices un cuchillo cebollero con una hoja de veinticinco centímetros. No se lo van a creer, pero no llevaba gorro. Increíble. De repente, sin que yo lo deseara, me asaltaba una duda. ¿Y si la culpa de que mi hamburguesa viniera dos veces con pepinillo fuese del cocinero y no del camarero? Después de todo la comida se prepara en la cocina. Tal vez el camarero, (¿se acuerdan, el que perdió la nariz?), dio las instrucciones pertinentes a la cocina y fue el cocinero quién decidió hacer lo que le salía de los huevos.

Yo, personalmente, prefiero un inocente muerto que un inútil vivo. Así que me abalancé contra él armado con un cenicero rojo de Mahou. Le golpeé justo en el centro, entre ceja y ceja, y si bien este no cayó redondo, sí se arrodilló llevándose las manos a la cara y gritando como una nena histérica. Recogí el cuchillo del suelo y le rajé el cuello como si estuviera cortando el gollete de una botella de vino. Antes creía que sangraba, pero no era nada comparado con la catarata de sangre que comenzó a salirle por el cuello. Debí cogerle una vena o algo así. En aquel momento, y eso no soy capaz de explicarlo, ya no quedaba nadie en el restaurante, ni siquiera mi amigo. Todo el mundo había salido corriendo. Ahora que lo pienso me parece raro, pero en aquel momento, empapado de sangre, no me lo pareció.

Había dado un buen escarmiento a esos dos memos, pero la rabia seguía en mí, no se iba. Me dirigí a la cocina y busqué los pepinillos. Estaban todos cortados en unos tuperwares. Busqué también unos guantes, porque rozar los pepinillos me daba grima. Me puse los guantes de lavar los platos, de color rosa fucsia, y volví de nuevo junto a mis memos, ya cadáveres, con los pepinillos en el tuperware.

Tardé diez minutos, tal vez algo menos, pero a mí se me hizo eterno, hasta que conseguí introducir todos los pepinillos por la boca de esos miserables. No se pueden imaginar qué cantidad de comida cabe en la boca de un hombre muerto. Aparte de desahogo, todo eso me sirvió para aseverarme en mis primeras conjeturas con respecto al camarero, (¿cómo se llamaba?, el tal Ginés, sí). Pues el tal Ginés o como se llamara, era un auténtico bocazas. A pesar de que fue al primero al que rellené (y tenía menos práctica) le entraron como doscientos o trescientos gramos más de pepinillos que al cocinero. Y eso sin tener en cuenta que al cocinero no le eché nada de mostaza ni de mahonesa como al camarero.

Cuando acabé me quité los guantes y volví a mi mesa. Me senté y terminé las patatas fritas. Instantes después vinieron ustedes, algo nerviosos, equivocados más bien, puesto que llevaban sus armas en la mano. Me esposaron y me condujeron hasta aquí. En ningún momento me puse nervioso ni opuse resistencia alguna, en el convencimiento de que, una vez explicados los hechos, todos ustedes lo comprenderían. Ahora todos esos hechos están explicados.

Bien, ¿puedo irme ya a mi casa?

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