Nada normal (2002)

Victoria 9

Luzpa Cajiao

Hace cuatro años, recién llegado a Londres para empezar un nuevo trabajo y en mi segunda búsqueda de piso en menos de diez meses, decidí llamar al número telefónico publicado en un aviso del periódico, que ofrecía una habitación en una casa compartida. Por el teléfono, una voz femenina me informó que podría verlo esa misma tarde, y que la habitación estaría disponible el fin de semana al salir uno de los tres inquilinos con los que compartía su familia.

Pocas horas después de la llamada me encontré en un barrio residencial, al noroeste de la ciudad, con casas uniformadas por el ladrillo. Un barrio típico inglés: de fachadas amables hacia la calle y de patios traseros, como tantos aspectos personales, ocultos de los peatones. En el número 9 de la calle Victoria toqué al timbre.

La mujer que me abrió la puerta tenía una apariencia amable y desprevenida. Me invitó a pasar mientras dijo a dos niñas de 10 y 12 años que permanecieran en su habitación. Las niñas parecían acostumbradas, incluso desinteresadas en los ires y venires de los inquilinos. Me explicó que ella, su esposo y sus dos hijas vivían en la planta baja junto al salón familiar y a la cocina, y que los inquilinos ocupaban la planta alta, en la que también estaba al final del pasillo el baño que todos compartían.

Al subir las escaleras y en el recorrido a través del pasillo, noté las paredes blancas recién pintadas y separadas por un piso cubierto por moqueta gris. El color me pareció escogido para disimular el polvo y ahorrarse la limpieza. Una pequeña muñeca yacía abandonada en un extremo. En medio del pasillo, la habitación que iba a ser alquilada era mediana y parecía más un trastero de muebles desvencijados. Le pregunté a la mujer si podría traer algunas estanterías para libros y discos para lo que tendría que sacar algunos de los muebles. Me dijo que habría que consultar a su marido, pues los muebles habían pertenecido a sus padres.

Al fondo del pasillo vi el baño con un piso de cerámica rota al que le faltaban varios pedazos. Quise acercarme pero la mujer me detuvo con una exclamación:

—¡Nos falta muy poco para terminar todas las reparaciones! —mientras asentía con la cabeza y una sonrisa amplia. Acto seguido me invitó a ver el resto de la casa.

Al bajar, las escaleras crujieron con el peso de ambos. Dimos vuelta a la derecha frente a la puerta de entrada y pasamos junto al salón familiar. La puerta corrediza, a la que le faltaban algunos cristales, me dejó ver un árbol de Navidad derribado contra la pared curtida. Los adornos navideños cubiertos por el polvo colgaban de ramas despobladas y algunos restos de hojas secas se veían en el piso de aquel rincón del salón. Era el principio del verano y a pesar de mi poco disimulo ante la presencia de aquel cadáver, la mujer no notó mi actitud indiscreta.

La cocina era claramente el centro de actividad de la casa. Había sartenes y platos por todas partes: en la mesa de madera situada junto a una pared manchada, sobre la estufa y el mueble. Algunos todavía tenían comida. Parecía como si alguien hubiera estado en el proceso de preparar un enorme banquete o se hubiera quedado a medias la limpieza después de una gran celebración.

—Aquí es donde realmente se vive en esta casa —dijo mi acompañante en un tono que me sonó a queja.

Respondí a su comentario con una sonrisa. Le dije que tenía prisa para ver otros dos sitios en el centro de la ciudad. Me respondió que por último iríamos al estudio para ver a su esposo quien quería escoger con quién iba a compartir su casa.

—Pero primero quiero presentarle a una de nuestras inquilinas —añadió la mujer.

Vi entonces una joven que descendía por las escaleras. Con otra de sus sonrisas preparadas, la mujer preguntó a la inquilina qué tal le parecía vivir en su casa, y la respuesta no pudo ser más diplomática aunque el rostro se desdibujara:

—Está bien, realmente —dijo y desapareció por la puerta de entrada.

Al fondo de la planta baja estaba el estudio. La mujer abrió la puerta y entramos en el despacho. El hombre sentado en medio de la habitación levantó la mirada de un montón de papeles alumbrados por una pequeña lámpara de luz incandescente situada al lado izquierdo del escritorio. Me miró por encima de sus gafas y se acomodó un mechón de pelo de canas prematuras. Las paredes estaban cubiertas por estanterías repletas de libros y documentos puestos con afán, uno sobre el otro. Un velo cubría la tenue luz que se adivinaba tras la ventana. La mirada de la mujer se perdió entre la cortina.

El hombre me preguntó si me había gustado la habitación. No me dejó responder. Continuó diciéndome que podría vivir tranquilo, que cuando su mujer estaba en casa, lo que para él era un milagro, estaba cocinando. Añadió que las hijas tampoco me darían molestias, porque tenían prohibido ir al pasillo de la planta alta.

—Necesito paz y tranquilidad para hacer mi trabajo. Soy periodista, escribo artículos de opinión para dos revistas y un periódico local. Trabajo aquí todo el día. No me da tiempo para nada más. Mi mujer se ocupa de la casa y de nuestras dos hijas —dijo, mientras hurgaba entre un montón de papeles—. Mire todo lo que tengo que hacer para tener además que liarme con tareas domésticas. —Observé a la mujer que continuaba absorta en sus pensamientos—. Está bien, si le gusta la habitación puede quedarse con ella. Yo cobro el cinco de cada mes, ¿qué le parece? —me preguntó, y luego añadió—: Si tiene algún problema dígaselo a mi mujer. Ella me informará.

Se levantó de la silla. Calculé un metro con ochenta de estatura. Hombros anchos. Camisa blanca impecable sobre pantalón de prenses. Cinturón de hebilla brillante. Apoyó las manos en la cintura y añadió:

—No haga mucho ruido. No venga bebido. Necesito mucho silencio para escribir.

Respondí que llamaría después de ver otras opciones. Tuve la impresión de que habría querido insistir, pero se contuvo y me preguntó qué opinaba del nuevo gobierno.

—Bueno. Han hecho promesas ambiciosas —dije con desgano. El tema era lo que menos me interesaba en ese momento.

—Falsas promesas.

—Disculpe. Tengo prisa —corté la charla y me dirigí a la puerta.

La mujer caminó detrás de mí y me acompañó hasta la salida.

—Espero que venga a vivir a nuestra casa. Pronto terminaremos los arreglos —extendió su mano derecha para despedirse y sentí que apretaba mi mano con firmeza.

Una semana después encontré un piso muy agradable, lejos de allí y me mudé. Pasó una buena temporada hasta que tres años después, una vez más, tuve que buscar un nuevo sitio para vivir.

De nuevo volví a los periódicos, y una de las llamadas fue respondida por la voz seca de un hombre que me informó que tenía tres habitaciones para alquilar. Me dijo que prefería alquilar a hombres y que no quería tener mujeres viviendo en su casa. No sé por qué pero por alguna razón quise ver la casa de este hombre. Al llegar me encontré con la misma propiedad que había visto tres años antes. Yo había olvidado por completo el número 9 de la calle Victoria. Esta vez fue el hombre quien me abrió y me mostró las habitaciones. Su pelo estaba completamente blanco, y los mechones largos sobre la frente se enredaban entre las gafas. Las pesadas bolsas bajo los ojos resaltaban sobre la palidez de su rostro. Su ropa se veía descuidada. Me pregunté si habría estado bebiendo. Era tan intolerable como la primera vez que le había visto. Arrastraba las palabras y los improperios contra su esposa, tanto como sus pasos.

—La vagabunda esa tenía un amante. Decía que iba a clases de cocina y lo que hacía era verse con su amante. Me engañó todos estos años y se llevó a una de mis hijas —insistía, mientras me conducía a la planta alta.

Al baño aún le faltaba parte del piso. Las paredes del pasillo estaban manchadas y la moqueta había perdido la guerra contra el desdén. Abajo, en el salón, las ramas resecas del viejo árbol de navidad sostenían unos pocos hilos de los que habían sido los adornos. La cocina estaba tan caótica como la primera vez. Había rastros de comida en los platos y sartenes, pero esta vez, entre pequeñas cucarachas. El hombre se sentó en una butaca junto a la mesa de la cocina. Empujó dos platos y apoyó los codos sobre la mesa. Puso la cara entre las manos.

—¿Cómo puede alguien ser tan miserable, tan desagradecido? Ella no podía quejarse. Sólo tenía que encargarse de la casa y de las niñas —se lamentó.

Lo observé allí, y sólo atiné a decirle que le avisaría si decidía tomar la habitación.

—Puede quedarse con cualquiera de las habitaciones de la planta alta y pagarme cuando más le convenga. Yo seguiré trabajando en mi despacho. De todos modos no tengo mucho trabajo ahora. Sólo un artículo para una revista que he titulado La fidelidad de las palabras. —me dijo antes de marcharme.

Él sabía que yo ya no volvería a Victoria 9.

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